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El Padrino. Recordando una escena 50 años después


Ignacio Adanero / Especial para El Ciudadano

La escena es un tanto olvidada, probablemente a causa del éxito que guardaban para la posteridad las caricias de Vito Corleone (Marlon Brando) a un gato colado en el set o la cabeza de un caballo muerto entre las sábanas de un director hollywoodense. La escena es aquella que marcará el hilo menos explícito de la historia y es donde un joven Michael Corleone (Al Pacino) enciende un cigarrillo luego de ser reprendido por su hermano mayor Sony (James Caan). ¿El motivo de la reprimenda? Ocultar su enrolamiento al ejército norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial, haciendo caso omiso de los planes de futuro que su padre guardaba para él. ¿Qué se disputa en esa mesa? ¿Qué hay tras la ira del hermano mayor? Demasiadas cosas. En primer lugar, una necesidad familiar de re articular un orden posible ante el caos externo y el declive físico-espiritual de quien ha conducido hasta entonces los destinos de la familia (el Don). En segundo lugar, el riesgo de obturarse las ambiciones burguesas de la familia Corleone ante un estado beligerante entre las clases dominantes, quienes buscan controlar determinados negocios ilegales cuya plusvalía no tiene cause asegurado. Lo que se procesa en la mesa es la tensión inherente a la probable muerte de el Padrino y por ende la imposibilidad de este para designar un heredero natural (¿puede un padre ser justo eligiendo como heredero a uno de sus hijos? ¿es el temperamento de Sony una característica virtuosa para ser el elegido? ¿es el mayorazgo de Freedo (John Cazale) un atributo cabal para cargar con la herencia?). Como no existen respuestas inmediatas para dichas urgencias, las tensiones se procesan como suele suceder entre discusiones familiares: después de los reproches, todos se levantan de la mesa abriendo un vacío inconducente.

La película de Francis Ford Coppola (1974) coloca en el centro de la escena la posibilidad de romper con aquella rutina; pues al enojo agobiante, a la ira consuetudinaria o los aportes racionales de algún Consiglieri (el abogado encarnado por Robert Duvall), Coppola opone una escena donde a la amargura del vacío prosigue la asunción pausada y responsable de la soledad: Michael Corleone enciende su cigarrillo y no contesta a la reprimenda de su hermano. Asume con plena consciencia en el silencio de la retirada que las cosas que lo rodean poco tienen que ver con su historia; que el destino está marcado por coyunturas que obligan a tomar decisiones y que hasta fumar por primera vez en aquella sobremesa de la cual no era asiduo, puede significar asumir en carne que los negocios familiares son asuntos difíciles de evadir. Su figura se asemeja a la del hijo cuyo destino busca oponerse al de sus padres o hermanos: estudiante universitario, oficial del ejército, carrera profesional en New York… una vida cómodamente distante del universo Corleone, marcado por el agobio de controlar el negocio de la importación, el manejo de los correos, los casinos, la influencia política o la prebenda al poder judicial.

El filósofo francés Jacques Derrida sostiene que la herencia no es un nunca algo dado (como podría ser un bien, una cosa, un objeto o simplemente una idea). Lo que se hereda es una tarea, y más que aceptar o renunciar a ella, somos herederos, y herederos dolientes, como todos los herederos. Ser, en este caso… también quiere decir heredar, de ahí el juego hamletiano del be or not to be, es decir, heredar o no la tarea paterna. En la escena de Michael en soledad, Coppola intenta reflejar que el imperio Corleone carece de una línea sucesoria que clausure los tiempos ad eternum y consolide una fórmula de poder que cristalice la organicidad de un sector de las clases dominantes (en este caso, del fragmento correspondiente a familias ítalo americanas que controlan el universo ilegal del sureste en EEUU). En el cigarrillo que enciende el joven Al Pacino encarnando a Michael Corleone, hay una toma de conciencia trágica e inexplícita del problema de la herencia. Es el momento del regreso al hogar materno para afrontar la convalecencia del padre, el vacío de poder y por ende la soledad que antecede a la decisión trascendental de asumir la tarea.

Antes de la muerte de Vito Corleone (que Coppola elige representar en una tarde soleada alrededor de un naranjero), tenemos la escena donde el Padrino y su hijo Michael tienen su último diálogo (recordado fotograma que muestra sentados en pose de confidentes a Brando y Pacino). Allí, Vito pareciera pedirle perdón a su hijo por no haber podido evitar que este tomara cartas en los asuntos de la familia (“planeaba para ti senador Corleone, gobernador Corleone”). Le advierte sobre los peligros que acechan ciertos movimientos tácticos del negocio (“quien te arregla una reunión, es quien te ha de traicionar”) y se lamenta por la carencia de tiempo: toda su vida luchó “contra la injusticia de los poderosos” buscando una posición digna para él y su familia, conjurando su pasado de inmigrante que escapó de la mafia. Es la escena que cierra el proceso de maduración en Michael, y a diferencia de aquella donde sintió las espinas de la soledad encendiendo un cigarrillo para asumir la disyuntiva de ser un Corleone, en esta es completamente consciente de la herencia. De allí que esta vez enarbole palabras y no silencios (“lo sé padre, lo sé”).

Dos caminos hay por donde los hombres pueden llegar a ser ricos y honrados, sostiene Cervantes en boca de su Don Quijote de la Mancha: el uno es el de las letras; otro, el de las armas. En la escena del cigarrillo, Michael Corleone parece comprender a la perfección que su herencia no podrán ser las letras por más que fue el único de la familia que asistió a la Universidad. En la escena su madre está ausente, su padre envejece, sus hermanos se retiran y su futura esposa (Diane Keaton), negada en alguna ciudad. Cuando su padre le confiese que guardaba otros destinos para él, Michael ya habrá asumido que su herencia no radicaba en continuar con la cómoda vida de graduado, jurista o político en alguna ciudad capital. Su decisión de ser un Corleone se definía la noche en que decidió quedarse sólo (en familia). Como paradoja del proceso, Michael era el menos esperable de los bosses posibles para afrontar la herencia del clan: señalado como erudito, tímido o soldado voluntario, sus hermanos burlábanse del hijo pródigo.

Ahora bien, ¿cuál es la verdadera herencia legada por el hijo? ¿cuál es el sentido del silencio que Coppola elige mostrarnos en escasos segundos antes de que Michael explicite su decisión de tomar cartas en el asunto? La verdadera tarea, en términos derrideanos, es blanquear el apellido. Hacer de Corleone un ilustre modo de nominar una familia que de una vez y para siempre pertenezca al universo de las clases dominantes americanas; donde negocios, riquezas e influencias se legitimen en el universo formal e institucionalizado de la sociedad. En otros términos, limpiar el apellido de las manchas u acusaciones de asesinatos, vendettas, adquisiciones de capital ilegítimas e influencia política; elementos con los que comúnmente se incrimina a la mafia siciliana. La tarea es inconmensurable, y lo muestra el sucesivo desgaste a que se someterá la vida de Michael en las versiones II y III de la saga (“tú no ibas a verte como tu padre”, será el reproche de Kay, esposa de Michael).

Lo que sea que haya conducido a soñar una vez más con aquella escena, esta simple columna buscó homenajear la novela de Mario Puzo recordando un minúsculo detalle en la inmortal obra de Francis Ford Coppola. Minúsculo, porque Coppola elige colocarlo en el final de la Segunda Parte. Detalle, porque es el modo de mostrar la forma en que el hijo sepulta la posibilidad originaria de rebelión al discurso paterno. También, un camino distinto para analizar las guerras que reconfiguran la distribución de poder entre ciertas familias, el reposicionamiento de los diversos padrinos en torno a los negocios ilegales o los oscuros orígenes de las familias burguesas que a la postre balizan con mensajes a la humanidad. Estos procesos tortuosos ocultan detalles minúsculos anclados en actores particulares con características específicas, formatos propios de asunción del poder y lógicas familiares de gestionar lo común. No siempre las explicaciones radican en complejas filosofías políticas u intrincados esquemas teóricos. El propio Michael Corleone, al ver un revolucionario cubano enfrentar sin miedo a la policía castrista, captará el detalle que le permite avisorar el triunfo de la revolución cubana. A 50 años del estreno de la Segunda Parte, se puede afirmar que la historia de El Padrino es una historia imposible. Un intento por alcanzar una identidad que nunca llega.

 

 

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