Espectáculos

En el territorio de lo posible

Por: Juan Aguzzi. Con “Asfixia”, Elisa Bellmann consigue un relato apasionante donde conjetura acerca de personajes y hechos en un contexto en el que conviven el psicoanálisis y los ecos trágicos de la última dictadura.

Bellmann trabaja como psicoanalista.

Es un cruce que suele ocurrir, el de psicoanalistas que intentan hacer literatura y el de escritores que son psicoanalistas, aunque no siempre se da de forma enriquecedora para la narrativa, que es la que puede verse hacia fuera, la que se “juzga” públicamente.

La sensación que persiste luego de leer Asfixia, la primera novela de Elisa Bellmann, es que la autora vino a sumar un imaginario fértil –profundo en situaciones, rico en personajes– al territorio de la literatura. Bellmann es psicoanalista y algunos ámbitos de su narrativa están fuertemente atravesados por cualidades a las que no cuesta mucho detectar ese origen. Cuando se le menciona la idea de puente entre ambas actividades, Bellmann señala que al principio no lo había pensado así pero que ahora se entusiasma en descubrir qué territorios unen esos puentes. Asfixia es una novela intensa que aborda alternativamente y en dosis parejas los resabios de la última dictadura, la descomposición familiar y algunas heridas siempre abiertas. Finalista del Premio Clarín de Novela, Asfixia recibió elogios de crítica y de otros escritores.

En la conversación que sigue, la autora señala algunas postas de la génesis de Asfixia y describe su relación con la escritura.

—¿Desde cuándo escribís para llegar hasta “Asfixia” con una forma que se ve sólida?

—Francamente, no sé desde cuándo escribo. Tal vez desde siempre, porque ése es mi modo de vérmelas con la realidad o el mundo, y porque escribir es la mejor manera de pensar algunas cosas que no comprendo, o me resultan difíciles de admitir. Yo creo que opté por la versión dramática (en su sentido más estricto) de los hechos. Todo acontecimiento que me interesa o me inquieta se me trasforma en una historia y me gusta contarla. Si yo tengo que trasmitir un suceso, me nace un cuento. Ahora bien, para responder “objetivamente”, debiera dar una fecha: escribo desde hace unos doce o catorce años con cierta regularidad, porque se me ocurre que fue más o menos para esa época cuando consideré que narrar es algo más que contar, y escribir es un trabajo que implica algo más que narrar.

—¿Qué te disparó la trama de “Asfixia”?, ¿cuáles de las vertientes talló más, la psicoanalítica, el universo de la represión de la dictadura, los lazos familiares disueltos?

—La trama nació cuando algunos hechos de los que tuve conocimiento, me dejaron en un estado de intriga tal, que me obligó a garabatear hipótesis, a inventar respuestas para intentar abarcarlos. Incluso eran inconexos, y me pareció que se podrían articular en una sola historia. En ese estado estaba cuando leí el epílogo de una novela de Javier Marías que me empujó a seguir más lejos. Marías dice allí que necesitamos la ficción, tanto los que leemos como los que escribimos, porque la ficción se ocupa precisamente de lo posible y no sólo de lo cierto, de lo que no ocurrió pero pudo ocurrir, o tal vez ocurrió y no lo supimos pero conjeturamos. Fue para mí un disparador que me autorizó a prolongar la historia, hacerla prosperar y prestarle mi mano para que se escriba. Además, particularmente me interesó representar cómo y cuánto impacta la explosión de lo privado en el espacio público (casi siempre bajo una forma trágica) y la implosión de lo público en la intimidad de los lazos afectivos y pasionales (que opera más bien en sordina y se escabulle por los intersticios de las vidas de las personas) se derraman y tiñen las historias tornándolas en un enigma inexplicable.

—Elegiste una línea narrativa emparentada con la intriga para algo tal vez más cercano al drama, ¿cómo surgió esa opción?, ¿te la pedía la misma escritura?

—Sí, ese estilo surgió solo. Una de mis mayores sorpresas fue cuando algunos escritores que la leyeron (Matilde Sánchez, Rosas Montero), incluso los críticos, la clasificaron como thriller. Yo terminé Asfixia y no sabía que había escrito un thriller; estaba y lo estoy aún, convencida que escribí un drama íntimo. Cada uno de los personajes aporta su propia dramática, pero hay intersecciones, como si pedazos de historia de unos pisaran pedazos de historia de los otros. De última quizás lo que a mí me pareció mas dramático es que todos hayan compartido de un modo u otro el mismo escenario sin saberlo, sin siquiera haberse visto.

—Hay una interrelación muy fluida y casi vertiginosa de las distintas voces en el texto, ¿Qué perseguiste con ese montaje?

—Mientras escribía me preocupaba que el lector se aburriera, porque la historia es densa. Desde un principio quise que sea amena, y busqué, eso sí deliberadamente, que el final de cada capítulo abriera alguna pregunta o intriga que impulsara a pasar al siguiente. Siempre quise que fuera una nouvelle, breve y ágil, que hiciera trabajar intensamente al lector, pero sin que se diera cuenta.

—¿Con qué personaje tuviste más dudas o te costó más construir?

—La mujer, sin dudas. Opté porque el narrador no fuera omnisapiente, que estuviera en la misma posición que el lector y el mismo doctor (que también nos da su versión). No se conoce nada más de ella que lo que ella dice. No se sabe qué siente, ni qué piensa. Ella es su relato, o un texto a descifrar. Y pone al doctor, al narrador y al lector en la tarea de decidir si le cree o no. En ella se juega por entero un eje central de esta historia y es la cuestión de si es posible construir una verdad, respecto a una tragedia personal (que siempre también es comunitaria porque impacta en la trama social) cuando el discurso jurídico fracasa, o vacila, o no se expide. ¿Y cómo deducimos un sujeto y su circunstancia si sólo contamos con su palabra, y ésta no es verificable en la realidad o no se puede “probar”? Fue trabajoso construir un personaje que es puro semblante, es una máscara y de la cual, quien escribe tampoco sabe nada. Debo decir, que el final fue para mí un descubrimiento que me dejó muy sorprendida. Si logré trasmitir mi propio asombro, seguramente quien la lea tendrá una experiencia similar.

—Tuviste una precisión casi obsesiva al describir personajes y estados de ánimo, ¿de dónde dirías que viene esa capacidad de observación?

—Tu pregunta me suscita algo que nunca antes pensé: soy muy distraída de los detalles materiales o físicos, soy mala fisonomista, puedo hablar horas con una persona y no recordar luego cómo estaba vestida, o de qué color era su cabello, o si tenía barba o bigotes, aros o sombrero. Quizás esa distracción se deba a una particular atención puesta en lo que se conversa y mucho más si la conversación trasmitió afectos de algún tipo. Verdaderamente me interesa, y observo con atención, los modos infinitos que las personas tienen de arreglárselas con la existencia. Cuanto menos juicio de valor se aplica, más uno descubre. Siempre me admiro de la enorme variedad de presentación de lo humano. Es una aventura descubrir en el otro a una persona. Yo tengo una relación con las historias que narro, muy parecida a la que tengo con mis sueños cuando los recuerdo: sé que son míos y que yo los soñé, soy su autora, pero lo que en la escena onírica sucede, lo que los personajes dicen y hacen, es totalmente ajeno a mi voluntad. Son y no son míos.

—Tomándonos del epígrafe de Clarice Lispector del principio, ¿es posible ubicar a Elisa Bellmann en los puntos de vista o actitudes de algunos de los protagonistas?

—No en los personajes, sí en la historia. Aunque es inventada, para mí es verdadera, es decir la historia dice de mi posición respecto a la construcción de la verdad: acentúo el “re” conocer. Eso dice Lispector y por eso ese epígrafe es para mí tan significativo: que cada uno reconozca la historia en sí mismo.

—Es muy interesante como hacés jugar el tema del doble (o el de las identidades usurpadas) con las gemelas junto al de la represión de la dictadura –te desaparecen o desaparecés–, ¿cómo surge ese enlace?

—Confieso: La cuestión de la gemelidad, me atrae sobremanera, tengo una debilidad con ese asunto. Ahora bien, cuando en la historia tomé la decisión de que la mujer que viene a la consulta sea una hermana, y gemela de la víctima, no calculé todo lo que el personaje, por ser gemelo, permitiría desplegar; y en ese punto, se enriqueció la trama en torno al tema del doble. El enlace que sugerís es algo que sucede gracias a la publicación, recibir interpretaciones y lecturas que superan ampliamente la propia visión que como autora tengo respecto a la novela. Lo curioso en tu sugerencia es que ella elige, si podemos otorgarle algún libre albedrío al respecto, desaparecer para salvarse, desaparecer para que no la desaparezcan; al menos es una de las conjeturas del doctor. Justamente ella, que es una víctima doble de la dictadura: hija de un represor y perseguida por ser militante universitaria. Está en las dos veredas. Es una encerrona trágica.

¿Considerás que pudiste poner todo aquello que anhelabas en la trama?

—No. Todo lo contrario. Si algo aprendí escribiendo esta historia es cuánto gana un relato cuando el escritor accede a renunciar a mucho de lo que anhela escribir. Si el autor renuncia a sus anhelos personales, los personajes se independizan, cobran vida, hablan y actúan por sí mismos. El trabajo más intenso y difícil en cada corrección y en cada borrador fue podarlo, perder trozos enteros, fragmentos que me causaban a mí un gusto enorme, pero que a la historia le sobraban. Podría escribir otra novela con todo lo que recorté de ésta.

¿Dirías que el pasado es sólo la versión que cada uno puede dar de él?, y de ese modo ¿es posible que se restañen las heridas?

—No, diría a riesgo de parecer barroca, que el pasado es su versión. Se constituye como pasado en la medida que es versión, relato, historia, mito incluso. En esa versión que es el pasado, confluyen múltiples miradas y múltiples puntos de vista, pero también oquedades, puntos ciegos, agujeros negros. Ese conjunto es inestable y es susceptible de ser reorganizado si se le quitan datos falsos o agregan elementos que faltaban, arrojando otro resultado, otras consecuencias. Por eso sostengo que es lo único que una persona puede modificar, aunque parezca absurdo porque tendemos a afirmar lo contrario y de modo contundente: “lo pasado, pisado”. Y justamente, con lo que nos chocamos todo el tiempo es que, con harta frecuencia, el pasado no pasa, más bien está esperando, sediento, de organización. Entonces sí, es posible que se restañen heridas, pero también que aparezcan las justas razones de algunas que sangran espontáneamente y no cicatrizan. A veces con la comprensión llega el alivio, otras veces con un develamiento llega la posibilidad de sancionar lo ocurrido, y eso es la justicia que restañe.

—¿Cómo convive la escritura literaria con tu profesión, te inclinás más por alguna o actúan como puentes?

—Alguna vez pensé que eran incompatibles, que competían entre sí y que debía inclinarme alternativamente hacia una u otra. Ahora pienso distinto. Lo que queda para mi intimidad es descubrir qué territorios unen esos puentes.

—¿Se abre o se cierra un capítulo de tu vida con esta novela?

—Creo que está en el medio de mi vida, separa un antes de un después.  Tal vez esta novela sea mi punto de inflexión, mi “cima particular” como dice (Marcel) Proust, que abre y cierra. (Roland) Barthes habla de “el medio de la vida”, citando a Dante, que no es el cálculo de una mitad aritmética, sino un punto que separa dos líneas divergentes y que se relaciona con el descubrimiento de la muerte como real.

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