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“El Reino”, una ventana a ese atroz claroscuro donde nacen los monstruos

La serie argentina de Netflix estrenada el viernes último, que lleva la firma de la dupla integrada por Marcelo Piñeyro y Claudia Piñeiro, con un elenco de lujo, se mete en los pliegues más siniestros de un poder edificado entre la política y la religión


Deben pasar algunos capítulos de la miniserie El Reino, que desde el viernes último está disponible en Netflix, para que todo adquiera sentido, para que las digresiones narrativas minuciosamente urdidas se encausen, y todo pasa a partir de una frase que se escucha, contundente y ligada al conflicto, cuando alguien dice: “No importa la verdad, lo que importa es el show”.

Un magnicidio es el disparador de una historia de ficción en la que la realidad empuja, acelera, espía por la ventana a eso surgido de la imaginación, convertido en un thriller político. La avezada pluma de Claudia Piñeiro se junta con el ingenio del productor y realizador Marcelo Piñeyro además del aporte de Miguel Cohan en la dirección, quien ya había llevado al cine la novela de Piñeiro Betibú. Juntos arman un dream team de lo que parece necesitar hoy la ficción argentina para interesar: una historia más potente que las habituales, más cercana a lo real, menos condescendiente y hasta incluso por momentos incómoda.

La de El Reino es una historia que se anima a caminar por la cornisa de lo que supone la corrección política, una historia que si bien no abreva en un caso real y concreto, mucho de lo que acontece en las democracias de Latinoamérica del presente encuentra un eco en esa trama que muestra lo siniestro detrás de una aparente pulcritud de los que ostentan la fe como bandera.

Lo que oculta una iglesia evangélica detrás de sus muros (literal y metafóricamente), mixturado con los “salvados” por la fe de los pabellones evangélicos de las cárceles, en medio de una elección presidencial donde un poderoso servicio yanqui construye un candidato, a lo que se suman la idea de redención, una justicia maniatada y, a borbotones, unos pocos destellos de dignidad que aparecen y se esfuman en algunos de los personajes en la medida en que los fanatismos propios y ajenos así lo permiten, edifican la trama de El Reino, la serie más vista de Netflix por estas latitudes del fin de semana, y todo es ganancia.

El regresado Daniel Kuzniecka es el candidato a presidente de la Nación Armando Badajoz, cuyo compañero de fórmula es el pastor Emilio Vázquez Pena (Diego Peretti), casado con la pastora Elena, en manos de la descomunal Mercedes Morán. El primero muere a manos de un “fundamentalista” del fuero propio en un acto de campaña y las sospechas, como una mancha de aceite, empiezan a disparar los nombres de posibles autores intelectuales en medio de la estampida generada en el riñón de la institucionalidad del país. Lo demás, gracias a la inteligencia de Piñeiro, es un vaivén de instancias en el borde del borde, condimentadas por lo jugoso que resulta desnudar las subtramas que suponen la fusión de política y religión, una puerta que, una vez abierta, se vuelve imposible de cerrar.

Pero todo es ganancia porque El Reino aparece en un momento en el que la ficción argentina necesitaba un espaldarazo, un éxito de esta magnitud, la confianza manifiesta para poder volver a producir contenidos en el país y generar trabajo para cientos de personas, porque si hay algo que abunda es talento. Y en un momento estratégico: es un año electoral en la Argentina, algo que algunos ven con cierto dejo de especulación sin poder eludir la tan mentada grieta, que acá es más amplia porque pone en tensión el bien y el mal.

Hay en el material, de impecable factura técnica y con una minuciosa dirección de arte, un casting de lujo, que a los roles principales suma a Joaquín Furriel, un monje negro, un “brujo” que se esconde detrás de los pliegues del poder; Chino Darín, un desencantado de una vida anterior que sueña con poder cambiar las cosas seducido por la fe; Peter Lanzani, una especie de apóstol conductor de la salvación y la esperanza, y Nancy Dupláa, una vez más descollante, como una fiscal que cree en la Justicia pero ve como se desmorona y la corre del centro de atención. Pero no sólo eso; otros actores de gran talento, algunos de vasto recorrido teatral como Lorena Vega y Patricio Aramburu, o el siempre a la altura Alejandro Awada, entre más, hacen grandes aportes a la cuestión.

A lo Dan Brown, tramas y subtramas construyen una red narrativo-dramática que va in crescendo y se sustenta también en la sorpresa, en la presencia insoslayable de la muerte que late, y sobre todo, en lo oculto e inconfesable que hay detrás de lo que se ve: una puesta en escena de la realidad que no es la realidad, porque “lo que importa es el show”.

De hecho, algo huele a podrido en algunas democracias del presente, es algo ligado a las mentiras que se cuelan de los totalitarismos que trajo de regreso la era de la posverdad, el neofascismo que transitan algunos países europeos sumado a gobiernos delirantes como el de Trump o Bolsonaro traen al debate contemporáneo las siempre vigentes lecturas de Antonio Gramsci acerca del fascismo, la moral en crisis y las reacciones de la derecha a épocas de transformaciones profundas como las vividas en Latinoamérica hace algunos años, que son sistemáticamente borradas o teñidas de una supuesta corrupción por los medios hegemónicos. No casualmente, antes de que la trama se ponga en marcha, se puede leer en la pantalla, previo al comienzo del primer capítulo, la contundente frase de Gramsci que invita a mirar el presente cuando dice: “El viejo mundo muere, el nuevo tarda en aparecer y en ese claroscuro surgen los monstruos”.

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