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Básquet

El oro olímpico de Atenas, aquel agosto en el que la Generación se hizo Dorada

Fue lo máximo, fue tan justificado y merecido como único. Fue el punto alto de un proceso que venía de años de gloria y que trajo muchos más. Hoy, fuera del escaparate mundial, habrá que buscar ejemplos para volver a iniciar el camino.


Fue tan lógico como increíble, tan justificado como utópico hasta apenas unos meses atrás. Argentina rompió parámetros, destruyó historiales, y lo hizo con una demostración de talento, solidez, templanza y jerarquía que no dejó dudas. Ganar una medalla de oro olímpica de básquet parecía el destino sólo de una o dos potencias, nunca para un equipo sudamericano, pero el éxito llegó de forma natural, inequívoco, lógico para un equipo que hizo todo para lograrlo y que en su camino hacia allí y en el que extendería desde allí lo justificó con creces. La Generación se hizo Dorada en Atenas 2004, hace 19 años, un 28 de agosto.

Dijo alguna vez Manu Ginóbili que no había forma que perdieran esa final. Por la experiencia de la definición del Mundial Indianápolis en la que ganaban por 7 a 2m35s del final y perdieron, porque tenían la autoestima en el espacio, porque veían a Italia y no creían que hubiese forma de perder.

Igual, como siempre, hubo que sufrir. Argentina dominó bien la primera mitad, pero en la segunda Italia emparejó y hasta llegó a pasar al frente.

En el último cuarto, Alejandro Montecchia, la figura del partido con Luis Scola y Manu Ginóbili, clavó 3 bombas decisivas, una más destructiva que la otra, para romper el partido, que terminó cómodo para Argentina por 15, 84-69. Se rompía la hegemonía de Estados Unidos, la Unión Soviética y Yugoslavia, estos dos últimos ya inexistentes como países, únicos ganadores del oro en la historia de los Juegos. El intruso era Argentina, el mismo que una década antes era mirado con displicencia. Fue la hora más gloriosa de todos los tiempos del básquetbol latinoamericano.

En los Juegos Olímpicos de 2004. En días de efemérides, la Albiceleste tuvo su final anticipada un día antes nada más y nada menos que frente al Dream Team de Estados Unidos, que quería tomarse revancha de la derrota en el Mundial de Indianápolis 2002. Para dimensionar el triunfo, EE. UU. contaba con incipientes estrellas como LeBron James, Dwyane Wade y Carmelo Anthony, así como también jugadores consagrados de la talla de Allen Iverson, Tim Duncan, Stephon Marbury y Lamar Odom, entre otros.

Ya con un gran envión anímico y un juego consolidado, Argentina se impuso sin mayores complicaciones ante Italia en la final por 84-69, consiguiendo así la medalla dorada. Estados Unidos, por su parte, se tuvo que conformar con el bronce tras vencer a Lituania por 104-96.

Argentina ese día no pudo contar con el lesionado Fabricio Oberto, pero sí estuvieron Juan Ignacio Sánchez (3), Emanuel Ginóbili (16), Andrés Nocioni (7), Luis Scola (25), Rubén Wolkowyski (13), Alejandro Montecchia (17), Gabriel Fernández (1), Hugo Sconochini (2), Carlos Delfino, algunos de los héroes del triunfo. Llamativamente Rubén Magnano no le dio minutos en cancha a Walter Herrmann, clave en la semifinal, en un enojo que hasta hoy le dura al venadense, pero que queda en la anécdota para el resto. Leo Gutiérrez fue el otro integrante del equipo nacional.

Fue lo máximo, fue tan justificado y merecido como único. Fue el punto alto de un proceso que venía de años de gloria y que trajo muchos más. Hoy, fuera del escaparate mundial, habrá que buscar ejemplos para volver a iniciar el camino.

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