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El viajante: una fábula “reparadora”

Ganadora del Oscar a mejor película extranjera “El viajante”, del iraní Asghard Farhadi, propone un drama sobre un conflicto matrimonial acicateado por los férreos preceptos de la teocracia local, que desemboca en una suerte de enseñanza moral.


El realizador iraní Asghar Farhadi cobró notoriedad mundial esta última semana por no ir a recibir en persona su Oscar a la mejor película extranjera (de habla no inglesa) por El viajante y enviar en su lugar una misiva de rechazo –leída públicamente durante la entrega– a las políticas anti inmigratorias y anti musulmanas de Donald Trump. Farhadi ha venido cosechando elogiosas críticas y aceptación de un amplio espectro de espectadores universales merced a un par de títulos anteriores de circulación más masiva, sobre todo por la premiada en Cannes La separación, intenso retrato de la clase media iraní que navega a media agua entre las férreas y medioevales creencias de la teocracia local y una conciencia crítica asociada a la sensibilidad y a las prácticas liberales en su sentido político más aceptable.

Como ya parece ser el tema de su preocupación –basta pensar en las conocidas aquí El pasado (2013) y A propósito de Elly (2009)– en El viajante también Farhadi trabaja sobre una crisis matrimonial que debe parte a las dificultades económicas generales y al lugar como artistas de ambos, actores semiprofesionales de una compañía que está representando la obra La muerte de un viajante, el clásico del dramaturgo norteamericano Arthur Miller, donde las cuestiones morales y éticas tienen un peso fundamental en la definición de los actos de sus personajes.

Farhadi traza una línea en paralelo entre la ficción de la representación teatral dentro de la ficción de su película y la realidad de las acciones de sus protagonistas en una paleta de sutiles pero eficaces matices. Todo dentro de un esmerado naturalismo –en la construcción de planos y secuencias–, más rítmico que lo que cierta tradición del cine de su país acostumbra, se diría más occidental, en todo caso. Esta vez la crisis se disparará a partir de una mudanza de vivienda que la pareja de Rana y Emad deben hacer luego que debieran dejar su anterior casa con premura. Ya complicados por el delicado equilibrio entre plasmar algunas miradas que harán cobrar relieve a esta versión de la obra de Miller –acicateados por la censura cultural oficial que limita la profundidad en la construcción creativa– y el malestar que provoca la falta de oportunidades laborales –Emad también es docente de un colegio secundario– que no permiten la movilidad social, ambos aceptan con no muchas ganas un apartamento en un edificio que les ofrece el director y actor de la compañía a la que pertenecen. Una vez allí, un episodio incidental hará que la tensión inicial –que surge porque una habitación todavía contiene pertenencias de la anterior inquilina, que se niega a retirarlas– se dispare de modo incontenible y todo se torne en una deriva que resultará, a su manera, fatal.

El hecho en cuestión es que Rana será atacada mientras toma una ducha –habiendo abierto antes el portero de su departamento que acababa de sonar pensando que se trataba de su marido– por un desconocido, quedando con heridas de consideración. La mecha ya fue encendida y la mujer, una vez recuperada físicamente, cargará con secuelas psicológicas que irán profundizándose a medida que Emad se muestre cada vez más desconcertado por su actitud intolerante, que parece ocultar algo más. Es aquí entonces que Farhadi propone una serie de vericuetos argumentales donde lo subrepticio tiene un lugar central. La duda de Emad de hasta dónde llegó el ataque a su mujer es trasladada al espectador mediante las evasivas y el carácter intransigente de Rana, de su caída en picada en un estado absorto y sufrido y de la resistencia de ambos a denunciar el hecho. Lo que inevitablemente lleva a pensar que en el contexto de una sociedad erigida en preceptos rígidos que son motor y esencia de su constitución, un suceso de estas características resulta como llevar un explosivo entre las manos. Las señales que van manchando ese contexto ya fueron sembradas aquí y allá desde la inocente burla inicial mientras los actores ensayan La muerte de un viajante, donde una actriz berrea porque cree que sus compañeros se ríen de su rol de prostituta, hasta la revelación crucial de que la antigua inquilina del apartamento que habita ahora la pareja era una mujer promiscua con muchos amigos. Los trazos inequívocos de control social y religioso, de prejuicios, de un machismo a la usanza oriental van calando hondo en la figura de Emad, quien iniciará una frenética búsqueda del hombre que invadió su hogar y atacó a su mujer, corriéndolo de la sensibilidad social que portaba su presencia y acercándolo a un obsesivo cazador de una presa. Aunque no de manera inconsistente, esta variación afecta la trama porque tergiversa el carácter de Emad, quien se atreve a manifestar su malestar sólo en las líneas de diálogo de la obra y no en la vida real, y deposita en Rana el rol más desprejuiciado, el de la compasión y el de la templanza para no erigirse en juez y verdugo de nadie. Farhadi ya demostró ser afecto a este juego en el que la mujer –algunas mujeres, por cierto–, objeto de parte del dispositivo de sometimiento en sociedades como la iraní, adopta y sostiene un lugar distinto al otorgado por los hombres. Así las cosas, la insistencia de Farhadi de llevar la acción a una suerte de fábula moderna con su consiguiente enseñanza, haciendo carne en los personajes la extralimitación de sus acciones “reparadoras”, empaña un tanto la sustancia narrativa expuesta pero a la vez no deja de relevar un estado de cosas en una sociedad atrapada en su oscurantismo, manifiesto en la actualidad por algunos hábitos occidentalizados –nada buenos y procreados por la globalización– y atravesados por una recalcitrante opacidad moral.

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