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El poeta del hormigón armado

Dicen que el prestigioso arquitecto brasileño Oscar Niemeyer, quien murió anteayer a los 104 años, sobrevivió a sus más acérrimos críticos, el mismo destino que tendrán sus obras.

Dicen que el prestigioso arquitecto brasileño Oscar Niemeyer, quien murió anteayer a los 104 años, sobrevivió a sus más acérrimos críticos, el mismo destino que tendrán sus obras. Sus construcciones son el testimonio de una época y tienen y tendrán la particularidad de no pasar desapercibidas, ya sea por su grandilocuencia, anticonvencionalismo y genialidad, como por su cierta frialdad y antifuncionalidad. El mayor exponente de su propuesta arquitectónica, por su dimensión, se llama Brasilia y es nada más y nada menos que la capital de Brasil desde 1960. El enorme trazado es un monumento a la modernidad dicen sus mentores y también a la burocracia misma, dicen sus detractores. Fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco.

Seguidor y gran promotor de las teorías arquitectónicas y de diseño del renombrado suizo nacionalizado francés Le Corbusier, Niemeyer es considerado uno de los personajes más influyentes de la arquitectura moderna internacional. Y se destaca como pionero en la exploración de las posibilidades constructivas y plásticas del hormigón armado.

Su sello quedó estampado en grandes íconos del siglo XX como son el complejo de la ONU en Nueva York, la sede del Partido Comunista Francés en París, el Sambódromo que alberga los desfiles del Carnaval de Río y el Museo de Arte Moderno en Niteroi, construido al borde de la bahía de Guanabara, que parece un platillo volador colgando de la costa rocosa.

Pero, sin duda, la ciudad de Brasilia es su proyecto más relevante por la magnitud de la propuesta.

La construcción de la nueva capital brasileña comenzó en 1956, siendo Lúcio Costa el principal urbanista y Niemeyer el principal arquitecto.

“Los ángulos rectos no me atraen. Tampoco las líneas duras e inflexibles creadas por el hombre”, escribió en sus memorias publicadas en 1998. “Lo que me atrae son las curvas libres y sensuales. Las curvas que encontramos en las montañas, en las olas del mar, en el cuerpo de la mujer que amamos”, poetizó.

Esas formas circulares dieron elegancia a Brasilia, la ciudad que abrió al mundo el vasto interior de Brasil desde los 60 y albergó desde entonces a la capital del país, trasladada desde Río de Janeiro.

Pero a la vez, sus grandes espacios vacíos, la frialdad del cemento en contraste con la naturaleza, y las dimensiones gigantescas de los edificios gubernamentales y las incomodidades para la vida cotidiana de miles de empleados públicos le valieron el mote de “pesadilla futurista”.

“La arquitectura de Brasilia es la mayor contribución brasileña al arte del siglo XX”, afirmó el diplomático y crítico de arquitectura André Correa do Lago.

Correa do Lago dijo que Brasil tiene contribuciones destacadas en diversas formas artísticas, pero la obra de Niemeyer en Brasilia es la principal manifestación creativa del país en el siglo pasado.

El escritor André Malraux dijo en su momento que las columnas del Palacio da Alvorada “son el evento arquitectónico más importante desde las columnas griegas”.

La nueva capital creció a ritmo vertiginoso hasta albergar en la actualidad a dos millones de habitantes, pero su diseño aún genera controversias.

Los críticos afirman que carece de “alma” tanto como de esquinas, mientras sus admiradores aseguran que sirvió para atraer vida hacia las inmensas sabanas del interior.

El crítico de arte Robert Hughes describe a Brasilia como una “utopía del horror” y sostiene que “el error básico fue dejar la planificación de la ciudad en manos de un socialista”.

Niemeyer desdeñaba las críticas: “Si uno va a Brasilia  puede ser que no le guste, decir que hay cosas mejores, pero ninguna parecida”, dijo el arquitecto en una entrevista publicada en 2006, cuando tenía 98 años.

“Mi búsqueda es una sorpresa. Una pieza de arte debe emocionar”, definía Neimeyer.

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