El teatro independiente ha debido reinventarse una y otra vez a lo largo de los últimos 70 años en la Argentina. En principio, buscando acercar al público a sus formas y lenguajes tratando siempre de no traicionarse, pero sobre todo, intentando mantener vivo un arte que se sostiene, también, desde su fragilidad, desde su belleza bizca, desde su incuestionable poder poético que, frente a otras artes asociadas al mainstream, siempre se vuelve piña en el mentón, abre cabezas y en gran medida, el basamento y trampolín de muchos artistas que se prueban en otros ámbitos del teatro más comercial y logran trascender.
En medio de tantas reinvenciones, la presente pandemia no puso en crisis al enorme movimiento independiente que a lo largo y a lo ancho del país produce durante el año esa otra teatralidad que no muestra la televisión, que pelea sus espacios en las agendas de los medios y que los funcionarios de turno aplauden pero en la mayoría de los casos desconocen o prefieren ignorar.
Por el contrario, la pandemia evidenció su profunda fragilidad, su dependencia de ese mismo Estado (en todos sus niveles) que tantas veces le soltó la mano y miró para el costado, cuando la cultura (los bienes culturales reales y de calidad) es subsidiada en esos países del primer mundo al que esos mismos funcionarios dicen aspirar.
Pero hoy las salas de teatro independiente siguen cerraras, lo están desde mediados de marzo. Y siguen cerradas porque no tienen poder de lobby, como sí lo tienen las iglesias, los dueños de los shoppings o de los corredores gastronómicos, para los que la pandemia, extrañamente en su peor momento, “ya pasó”.
Una campaña que en el presente lleva adelante la Asociación de Teatros Independientes de Rosario (Atir), bajo la consigna: “Un teatro vacío es un teatro en peligro”, muestra los números que son incontrastables: son casi 70 mil personas las que no pudieron ir al teatro en todo este tiempo y son más de mil quinientas las funciones suspendidas que dejaron sin trabajo no sólo a los actores, las actrices, los directores y los dramaturgos, sino también a una larguísima lista de rubros que aparecen involucrados en el hecho teatral.
Una vez más, aunque sea duro de reconocer, los proyectos culturales que se tejen al calor del Estado dejan afuera al teatro de arte ante un diagnóstico que sostiene que será “lo último en regresar” casi como una postura cómoda e inmodificable, sin siquiera poner en discusión los protocolos que serán imprescindibles en la potencial vuelta y cuando algunos piensan que el streaming es la alternativa, y es apenas un paliativo que nada tiene que ver con los fenómenos vivos, independientemente que en algunos casos habilite algún desahogo económico y más allá de que los que siguen cortando tickets, sin abrir juicios de valor, son los mismos artistas que tienen una cercanía a lo mediático. Los demás reciben unos pocos pesos, a voluntad, en las ahora llamadas “gorras virtuales”.
Independientemente del apoyo y la preocupación de estos últimos meses de la actual gestión del Instituto Nacional del Teatro que echó mano a su presupuesto y buscó sostener, al menos en parte, una continuidad de producción en otros formatos que claramente no le pertenecen al teatro y con los que el teatro no puede aprender a dialogar de un día para otro, como también lo hicieron a su modo municipalidad y provincia, está claro que eso no alcanza.
El teatro independiente que, también, debe lidiar algunas veces con su viciosa endogamia de sentido que limita la cercanía, la suma o la renovación de su público, sufre este parate como también lo sufre el teatro oficial y el comercial, aunque estos últimos tendrán las herramientas para volver más dignamente una vez que la supuesta “nueva normalidad” se ponga en marcha.
Mientras tanto, las salas y en muchos casos sus gestores-creadores sufren la peor de las crisis de las que se tenga memoria y sólo parece importarle a ellos mismos que, además, son los únicos que mantuvieron sus espacios cerrados y respetaron los protocolos en todo este tiempo, algo que otros sectores no hicieron y por lo mismo el sistema de salud está colapsado. Pero sobre todo, sin perder de vista que estos últimos meses suponen lo que se llama la temporada alta del teatro, con estrenos y funciones frustradas, dinero invertido y no recuperado y cientos de proyectos que quedarán en el olvido, lo que pone de manifiesto un panorama desolador.
La pandemia, con una cuarentena que comenzó el 20 de marzo y que hoy pocos siguen respetando independientemente de lo avieso y arbitrario de algunas aperturas que, por ejemplo, incluyen al fútbol que sí mueve millones, no sólo dejó en evidencia la enorme desigualdad socio-económica que atraviesa la Argentina, profundizada durante los años del macrismo, sino que, como la cultura no es un buen negocio más allá de las cocardas que algunos quieran ponerse, demuestra que el teatro sólo le importa a la gente que lo genera, de todos modos un sector importante de la sociedad pero sin perfil de industria sin poder económico, por lo tanto el sistema lo deja de lado: no vende, no sirve, y sobre todo, como ayuda a pensar, puede volverse algo peligroso.
Sin embargo, para muchos el teatro es su religión, es decisión y poder, es un acto de comunión de cuerpos presentes; es metáfora, política, emoción, evocación, comedia, drama. Hoy nuestros (sí, nuestros) teatros independientes son las imágenes de sus propias ausencias, hoy no se puede más que recordar los aplausos habitados y gozados alguna vez. Hoy nos queda apelar a la memoria que hará que la historia siga viva y se rescriba, cuando, por convicción, esfuerzo y tarea compartida, todos los espacios vacíos se vuelvan a llenar.
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