*Claudia Lorenzón/Télam
El “pole dance” o “baile del caño”, que trascendió como una disciplina ligada a la exhibición de mujeres en ámbitos prostibularios, cobró en los últimos tiempos una nueva dimensión como experiencia reparadora y de empoderamiento, en espacios donde las mujeres trabajan la reconexión corporal unida a la sensualidad, especialmente, quienes han sufrido situaciones de abuso o prostitución, como revelan la antropóloga Mayra Lucio, en su libro “Desobedientes” donde aborda la experiencia del tuerc, y Mariana Haedo, fundadora de un centro de pole dance, en Belgrano.
A la luz de los feminismos y de los activismos que reclaman el derecho a la autonomía de los cuerpos, hay prácticas que habilitan nuevas lecturas de representación. Esto ocurre con el pole dance, porque si en primera instancia aparecía como una danza que mercantilizaba los cuerpos en espacios que promueven la cosificación como prostíbulos o la televisión, en el último tiempo emergieron otras experiencias que releen este baile en términos de liberación y superación y se reapropian de la idea del sometimiento o exhibicionismo para convertirlo en herramienta de autoconocimiento, deseo y acción colectiva.
Así lo identifica en diálogo con Télam la antropóloga feminista Mayra Lucio, que investiga específicamente la danza del tuerc o perreo en mujeres y personas LGBTIQ+: “En el pole dance, que suele ser una danza
hipersexualizada por entornos masculinos patriarcales y que expresamente se baila en los circuitos prostibularios, tiene mucho peso la generación de otros contextos posibles enmarcados desde el feminismo y ya no desde la lógica de consumo-descarte”.
Integrante del Equipo de Antropología del Cuerpo y la Performance de la UBA, Lucio considera que el arte, y más aún la danza, “suele ser un gran aliado en estos procesos” sanadores y sostiene que estas prácticas
corporales “nos reconectan con el cuerpo presente, nos devuelve la integración corporal- emocional-mental, por lo que a nivel psicofísico una danza puede resultar muy saludable y reparadora para quien la baila”.
La vivencia liberadora del pole dance llegó a la plataforma Netflix en el documental “Despójate, elévate” (Strip Down, Rise Up) dirigido por Michéle Ohayon, donde mujeres que han sufrido abuso, infidelidad, o han tenido que ocultar su verdadera orientación sexual, exponen sus dolores y angustias para recuperar su autoestima en un ámbito protegido y seguro, lejos de la mirada masculina.
Así aparece la historia de Evelyn, de 50 años, madre de dos hijos y viuda desde hace menos de dos años y que, en pleno duelo por la muerte de su esposo al que amaba profundamente, descubre que le había sido infiel. Ante el temor de ser rechazada, Lisset lamenta no haber podido confesarle a su padre -fallecido recientemente- su homosexualidad, y comparte este dolor en un círculo junto a otras mujeres de distintas edades, etnias y orientaciones sexuales, en la academia de pole dance S Factor, de la actriz Sheila Kelley, donde buscan reivindicarse y dejar atrás el miedo, la vergüenza y la culpa, liberando sus cuerpos, ataviadas con lencería de encaje.
Con esa orientación, la actriz e instructora de pole Mariana Haedo lleva adelante un experiencia similar y exitosa en el barrio porteño de Belgrano, como directora y fundadora de “Ypsilon Pole”, al que asisten mujeres de todas las edades y profesiones, partiendo de “las fortalezas que cada una tiene para superar las debilidades, a través del trabajo en equipo y el soporte de compañeras e instructoras”, manifiesta en diálogo con Télam y cuenta que la difusión de esta práctica se inició con la bailarina canadiense de strips clubs Fawnia Dietrich, que en los 90 comenzó a enseñarle la disciplina a sus compañeras, y en el año 95 se alejó de los night clubs para enfocarse en el pole dance como arte y deporte.
“Las mujeres ven en esta actividad una forma distinta, completa, divertida y sensual de hacer ejercicio, y sin importar los cuerpos ni los prejuicios encuentran un lugar donde pueden crear, bailar, y hacer cosas que jamás hubieran pensado”, explica Haedo.
Esta disciplina “une la acrobacia y la danza, la coordinación, la fuerza y la elongación, y como necesita de una conexión con uno mismo, en cada clase se da una unión especial entre las que participan, y al ir apareciendo las destrezas y sensualidad que todos tenemos, pero no sabemos, comienza la sanación”, asegura Haedo.
“El pole es terapéutico y empodera a la mujer más allá de su actividad: a mi estudio vienen mujeres de todo tipo y profesiones, porque de alguna manera nos hace adueñarnos de nuestros cuerpos y tomar el control sobre él y nuestra feminidad y eso genera una seguridad única”.
La actividad requiere, también en este ámbito, “el uso de ropa chica, dejando al descubierto gran parte del cuerpo ya que la piel es un agarre a la barra, y ayuda a la aceptación de nuestro cuerpo tal cual es”, explica
la instructora quien considera que desde ese lugar “deja de ser una actividad para seducir con fines sexuales, y empieza a ser un desafío personal, donde no hay techo para lo que cada mujer pueda lograr con su cuerpo”.
Como contrapartida, “al generar fuerza y mejorar la postura, otorga seguridad a las personas que la practican, se vencen miedos y nos pondera: en cada clase se produce una camaradería libre de competencias y críticas produciendo un espacio de libertad”, dice Haedo y recuerda que la disciplina surgió en primer lugar en Canadá, Estados Unidos, Inglaterra y Australia; mientras que en 2003 se consolidó como deporte en Europa y para el 2005 llegó a Buenos Aires, siendo Argentina pionera en la región.
Al estudio de Haedo asisten desde hace 12 años, niñas de 5 o 6 años a mujeres de más de 50, que llegaron para vencer problemas de vértigo, amas de casas, empleadas de comercios, strippers, médicas, abogadas, psicólogas, mujeres que están o estuvieron en situación de prostitución y sometimiento y lograron salir adelante y hasta obtener un título universitario.
“Todas empiezan porque quieren hacer actividad física pero se aburren con las actividades convencionales. El pole no tiene grises a la hora de continuar, es un deporte que te enamora o directamente no te gusta, eso lo descubren la primera vez que vienen. Si se enamoran pasa a ser una forma de vida”, asegura Haedo quien trabaja junto a Verónica Villamonte.
Son clases grupales, pero la enseñanza es de “manera personalizada”, dice la instructora y agrega que cada una “tiene su espacio” y busca “que cada una pueda aprender viendo a las demás”, con una técnica “lo más artística posible, y “trabajando con secuencias y no con trucos separados”.
“Tratamos de que cada una se amigue y acepte su cuerpo tal cual es, al bailar tratamos de que cada una vaya descubriendo su sensualidad, que nada tiene que ver con solo frotarse en la barra, y de a poco cada una va superando sus propios límites”, afirma.
Con muestras anuales, al estilo de obras de teatro, y sesiones de fotos temáticas o salidas a hacer pole por la calle, Haedo organiza un cierre para afianzar el camino recorrido durante el año en ese centro, cuya cuenta de Instagram es: @ypsilonpoledance.
Enfocada a sondear en la danza del tuerc o perreo en mujeres o personas LGBTIQ+, Lucio investiga los efectos de esa disciplina, como experiencia catártica, en mujeres que se han prostituido o se prostituyen en la actualidad, quienes experimentan una “desconexión emocional para atravesar las situaciones de estrés cotidianas que se les presentan por la relación que se da con los llamados clientes y también, por la violencia policial y proxeneta”, dice.
“La metáfora recurrente es que “se van del cuerpo”, como si pudieran separarse de lo que le sucede al cuerpo de lo que les sucede a ellas. Según sus testimonios, a muchas les afecta la salud en distintos niveles: en lo que tiene que ver con lo emocional, muy vinculado a estados anímicos de depresión y pérdida de autoestima, así como a dificultades para conectar con el propio disfrute”, revela Lucio, investigadora del Conicet.
En su libro “Desobedientes” (Marat), Lucio da cuenta de estas experiencias y reúne testimonios de mujeres que pasaron por situaciones de prostitución para integrarlas con la teoría del cuerpo. La idea es “poder pensarnos desde una mirada no dualista: poder pensar que somos nuestros cuerpos, y qué pasa cuando se genera desconexión”, explica.
“Nada es mágico, y el sentido subjetivo que puede ofrecer varía, como toda práctica, su significado depende en gran medida del contexto”, afirma la investigadora, que invita a preguntarse sobre la palabra empoderamiento al considerar “clave la lucha feminista por la soberanía sexual y la reivindicación del placer, que muchas veces ha sido y es relegada, incluso dentro de los mismos reclamos feministas”.
“Un encuadre feminista entendido como un espacio de escucha, reciprocidad, contención y aliento entre les participantes construye contextos colectivos capaces de propiciar el fortalecimiento de la autoestima”, sostiene.
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