Mi Mundial

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Fantasías con Diego y Cani


Seleccionar una historia entre tantísimos recuerdos, anécdotas y vivencias resulta cuanto menos antipático. Antipático e injusto. Sobre todo para aquellos que andamos por los 40 y tuvimos el privilegio que haber sido contemporáneos del ciclo más exitoso de la Selección Argentina: de México 86 a Italia 90. Y más para un futbolero compulsivo como yo. Futbolista frustrado devenido en periodista deportivo, discreto lateral izquierdo o derecho, ocasionalmente zaguero cuando se ausentaba algún compañero, en las inmensidades de cancha de once para pibes de 13 o 14 años.

Italia 90 me encontró en segundo año del Colegio Nacional San Lorenzo. Pero la prioridad no pasaba por los estudios secundarios. No existía un día en que no jugásemos al fútbol. En la categoría 76 del Club Municipal San Lorenzo -al que todos en la Liga Sanlorencina llamaban Fonavi- o con los pibes del barrio San Martín, en esa manzana que le pertenecía a Red Star, ahora reconvertida en Plaza Estanislao López. Una o dos veces al año nos usurpaban la canchita cuando se instalaba un circo. Cuando los circos tenían payasos que infundían miedo, domadores, chimpancés y tigres de Bengala. Entonces colaborábamos apilando y acomodando butacas a cambio de un par de entradas gratis.

El gol de Troglio ante Unión Soviética nos sorprendió en el último recreo del colegio, cuando mirar los partidos en la escuela era toda una rareza y apenas podía escucharse, de incógnito, a través de una radio con auriculares.

Aquella tarde emprendí veloz carrera de la escuela hasta mi casa. Simulé correr como Caniggia (correr, nomás) para llegar a observar un rato del segundo tiempo. Busqué la llave en la maceta y encendí el Telefunken que nos acompañaba desde el 86. Gol de Burruchaga, el segundo. De rodillas al pasto. El mismo goleador que me había hecho llorar de felicidad cuatro años atrás, en casa de mis abuelos en Barrio Rucci.

Ahí andaba Diego, el más grande de todos los tiempos, sobrellevando la carga del tobillo maltrecho y de sus adicciones. En fútbol, más allá de sus cualidades extraordinarias, incuestionables, Diego enseñó a varias generaciones de pibes -me incluyo- a entregarse al máximo por un equipo, sobreponerse a cualquier tipo de adversidades. A luchar. A soñar. A curar las heridas. Y a reinventarse. No importaba lastimarme las rodillas en canchas con más tierra con pasto de la Sanlorencina. A la otra semana ya estaban cicatrizadas.

En los ejercicios de definición, la mayoría intentábamos gambetear al arquero, como hizo Caniggia con Taffarel para eliminar a los brasileños. Y en el 25, un juego previo a los entrenamientos en el que convertir un gol de cabeza equivalía a 5 puntos, también ensayábamos esa peinadita magistral del Cani que descolocó al bravucón Zenga y amargó a los italianos.

Dicen que los recuerdos más fuertes son aquellos que se conciben en la niñez y en la juventud. Pues entonces Mi Mundial preferido es la imagen de desahogo de mi abuelo gritando como nunca y golpeando la pared con la palma de la mano en el gol contra Brasil. Es mi abuela en la cocina, atando un pañuelo e invocando a Poncio Pilatos: sino ganamos no te desato. Es la camiseta del Goyco hecha furor entre todos los arqueritos del club. Es esa camiseta albiceleste de acetato que me regalaron para mi cumple y que atesoré durante tantos años. Es el olor a tinta de imprenta y la textura suave del papel ilustración de la revista El Gráfico, que iba a comprar con desesperada fascinación al día siguiente de cada partido o todos los martes de cada semana. Es la fantasía que todos los pibes perseguimos alguna vez: consagrarnos como héroes futboleros y levantar la copa como unos pocos pudieron hacerlo.

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