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Crítica teatro

El regreso del príncipe desencantado en la noche más oscura

El reconocido director y adaptador Patricio Orozco pasó este domingo por La Comedia con su versión de “Hamlet”, de Shakespeare, protagonizada por Alberto Ajaka al frente de un gran elenco, en la que ensaya una serie de estrategias para actualizar un texto que hoy más que nunca resuena en el presente


Un diálogo en el que se ponen en tensión y ejecución lo plástico, en particular un paisaje escénico bella e ingeniosamente iluminado que pareciera remedar los muros ajados y en ruinas del viejo Castillo de Elsinor, con la elocuente presencia de un puñado de actores de formaciones y recursos diversos pero todos de gran efectividad, a lo que se suma una adaptación interesante de dos horas cuarenta de duración, es el que propone el Patricio Orozco en su versión de  Hamlet, de William Shakespeare, clásico de clásicos que este domingo abarrotó una función en el Teatro Municipal La Comedia en medio de su no menos exitosa temporada porteña con funciones los viernes y sábados en el Centro Cultural de la Cooperación.

Con traducción y adaptación del referido director porteño, gran conocedor de la obra de Shakespeare dado que, entre otros cargos, es el presidente de la Asociación Latinoamericana William Shakespeare y director del Festival Shakespeare Buenos Aires, desde la adaptación, Orozco plantea dos caminos fundamentales con algunas atajos: por un lado una limpieza tal del texto original que permite al espectador enfrentarse a su métrica exacta y así poder escuchar lo que hay que escuchar de la obra, y por otro, ciertas licencias en relación con los personajes femeninos, corriéndolos del lugar algo misógino en el que siempre aparecieron a lo largo de la mayoría de las versiones que recorren los últimos cuatrocientos años de historia teatral.

Esta versión que implicó en principio poner a Gertrudis, la reina y madre de Hamlet, en una posición diferente a la que imponen algunas de las corrientes más arraigadas de la tradición dramática, está protagonizada por Alberto Ajaka, quien desempeña un trabajo que va de la desmesura a la contención para llegar a la congoja, por momentos tentado de coquetear con el absurdo (en la supuesta locura del personaje), pero siempre abordando grandes momentos tanto en los diálogos como en los monólogos interiores. El talentoso Ajaka, dueño de una voz y una presencia escénica que parece urdida para los personajes clásicos, está acompañado, desde los protagónicos principales, por Leonor Benedetto (una Gertrudis desolada), Antonio Grimau (un Rey Claudio oscuro y siniestro), Patricio Contreras (un disparatado Polonio) y Paloma Contreras (una Ofelia que quedará para siempre en la memoria), junto a Sebastián Pajoni (Laertes), Pablo Mariuzzi (Horacio), Hernán Jiménez (Osric), David Masajnik (Rosencrantz) y Sebastián Dartayete (Guildenstern).

Haciendo gala de esta afirmación del investigador y teórico polaco Jan Kott que sostiene que  “Shakespeare es como el mundo o como la vida, cada época encuentra en él lo que busca y lo que quiere ver”, Orozco singulariza algunos aspectos conocidos del torturado príncipe, como la búsqueda permanente de su identidad, pero potencia otros, como el complejo de Edipo con Gertrudis, su madre, del mismo modo que la ambigüedad de su relación con Horacio, su amigo entrañable, el único personaje con el cual hasta el final de toda la tragedia mantiene un rasgo de confianza que se matiza con algo de un deseo trunco entre ambos que pareciera que siempre estuvo ahí.

Pero además, el director y adaptador ejerce una potencia inusual desde el texto para remarcar un tiempo de poder y corrupción cuya estructura pareciera agrietarse como los muros del castillo, algo que encuentra una caja de resonancia inevitable en el presente. Desde la lógica propia de lo que cuenta la obra que en cierta medida parte de esa frase inquietante de Hamlet a Horacio cuando le dice, en relación con la boda de su madre y su tío tras la muerte de su padre y el fantasma de éste que lo atormenta y le pide justicia, “los pasteles funerarios han sido el plato frío de la boda”, hasta la sangría trágica de los momentos finales donde todo se precipita para el lado de la muerte, todo parece pasar en el presente, y hay guiños e inflexiones en los parlamentos que así lo indican. Aparece más que nunca en esa corruptela palaciega un gusto amargo a presente, un descubrimiento infrecuente de una contemporaneidad que aplasta y que en principio encierra toda categoría de clásico, pero más que otros Hamlet, que cada tanto reaparece, como el fantasma de su padre, para recordar, como en un espejo, que esos personajes marcados por la traición, la avaricia y el deseo de una salvación personal, no están tan alejados de otros más cercanos. Y que eso que olía a podrido en Dinamarca sigue oliendo a podrido a la vuelta de la esquina.

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