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Esto no es para mí… gracias

Por: Roberto Rosúa

Con este relato, Rosúa deja en claro que el trabajo de policía no es para cualquiera.
Con este relato, Rosúa deja en claro que el trabajo de policía no es para cualquiera.

Corrían los últimos días del mes de mayo de 1973 o los primeros del mes de junio. A primera hora, es decir, alrededor de las siete de la mañana, Danilo llegaba al estudio y saboreaba los mates amargos que algún colaborador cebaba, generalmente el colo Ricardo, que luego, rápidamente, se trasladaba a la Casa de Gobierno a desempeñar sus tareas en la privada del Ministerio. La parada en el estudio, y el placer de aquellos amargos antes de encerrarme en la suerte de trinchera o casamata de Línea Maginot que era mi despacho, se convirtió en una costumbre. Los tiempos eran difíciles y la cohesión y hermandad entre quienes proveníamos del MID eran indispensables para enfrentar los duros desafíos que la situación política y las obligaciones de gobierno nos generaban a diario.

Como es sabido, Danilo tenía una fuerte inserción en las barriadas de la ciudad y muchos militantes –conocedores de su costumbre de madrugador– lo esperaban a esas horas para hacerle algún pedido o solicitarle que asumiera la defensa de algún compañero en aprietos.

Una mañana, entre mate y mate y algún comentario expresado, en general, con  poco humor y mucha inteligencia, me anunció que lo estaba esperando un amigo de la zona sur y que suponía que se trataba de resolver la situación laboral de un hijo del visitante.

De ser así, me trasladaría el pedido para que tratáramos de encontrarle solución.

Y así fue no más. Por la tarde, acompañado de un joven,  entró en mi despacho y me hizo saber que Eugenio –tal el nombre del acompañante– andaba en la búsqueda de trabajo. Les reiteré lo que decía a todos cuantos planteaban pedidos similares. Las únicas vacantes que se disponían en el Ministerio eran las de agentes de policía. Entre los requisitos que exigía el reglamento estaba el de haber cumplido el servicio militar obligatorio, tener instrucción primaria completa y no contar con antecedentes penales.

La respuesta afirmativa a cada uno de los requerimientos y la aceptación de la posibilidad del ingreso a la Policía determinó que al día siguiente, en horas de la mañana, Eugenio fuera incorporado a la lista de ingresantes. Pocos días después, cumplidos los trámites administrativos de rigor, ingresó a la Policía de la Provincia de Santa Fe, en calidad de agente, y la Jefatura le asignó destino, primero en una seccional del norte de la ciudad y luego, más o menos a los tres meses, fue  trasladado a Santo Tomé, ciudad en la que tenía su domicilio.

Allí, bajo la dirección de un viejo sargento, algo excedido de peso y conocedor de las particularidades de la función, fue aprendiendo las rutinas del trabajo en la seccional policial. Por su buena presencia y el correcto trato con la gente fue destinado a la oficina de guardia. Acomodó a su medida el uniforme que le habían entregado al hacerse cargo y en consecuencia lucía prolijo, hasta “casi elegante”, diría un familiar.

Una mañana de primavera que asomaba en el verde de los árboles y en el canto de los pájaros, estaba Eugenio parado en la puerta de la comisaría cuando un ciclista, cuyo aspecto nunca pudo recordar, le gritó desde el medio de la calle: “Tengan cuidado, pibe, los van a atacar cualquiera de estas noches. Probablemente hoy”, y pedaleando fuerte, desapareció de la vista.

Rápido, aún confuso y algo incrédulo, Eugenio le comunicó al viejo sargento lo que acababa de ocurrir. Éste dio rápidas órdenes: reforzar las guardias, poner el armamento en condiciones para ser usado en caso de necesidad al alcance del personal y suspender las salidas y francos. Naturalmente, reforzó la existencia de pan, galletitas, yerba, azúcar, queso, mortadela y algunas gaseosas.

Alrededor de las dos de la mañana, sonaron algunas detonaciones, típicos disparos de pistolas y un proyectil impactó en una de las ventanas del local. El sargento, con rápidos reflejos que desmentían sus kilos, años y falta de ejercicio, dio, de viva voz, la alarma y, metralleta en mano, se dirigió a la puerta de entrada. Allí, parado en la vereda, descargó una ráfaga hacia el aire, ya que no tenía a la vista a contendiente alguno. La confusión generada por el ataque duró algunos minutos, y el orden y la calma volvieron al local policial que mantuvo por toda la noche la actitud de alerta y vigilancia.

A las diez de la mañana, más o menos, María Luisa, desde la privada, me comunica que el joven que había venido tiempo atrás con el doctor Danilo quería verme por un asunto estrictamente personal.

Entró, traía con él un paquete en papel marrón, bien atado con hilo sisal y sin mayores preámbulos me dijo: “Acá están mi uniforme y la pistola. Me voy. Esto no es para mi. Gracias”.

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