Observatorio

Perfil de futuro

El país que nadie quiere gobernar

El presidente electo resiste que hablen de "albertismo" en un armado peronista multipolar que oscila entre lo socialdemócrata, el "nestorismo" y lo "renovador". Además de la economía, Fernández deberá resolver cómo tratar el frente político interno y externo sin mayorías parlamentarias


Lucas Paulinovich – Especial para El Ciudadano

Alberto apela a Alfonsín porque sabe que tiene por delante un desafío inmenso: está en el lugar donde a principios de año ni siquiera imaginaba estar. Dice que el líder radical fue “un gran presidente” al que le tocó “un tiempo difícil”. Y al decirlo, no solo advierte la crisis activada que recibe, también está dando la batalla por los usos de Alfonsín. El padre de la democracia del que todos tironean, el que fue víctima de la inestabilidad, el que sufrió el acoso de los militares y los mercados. Ese al que el gobierno utilizó para darse un baño de democracia y borrar los fantasmas a su alrededor. Alberto le hace un favor al peronismo al invocarlo. A ese peronismo que vuelve -otra vez- para hacerse cargo del desastre.

Más allá de su fracaso, Macri tuvo un logro fundamental: consolidó una fuerza social que siempre estuvo dispersa. Le dio una referencia, estructura, emblemas, imágenes, cantitos y plazas. Y lo hizo al ocupar el rol que más cómodo le queda: en el periodo postPASO actuó de opositor, y le rindió sus frutos. Le aportó votos, pero asimismo algo más importante: una épica para los que siempre carecieron de ella. Si bien con todo a su favor -medios, Embajada, FMI- y en la mayor polarización no pudo superar el techo histórico, consiguió subsistir en la ambigüedad: es el primer gobierno no peronista que entregará el gobierno a término, aunque también es el primer gobierno que se presenta a la relección y pierde.

En términos numéricos, no hay demasiada novedad: es el voto en contra de Perón en el ’73. El voto de Angeloz en el ’89, en plena híper. Lo que sacaron entre Lavagna y Carrió en 2007. Y el voto disperso contra la Cristina del 54%. Pero lo cuantitativo, siempre parcial y relativo, no oblitera el hecho de que Macri termina recurriendo al repertorio más detestado, el ABC del cristinismo: calles y carisma, discurso y vieja política. De esa forma, Macri pudo darle un cuerpo a eso que ahora llamamos “macrismo”, pero que enraíza mucho más profundo. Es lo que pretendió y no pudo Aramburu ni Lanusse ni Massera: un partido dentro de la institucionalidad que contuviese a todos los sectores peronistas por no.

Ante esa evidencia, habrá que guardarse los prejuicios de la soberbia progresista que atribuía estupidez a esa otra sensibilidad que identificamos como antiintelectual, insustancial o inculta, pero fuertemente ideologizada. Ya no es posible creer que ese “macrismo” no se guía por ideales y se mueve únicamente por el odio a lo otro. Las marchas no fueron solo un instrumento que “usaron”, sino que hay un viraje cualitativo: un cambio en la composición de esa fuerza que se expresó por intermedio de Macri candidato. “Eso” que emergió en el 2008, ganó las calles en 2013 y se compactó en un frente electoral en 2015. Y que, tras la derrota en 2019, permanece como un núcleo radicalizado y rompe el hechizo del interregno entre las PASO y las generales.

Ahí está, estos son: la República del Centro, nacida al calor del conflicto agropecuario y nutrida con una narrativa amasada con la defensa del “débil” Clarín. La clase media “estética” que Lanata nos legó, dispuesta a resignar parte de su bienestar con tal de terminar con el “populismo” kirchnerista. Una clase media que “debió” salir a la calle para disputar el número y que, cuando pensó que podía sacarse esa política de encima, se encontró con que la realidad la desbordó. El macrismo se topó con la Argentina del interior al gobernar, y pierde por la Argentina del conurbano. Digamos: en diciembre de 2017 comenzó una progresiva erosión de las alianzas políticas que dejó a Macri sostenido por el FMI y los Estados Unidos. Porque esa base social servía como respaldo electoral, pero no como sustentación política. El gobierno entendió que desde el 2 x 1 y las marchas y cacerolazos contra la reforma previsional se abría la grieta, y hacia ese lugar apuntó en su versión de campaña extremista con Carrió y Pichetto a la cabeza como contracara del Macri de los últimos meses que prometía que ahora venía lo bueno: premios y castigos para todos. Los agitados con esa prédica son los que quedan y serán la argamasa con la que se elaborará la futura oposición.

Entonces, ahora, ¿albertismo? El propio Alberto parece ser el primer negador de tal definición. Por ahora, actúa con pragmatismo, sabiéndose al frente de un peronismo multipolar. De a ratos es heterodoxo, de a ratos ortodoxo, de a ratos doctrinario, de a ratos socialdemócrata, de a ratos nestorista, de a ratos renovador. Siempre “Todista”: con la visera puesta para abrazar a Brian y la corbata ajustada para hacerle un guiño a Héctor, como si entendiera que su gobierno deberá hacer equilibrio entre el FMI y el triunvirato de los Cayetanos, pivoteando sobre dos prioridades implicadas e igualmente impostergables: el hambre y la deuda. Tiempos de cautela y puchero de sapo, con la necesidad de orientar las efectividades conducentes para una salida exitosa del país sin reservas.

En el nuevo mapa de la Argentina, el federalismo no desciende de la Nación a las Provincias, sino que sube de las provincias a la Nación. El poder que nace estará descentrado y parlamentarizado. Los gobernadores tienen un voto más heterogéneo, y por eso pueden servir como intermediarios efectivos con los poderes localizados. La presidencia no acumula el poder en firme, sino que lo recibe en consignación. Y esto no parece ser un problema para Alberto: no finge pasta de caudillo que gana solo los partidos, se muestra más parecido a un volante organizador, capaz de hacer jugar al resto y administrar los tiempos de las transiciones ofensivas-defensivas. Se podría decir que tiene más de Gago que de Riquelme: antes un coordinador entre los liderazgos emergentes que un conductor de conjunto.

Es probable que las primeras disconformidades vayan a surgir por izquierda, y se verá de qué manera Alberto cultiva su propio “albertismo para neutralizar los efectos disruptivos. Tendrá que dirigir frentes interno y externo sin mayorías absolutas, lo cual favorece el esquema de poder que parece estar en su cabeza. Los consensos serán un imperativo en la escasez para acordar gobernabilidad, pero además un modo de comprometer por anticipado a las partes y así evitar fricciones. Ensayará un gobierno que tome decisiones con todos adentro mientras la oposición se reconfigura tras el fracaso de la “modernización” macrista. Tal vez sea el peor de los escenarios, pero es lo mejor que podría haber sucedido.

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