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El pulso de la adrenalina

En Vivir al límite, favorita con ocho nominaciones al Oscar, Kathryn Bigelow se interroga sobre la adicción al riesgo de los soldados norteamericanos a partir de un equipo de elite que desactiva bombas en Irak.

Como parte de un ritual, el sargento se camufla en un traje como el de un astronauta antes de sumergirse en el riesgo extremo.
Como parte de un ritual, el sargento se camufla en un traje como el de un astronauta antes de sumergirse en el riesgo extremo.

Juan Aguzzi

Las guerras estadounidenses actuales suelen tener correlato y sostén en el cine de su país (la tuvieron las antiguas y las tienen las contemporáneas). Claro que no todo ese cine atiende las razones de Estado para que esas contiendas se extiendan en el tiempo y así explotar más y mejor los recursos naturales del país o la zona ocupada (la reciente decisión de Obama de aumentar el número de tropas en Afganistán lo corrobora).

Algunos films atienden otras razones, las que tienen más que ver con el espíritu belicista del soldado norteamericano, con las patologías que cristalizan en su mente y que representan una idea de Nación, o de cómo esta Nación sustancia en sus hombres la necesidad de las guerras (no importa contra quién) provocándoles una intensa adicción, una más a las tantas a las que son tan afectos gran parte de los norteamericanos medios: las drogas, el dinero y el sexo fácil, la comida basura, entre otras; una adicción tan irrefrenable como las mencionadas pero con una dosis magnética de adrenalina.

Basada en la investigación de un periodista que estuvo en Irak, Vivir al límite, el nuevo film de Kathryn Bigelow, una cineasta con una carrera despareja pero atendible, que se acerca bastante a la figura de autora con títulos como Punto Límite –sobre la amistad masculina y la seducción del peligro–, o Cuando cae la oscuridad –donde también discurría sobre la violencia y la amistad en los vampiros–, dispara en la dirección de esos tópicos y se interroga acerca de cuáles podrían ser los motivos por los cuales buena parte de los soldados norteamericanos “aman” la guerra, aun a sabiendas que eso significa amar el infierno y del que probablemente no salgan.

Pero no sólo de esto va el film de Bigelow –que junto a Avatar cuenta con nueve nominaciones a los Oscar–, sino que expone con inusitada crudeza el padecimiento de algunos de esos soldados, sus quiebres ante la descomposición moral que viven a diario ante tamaño desborde de violencia en las calles iraquíes –desde un punto de vista subyacente pero nada menor, Bigelow pone en evidencia que el ejército norteamericano sufre la hostilidad y la resistencia de todo el pueblo iraquí, independientemente de las facciones de que se trate, y es elocuente en ese sentido una de las escenas finales en la que varios niños arrojan piedras al paso del camión-tanque–; una violencia que los va poniendo en situación de advertir que la experiencia de la guerra y hasta cierta temeridad los hace ineficaces para las cuestiones simples y estimulantes de la existencia, como llevar adelante la idea de tener un hijo en su vida civil, o, como ocurre con otro de los protagonistas, toparse con el desvarío y la tensión insostenible que lo hace presa cuando no sabe si al día siguiente un explosivo o un disparo certero terminará con su vida.

La acción tiene como eje un reducido cuerpo de elite del ejército norteamericano que se dedica a desactivar bombas en las calles de una devastada Bagdad. Allí llega, en reemplazo de un colega despedazado por uno de estos artefactos, el sargento James, que desde su primera tarea demuestra un absoluto desprecio por su vida, alguien que ni siquiera toma los recaudos suficientes –como estar comunicado por radio con sus camaradas– cuando comienza a lidiar con los cables de un explosivo disimulado entre los escombros de una arteria cualquiera.

Como pocas, la cámara nerviosa de Bigelow persigue a estos hombres sin descuidar el entorno y el fuera de campo que muestra a los iraquíes viendo como un verdadero show la misión de estos soldados y que, además, resalta la paranoia de los mismos soldados que creen ver, en cada uno de los árabes, un potencial conspirador o insurgente. Se trata de una cámara casi muscular –tanto como los atléticos cuerpos de los soldados–  que propone una puesta en escena bañada de adrenalina, de movimientos espásticos que dejan en claro la desmesura del riesgo y al mismo tiempo la dimensión del sinsentido en que esos hombres se juegan la vida.

Pero también esa escenificación de la violencia contenida y expresa –cuando no están desactivando explosivos estos hombres se pelean borrachos en sus barracas como disfrutando de un juego favorito– devela el estado de salvajismo que les es propio a los soldados que combaten en estas guerras, el estado imperante del espíritu que los anima (y al que los anima el gobierno de su país) y que Bigelow grafica detalladamente cuando un comandante de un escuadrón pregunta al sargento James cuántas bombas ha desactivado, y lo felicita como un “buen salvaje” al enterarse que ya lleva la friolera de casi novecientas. Este rasgo belicista, esta afección al peligro, esa apuesta de alto impacto visual ya está presente en todos los films de Bigelow y es, podría decirse, su marca de fábrica, su preocupación ética y su estilo.

Sólo que en Vivir al límite, la directora se corre de la individualidad y de los contornos geográficos de sus otras obras y estiliza ese ritual en el corazón mismo de la violencia institucionalizada, la que despliega un Estado en su afán conquistador. Una ceremonia que alcanza su máximo esplendor cuando el sargento James se camufla en un traje que parece el de un astronauta, pero que entorpece tanto su caminata y su trabajo que en las tareas más delicadas termina quitándoselo –como cuando el líder de los surfistas asaltantes de Punto límite se despreocupa de su traje protector al encarar la “gran” ola–, poniendo el cuerpo mientras suda entre la maraña de cables dentro de un auto atestado de bombas.     

Con menos producción que las anteriores –costó sólo 15 millones de dólares, un presupuesto exiguo si se tiene en cuenta que Avatar, con la que competirá de igual a igual en los Oscar, costó 300–, en Vivir al límite, Bigelow hace gala de una austeridad que pone a prueba su destreza por no desviar la atención con la gama de artilugios con que se solazan la mayoría de películas del género; los desplazamientos, las escaramuzas, las tensas esperas para dar con el lugar desde donde vendrá el próximo disparo, se exponen en planos directos y desprovistos, jugados casi con la misma incertidumbre que tales situaciones plantean. Deudora de cierto clasicismo narrativo, en Vivir al límite Bigelow expande esa frontera haciéndola funcional al clima claustrofóbico y circular de la Guerra de Irak; casi como se evidencia en el deseo de los hombres del equipo, en los que no ven el momento que llegue el reemplazo, y en el que no sabe vivir civilmente y sólo necesita oler la sangre derramada en tierra extranjera.

Como se sabe, la tolerancia a la autocrítica y a las expresiones culturales adversas a la política oficial de los miembros de la Academia (que es el de su país todo) pusieron a Vivir al límite a disputar en las grandes ligas fílmicas.

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