Espectáculos

“The handmaid’s tale”

El resguardo del patriarcado

“The handmaid’s tale” despliega una trama tenebrosa y opresiva a partir de una reconfiguración violenta de la sociedad estadounidense donde las mujeres son privadas de todo derecho y dispuestas en nuevas clases sociales subalternas.


Por Gustavo Galuppo / Especial para El Ciudadano

The handmaid’s tale es, sin dudas, una distopía, pero con todo aquello que hoy supone este subgénero del fantástico. No se especula tanto acerca de lo posible de un futuro nefasto, sino que se transfigura la actualidad para volver extraño lo naturalizado. Basada en una novela de la escritora canadiense Margaret Atwood escrita en 1985, la serie despliega una trama tenebrosa y opresiva que se postula a partir del supuesto hecho de una reconfiguración política violenta de la sociedad estadounidense. Tras una revolución inusitada, Estados Unidos pasa a llamarse Gilead, palabra bíblica que hace alusión a la alianza o al pacto entre enemigos realizada según la tradición religiosa de pueblos semíticos en honor al dios. Y es que Estados Unidos, bajo el control de un gobierno extremista cristiano, pasa abruptamente a reconfigurarse como una nación teocrática hipermilitarizada cuyo fundamento totalitario es el resguardo del patriarcado como base de la sociedad. Frente a ciertas amenazas relacionadas con el deterioro ambiental del planeta y con la progresiva pérdida global de fertilidad de las mujeres, un grupúsculo del poder toma las armas, asalta el Congreso, el Pentágono y la Casa Blanca, y establece un nuevo orden ostensiblemente patriarcal que pierde ya toda las composturas hipócritas del antiguo modelo (antiguo modelo igualmente patriarcal, y no del todo más moderado, pero sí más creíblemente “mentido” bajo la pátina escabrosa de un bienestar forjado en los juegos mercantiles del dominio y la sumisión). Uno de los aciertos mas perturbadores del relato es poner tempranamente en escena un diálogo privado entre un par de los varones poderosos que planean la reconfiguración del país; diálogo  en el cual, sin reparos ni atenuantes, esgrimen la utilidad del planteo religioso para legitimar la barbarie a perpetrar, pero asumiendo que en ellos nada hay de motivación mística, ni mucho menos de fanatismo irracional, sino, apenas, ansias de vencer con todas las armas.

Allí entonces, en esa nueva estructura gubernamental teocrática, las mujeres son privadas de todo derecho según lecturas bíblicas (no pueden manejar dinero, ni tener propiedades, ni leer, ni escribir), y dispuestas en nuevas clases sociales jerárquicas , siempre subalternas según un orden esclavista al interior de ese nuevo ordenamiento teocrático. El eje, tanto en la serie como en la novela (y como en la adaptación que ya hiciera el desparejo Volker Schlondorf en la película aquí distribuida como La furia y el éxtasis), es la clase social ahora denominada las “criadas”. Esas criadas son las mujeres aún fértiles, y que son destinadas al encierro dentro de las estructuras familiares reconfiguradas de los poderosos. Su función, la de las “criadas”, es estrictamente ser violadas repetidas veces por los patrones hasta quedar embarazadas y dar a sus hijos para la propiedad de las nuevas elites cuyas “esposas” no son fértiles. La puesta en escena del ritual de la violación es, sin lugar a dudas, una de las situaciones mas incómodas, absurdas e indignantes que se hayan visto jamás en la series.

En The handmaid’s tale el eje del relato es el calvario de June Osborne, reabutizada Defred, como criada de la familia Waterford. June está interpretada por la gran Elisabett Moss, que merece mención aparte no sólo por esta performance alucinante, sino también por su maravillosa interpretación de Peggy Olson en Mad Men (aún una serie inalcanzable por su maestría cinematográfica) y como Robin Griffin en Top of the lake (de Jane Campion, también virtuosa y bella).  Elisabett Moss, componiendo un personaje cargado de contradicciones desde el mínimo gesto facial, es en gran medida el sostén indiscutible de la apabullante densidad de The handmaid’s tale.

Pero en The handmaid’s tale el carácter profundamente perturbador del planteo y la tan crispada como contenida interpretación de Moss no son todo lo que la convierte en un acontecimiento inusual. Pocas series, hoy, ostentan un rigor en el tratamiento dramático y expresivo de la imagen y en la sutil articulación del montaje y el sonido. El rojo riguroso del traje de las “criadas” se torna imborrable, contrapuesto con violencia poética al verde azulado general de los ambientes solitarios a veces tan a lo Edward Hooper, y ocupando con ellas, ese tan particular “rojo-criada”, siempre el centro de encuadres simétricos y asfixiantes que se oponen (y las oponen) a un desencuadre general. The handmaid’s tale está plaga de detalles, de sutilezas, de pequeños desbordes sensibles, visuales y sonoros, que escapan victoriosamente a lo a veces bastante discursivo del relato (este pequeño problema, el de cierta discursividad innecesaria y evidentemente “correcta”, aparece sobre todo en los primeros capítulos de la segunda temporada, pero pronto se remonta nuevamente el tratamiento y eso no pasa de ser un detalla menor sin consecencias).

The handmaid’s tale, como se decía al comienzo, es una distopía. Una hipérbole de la estructura patriarcal, una elucubración fantástica en torno a un posible futuro próximo y cercano, un extrañamiento de la barbarie. Pero como también se decía, y por eso esta serie es tan perturbadora, la barbarie no es aquello terrible que pueda sucedernos en el futuro, sino que la barbarie es que todo siga siendo como es ahora. La serie The handmaid’s tale, por eso, no alerta sobre un futuro posible, sino que nos habla cara a cara de nuestro presente, ese tan terrible que nos tiene cada vez más cercados.

A fin de cuentas, en una realidad como ésta, la distopía pierde su fuerza originaria y ya casi no es posible, y tal vez eso no esté mal, porque entonces lo que recobra valor es la utopía, que no sería lo que no se puede, sino lo que no está permitido por las élites dominantes.

Actualidad de la distopía

El carácter de la distopía tiene en general un funcionamiento contradictorio, lo cual es, en realidad, su verdadero valor disruptivo. La distopía habla de un futuro indeseado, pero futuro que a fin de cuentas no es otra cosa más que la cristalización de todo lo indeseado que ya se manifiesta en el presente. Plantear una distopía, entonces, es elucubrar un futuro de rasgos fantásticos a partir de lo peor del presente, de todas sus injusticias y de todas sus barbaries ya puestas en ejecución a la vista de todos. El origen puede encontrarse allá por el siglo XIX, cuando el despliegue del capitalismo y la explosión de la revolución industrial prometían futuros vivibles, pero al mismo tiempo comenzaban a visibilizar lo peor de la desigualdad y de la opresión. Por eso es que hoy la distopía cambia de sentido. Si en aquel momento la distopía suponía hacer elucubraciones negativas hacia el futuro a partir de la positividad aceptada de un desarrollo (tecnológico o económico) de esa coyuntura, hoy supone en cambio afirmar lo peor de un presente que ya hace ostentación de todo lo impensado. Allí (aquí), la barbarie no es lo que puede venir, no es ya lo que pueda elucubrarse de modo fantástico sobre un porvenir nefasto, sino que la barbarie es, simplemente, que las cosas sigan siendo como son ahora. Por eso es que más que nunca, hoy la distopía abandona su carácter de especulación futurista para hablar cara a cara con el presente, para mostrarse como su reverso turbio, como su espejo negro, como una hipérbole de la actualidad que, sin más, pone de manifiesto lo que hoy ya está presente, pero que por naturalizado pasa por invisible. La distopía, así, hoy se confunde con la metáfora.

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