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Historias de acá

El once perdido: fue a buscar la pelota y ya no volvió


Quiero advertir a los corazones frágiles, a aquellos lectores de alma buena, que se aparten de estas páginas: el horror salpica y no distingue de esencia o individuos.  Es el relato de un niño que se perdiera entre matorrales, allá por el 70, en medio de una llovizna cuando fuera a buscar una pelota que había caído tras el arco improvisado.

Jugaba de “11”. Wing de los de siempre: los que desbordan con su gambetita, incapaces de sumarse al medio campo, ni de cabecear en los centros ni marcar al adversario. Wing, wing.

Zurdito de flequillo inhóspito, cabeza gacha, como si en el piso de tierra leyera el orden de sus pies, el destino de traslación de su pelota y el remate siempre al arco, siempre fuerte, alto o al rastrón para que no lleguen los gorditos tardíos que tapaban la visión celestial de un arco, de una línea invisible tendida entre la nada y la gloria emotiva del gol. Fue a buscar la pelota y ya no volvió. Mejor dicho, muchos dicen que arrojó la pelota y no se supo más nada de él. Como a veinte metros se abría un despeñadero, un tajo entre el fin de la tierra y la caída al agua. Nadie escuchó ni el chapoteo, ni grito alguno, ni jamás apareció su cuerpo ni sus ropas ni nada suyo. Se lo llevó la vida hacia quién sabe qué muerte, la cuestión es que aquel “11” de apellido Ortúzar jamás volvió a los campitos, ni a la escuela, ni a su casa ni a su esquina. Llegó el comando radioeléctrico para el rastrillaje; hasta un buzo negro que descendió a  la podredumbre ancestral de esa zona del arroyo, pero nadie pudo develar el paradero del pibe.

Lo extrañamos. Por superstición  dejamos vedado el sitio para juegos y alguno, piadosamente, clavó una crucecita de madera entre los yuyales como despedida. Los padres, amarillos de tanto llorar, se fueron olvidando de a poco. Tuvieron otro hijo; una nena florida y negruzca que casi no hablaba pero era bonita: la sentaban a ver pasar los trenes y todos jugábamos con ella, creyendo ver en sus ojos, los ojos de nuestro11, el Chino Ortúzar, hijo de vascos o moros, de gallegos tropezones y laburantes. Cerca de las vacas del borde del campo, con cerdos a los que alimentaban; el olor a fuego de yuyos, y el potente olvido con que brevemente, para nuestro disgusto le ofrendaron a su hijo tan amado, el pibe, el 11 de nuestro cuadro. Lo reemplazamos con  Guevara, un flaquito avaro, muy morfón, que tiraba caños hasta la insoportabilidad y recibía patadas fieras de sus marcadores y que por eso, por su vanidad de hábil antisolidario, nunca recibió ayuda de nuestra parte. Se fue enojado y rengueando una tarde. Luego vino otro, más morfón que el anterior y al que echamos por intentar meterse por dentro, como un volante, no ya como el clásico 11.

Entonces, amigos, ocurrió, empezó a suceder aquello: cada cual que ocupaba su puesto desaparecía, como si no se soportara la gravedad del número 11 en la espalda, como si pesara una maldición sobre ese andarivel. Yo no era, amigos, un valiente, más bien un tipo preocupado por los poderes maléficos que acechaban en los yuyales. Pedí jugar de puntero izquierdo y empecé allí, a pesar de ser diestro, y créanme que lo  que les cuento es la pura verdad: un viento, algo así como un empuje en el centro de mi pecho, empecé  a sentir cada vez que corría por la zona. Un calor de correr, una sed de saltar, de gambetear las nubes me entraba.

Franchi, de un codazo, me dejó sentado de culo en medio de un amistoso “Ey, pará….che, le recriminé”. El otro me semblanteó con pavor: “!Saquémoslo a éste, se está volviendo loco, habla solo y solo corre y corre!”

Tenía razón. Nos habíamos dado cuenta que el puesto del 11 estaba embrujado, por eso de la libertad y el desatino, la gambeta y la soledad de arremeter siempre al borde de la raya, eternamente solos, dando la pelota al medio del área, disparando al arco, matando a voleas. Entendimos todo rápidamente: la liberación tiene un precio altísimo. Nunca más jugamos con  un 11. La otra tarde, andando por barrio Rucci, me pareció verlo a Ortúzar ya crecido pero quiero creer que se lo llevó el Mal Viento de los Zurdos hacia algún  abismo de izquierdos, hacia alguna raya donde la locura habita y se empeña en atraerte con jueguitos, sombreros y chanfles al ángulo. Sentido común, que le dicen. La peor de las muertes para un zurdo.

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