Opiniones

La otra pandemia

Femicidio de Julieta Delpino: Berabevú, ¿el lugar menos pensado?

Los discursos correctivos que sistematizan privilegios de género y que son moralizantes tienen diferentes expresiones, algunas más crudas que otras. Nota de opinión


 

Por Nazarena Galantini (*)

El femicidio de Julieta Delpino, joven de 19 años oriunda de Berabevú,  conmovió a la sociedad en su conjunto generando una inmediata respuesta popular que se expresó en manifestaciones autoconvocadas en plazas de todo el país. Esta rápida reacción tuvo su réplica en las redes sociales que se inundaron con los hashtags #JusticiaPorJulieta,  #ParenDeMatarnos, #NiUnaMenos y otros similares. Las expresiones de dolor, bronca,  indignación y hartazgo colmaron las horas subsiguientes a que se conociera la noticia de un nuevo crimen patriarcal en la provincia de Santa Fe. 

Algunas organizaciones feministas aseguran que de tratarse de un contexto en el que no estuviéramos atravesando una Emergencia Sanitaria, las manifestaciones del domingo 26 de julio se habrían transformado en un nuevo 3 de junio de 2015, cuando las calles se sacudieron por primera vez al grito de Ni Una Menos luego del femicidio de Chiara Páez. Imposible decirlo a ciencia cierta. Sin embargo es evidente que hay hechos que marcan un precedente porque son paradigmáticos, se condensan en ellos todos los elementos  de una problemática,  se vuelven simbólos y disparan reflexiones en todas direcciones. 

Julieta era joven, de clase trabajadora, terminaba de cumplir su jornada laboral y le escribía un WhatsApp a su mamá diciendo “Calentame la comida que voy, ma”. Ese mensajito fue el último eque se registró de su teléfono, luego éste dejó de tener señal. Primer elemento: un día cualquiera, en medio de  la cotidianeidad, una acción que seguro debió de repetirse miles de veces en la vida de Juli: avisarle a su mamá que está en camino. Un mensaje que cualquiera de nosotras habría escrito. La rutina, aquel lugar donde estamos segurxs. No hay nada más cómodo, menos reflexivo y más predecible que la rutina de ir del trabajo a la casa, de la escuela a la casa, de la facultad a la casa. Sin embargo, las rutinas producen patrones, y muchos agresores siguen patrones. La distancia de tres cuadras se hizo infinita, eterna, y la rutina se convirtió en una trampa mortal. 

Según el Observatorio de las Violencias de Género Ahora que si nos ven el 70% de los Femicidios se produce en la propia vivienda de la víctima, mientras que el 18% en la vía pública. El otro 12% se reparte entre la vivienda del agresor (3%) y otros lugares no especificados. Con lo cual podríamos estar más resguardadas de la violencia de género en la casa de una persona cualquiera, que bajo el paraguas de nuestros propios recorridos y espacios cotidianos.  Esto en función de que la mayoría de los femicidios son ejecutados por personas del entorno de la víctima, con lo cual hay más posibilidades de que estén al tanto de sus rutinas y hábitos.

La familia de Julieta denunció su desaparición la mañana del día siguiente, sábado 25 de julio. Comenzó la búsqueda, habiendo transcurrido aproximadamente 24 hs desde el momento de su desaparición, el cuerpo de Julieta fue hallado enterrado en el patio de la casa de Cristian Romero (28), cubierto de cemento, con signos de asfixia y múltiples heridas. 

Segundo elemento: cuando una  persona desaparece, según el Protocolo de Actuación para casos de Personas Desaparecidas y Extraviadas del Ministerio de Seguridad de la Nación, la primera hipótesis a considerar es la “ausencia voluntaria”. Sin embargo la realidad se cansó de demostrar que cuando una joven mujer desaparece, la retórica de la “ausencia voluntaria” se transforma, como mínimo, en un vertedero de ideas carentes de perspectiva de género y necias a entender la profundidad de aquello que repetimos hasta el hartazgo: “ser mujer joven en este mundo es un factor de riesgo”.  Y digo “como mínimo” porque muchas veces detrás de la excusa de la “ausencia voluntaria” se despachan se twittean y se comparten los  discursos más retrógrados, esos que deberían a esta altura estar catalogados de violencia ideológica, porque son demasiado sistemáticos, están organizados y estructurados para producir agresión. 

Los discursos correctivos que sistematizan privilegios de género y que son moralizantes tienen diferentes expresiones, algunas más crudas que otras, pero van desde el sugerente título de un medio grafico que sentencia “Pregonaba el Ni Una Menos y terminó siendo víctima de un femicidio” (¿Innecesario? Más que eso, despótico y abusivo, ¿Cuál es la intención de un titular así? El único efecto psicológico que encuentro en él es el de la inoculación del temor, la paranoia y la corrección moral); hasta el icónico “Era fanática de los boliches”, ergo, merecía lo que le pasó, en referencia al triste femicidio de Melina Romero en el año 2014. La ideología de la revictimización nos acostumbró a pensar que cuando una mujer desaparece seguramente se trate de “una pelea con los padres” o “se fue con algún noviecito”, por consiguiente “es cuestión de tiempo que aparezca”. No tenemos asumida la gravedad de la situación, pero además de esa manera ponemos la lupa en aspectos menos significativos, generando conclusiones y haciendo juicios de valor sobre la vida de las mujeres. De nuevo, cuando un portal de noticias titula “El final menos esperado…”: ¿Quiere decir que no es llamativo que una joven que le pide a su mamá que le caliente la comida desaparezca luego sin dejar rastro? ¿O será acaso una expresión  de nuestra propia resistencia a aceptar lo evidente?

En los medios circuló rápidamente la versión de que Cristian Romero había mantenido una relación sentimental con Julieta tiempo atrás, sin embargo su mamá y amigxs desmintieron esta versión contando que Juli sólo era conocida de Cristian, que el femicida era compañero de trabajo del hermano de Julieta y que la venía acosando por mensajes hacia un tiempo. Tercer elemento: que fuera el ex novio o un acosador no cambia la brutalidad y la gravedad de lo que pasó, pero si modifica esencialmente lo que queda en el imaginario social. Romero es además de un femicida, un acosador, un “cargoso”, como le decía Juli a su mamá, alguien que pierde la capacidad de escucha ante un rotundo NO. Un sujeto débil ante el mandato de masculinidad, desesperado por no quedar fuera de la norma hetero-cis que lo obliga a medirse con sus pares; tan colonizado por el ideal áureo de la propiedad privada que no le alcanza con poseer objetos, sino que tiene que poseer también mujeres; tan avergonzado por la libertad política y sexual femenina que tiene que suprimirlas al ser incapaz de afrontar el desbarate mental que le producen a la luz de las propias creencias heteropatriarcales en las que se formó. Estar tan comprometido con este proyecto de virilidad no es patológico ni es anómalo, aunque sí causa muchísimo daño. Cómo gestionan los varones el mandato de virilidad no depende sólo de condiciones psíquicas, sino también de muchos otros factores sociales, económicos, materiales. No tener los recursos suficientes para cumplir con las expectativas del ideal de macho proveedor, no sentirse persona por no estar rodeado de atributos de potencia genera frustración. Esto no quiere decir que el compromiso con el mandato de masculinidad distinga clases sociales, sino simplemente que ante un mandato para el cual el estatus social, el poder económico, y el poder de dominio público son las claves, como apunta Rita Segato, el grupo que logra encajar a la perfección en él es realmente muy reducido. Puertas adentro del mandato de masculinidad también se constituyen jerarquías. Si las condiciones subjetivas y objetivas generan una presión aplastante y la norma no logra ser reinterpretada, las vías de escape de esa presión fácilmente encuentran en el ejercicio de la violencia hacia los cuerpos feminizados la mejor posibilidad para reafirmarse. Por eso, no hay mayor entereza emocional, más coraje y más claridad en el mensaje de Fabiana Morón, mamá de Julieta, cuando dice “eduquen a sus varones”.

Por último (o volviendo al principio) el escenario del femicidio: Berabevú, un pueblo pequeño de menos de 2500 habitantes. El lugar menos pensado ¿Cierto? Cuarto elemento: no nos vamos a engañar, es muy difícil aceptar que las personas que nos rodean sean capaces de hacer daño, que entre nuestrxs conocidxs existan personas como Romero, sobre todo cuando el acercamiento geográfico construye una sensación de familiaridad. Sin embargo es un mito que en los pueblos pequeños las mujeres e identidades LGBTIQ+ estamos excentxs de sufrir violencia de género. Esta es una idea recurrente que emerge cada vez que el escenario de un nuevo femicidio no es un gran conglomerado: “¿cómo pasó esto en un pueblo tan chico?”, “unx cree que en un pueblo está más seguro”, “unx creía que esto no pasaba en los pueblos”. Sólo estoy transcribiendo frases literales que escuché alguna vez y que se repiten en grupos de WhatApp, que las dicen lxs periodistxs, que se las dice unx mismx (aunque también debo decir que intento sacarme ese chip de la cabeza). 

Pero la realidad es que los números muestran otra cosa de aquella imagen de inmunidad que tenemos de los pueblos frente a las violencias machistas. Tomando sólo aquellos casos en los cuales es la misma Justicia quien impulsa o trabaja una línea de investigación bajo la carátula de femicidio o contexto de violencia de género, de los 20 casos que se produjeron en la provincia de Santa Fe desde que comenzó el 2020 (¡1 femicidio cada 11 días!), 7 se consumaron entre las dos ciudades más grandes de la provincia, Santa Fe y Rosario que tienen más de 400.000 habitantes; 6 de ellos en ciudades de entre 12.000 y 100.000 habitantes; y los otros 7 restantes en pueblos de menos de 7.000 habitantes, es decir que se reparten en tres grupos casi iguales. 

La frase de Fabiana Morón cuando dice “eso que veíamos tan lejos, llegó a este pueblo” nos partió al medio a todas las que escuchábamos sus palabras y compartíamos su dolor el domingo 26 de julio, día en que el pueblo de Berabevú se unió para pedir justicia. Es que la violencia machista, como indican todas las estadísticas, es un flagelo que año tras año se expande. Investigar los factores que generan ese crecimiento es una tarea compleja, que difícilmente podemos responder con un argumento monocausal, sobre todo porque una investigación así no debería estar dirigida sólo al aspecto cuantitativo del problema (el aumento de los casos de femicidios) sino también al aspecto cualitativo que se expresa en nuevas formas de violencia con mas crueldad y con una logística mucho más sofisticada para ejecutarlas. Pero lo que quiero resaltar es que, en principio, tenemos que desterrar la idea de que la violencia de género hace distinciones geográficas y demográficas, y que hay lugares inmunes a que se cuelen prácticas misóginas. 

Está plagado de discursos reaccionarios falsos que niegan no sólo la gravedad, sino incluso la existencia de la violencia de género. Además en la actualidad, esas ideas se presentan mucho más organizadas, con militancias fervientes y referentes propios. Cierto es que esta vehemente retórica de la derecha reaccionaria se democratiza a través de las redes sociales y medios de comunicación, sin embargo me parece insuficiente como respuesta, hay que buscar su génesis también por otro lado. Me refiero a espacios mucho más tradicionales del poder y no tan naif, ya que no sólo militan contra los derechos de las mujeres y personas LGBTIQ+, sino también contra la soberanía nacional, en defensa de la propiedad privada y el gran capital. ¿Casualidad? No lo creo. El dominio de la feminidad y el dominio de la propiedad están trenzados por una relación originaria. La soberanía también puede entenderse en clave feminista. La camorra de Twiter es sólo la punta del iceberg, pero los intereses en juego son mucho más profundos.

Ya no existen los lugares menos pensados para la violencia patriarcal. Quizás el femicidio de Julieta Delpino hizo temblar de bronca al país porque se trata de todo aquello que tenemos menos asumido como sociedad: un pueblo tranquilo, donde la gente saluda cuando se cruza con alguien tomando mate en la vereda, donde las casas no se cierran con llave; un “cargoso” que “lo único” que hacía era mandarle mensajes a la chica que le gustaba; una chica joven, laburante, que tenía sueños y proyecciones de vida. Dejar de esperar lo que no ocurre, y empezar a esperar lo peor cada vez que una piba desaparece (incluso aunque después no suceda), no es una incitación a la paranoia colectiva ni una necesidad de coartar nuestras propias libertades como mujeres, sino un arma política de autodefensa, que nos organiza mejor ante el panorama real, crudo, desmitificado. Defender nuestras vidas que merecen ser vividas es hacerse cargo de una vez de la magnitud del problema, de dar un nuevo salto en conciencia, de entender que mirar para otro lado, subestimar, es una estrategia de defensa inútil. Prepararse para lo peor, nos modifica vertebralmente y agudiza nuestra comprensión de las cosas, porque las cosas peores no pueden estar, porque lo peor es ahora. Prepararse para lo peor, dejar de ahorrar en análisis, ideas, presupuestos, es lo que nos va a permitir diseñar las mejores soluciones, mejores políticas públicas, e incluso darnos más confianza en que esto se puede transformar, que la violencia de género puede ser cosa del pasado. Cuantas veces nos hemos preguntando “¿hasta cuándo?”,¿Cuántas más?” La respuesta: hasta que decidamos dejar de tolerarlo.

(*) Cordinadora de la Campaña por la Emergencia Nacional en Violencia contra las Mujeres de Rosario.

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