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El mismo camino hoy como ayer: a 75 años de nuestra gesta revolucionaria

En este 17 de octubre de manera urgente necesitamos volver a vernos en aquella Plaza de Mayo, defendiendo la doctrina que nos indica El Camino y se abre paso con la viva creatividad de un pueblo que busca, sin descanso pero con esperanza y fe, el camino de la liberación de todo aquello que lo oprime


Esteban Guida y Rodolfo Pablo Treber

Fundación Pueblos del Sur (*)

Especial para El Ciudadano

Este 17 de octubre se conmemoran 75 años de aquella manifestación popular que por primera vez en la historia argentina logró imponer su voluntad sobre las elites del poder gobernante. Fue un hecho inédito, impensado para toda la dirigencia política de ese entonces y denostado por todos los que aborrecían a los trabajadores y a los más humildes; porque a partir de ese día, el pueblo creyó que podía torcer el curso de la historia en favor de las grandes mayorías populares y trabajadoras despojadas de todo derecho y voluntad.

Se le llama el “Día de la Lealtad” porque en rigor de verdad, ese simple pero contundente acto de “instalarse” en la Plaza de Mayo, pacíficamente, hasta que liberaran a su líder, era una forma práctica y espontánea de estar con Perón y defender su causa.

No se puede explicar completamente ese fenómeno que partió la historia argentina sin considerar la entrega de vida que había hecho Juan Perón antes de aquel 17 de octubre, por quienes nunca antes había sido considerado políticamente de esa forma. Perón los escuchó, les dio sentido de pueblo y los convenció de iniciar una revolución profundamente cristiana y humanista para la liberación nacional.

Ya en esos años, se veía que el modelo capitalista necesitaba la existencia de un medido número de desocupados con el objetivo de mantener salarios bajos y maximizar las ganancias de aquellos que ostentan el poder. La alternativa comunista, tampoco los consideraba a los trabajadores como actores políticos relevantes, siendo incapaz de articular en armonía con el resto de las otras fuerzas productivas de la Nación. Las potencias dominantes de aquel entonces no ofrecieron al mundo una salida armónica y justa para los pueblos.

Hoy en día, la vigencia plena de un modelo capitalista deshumanizado vuelve a confrontar con la propuesta justicialista. La realidad exhibe con rigor una excesiva pobreza, desigualdad y una enorme masa de trabajadores desocupados que se torna potencialmente peligrosa para la continuidad de este mecanismo de acumulación.

Alarmados por esta situación, y con el fin de conservar sus espurios privilegios, los pocos pero poderosos beneficiados del sistema precisan mantener dividida y enfrentada a esa cada vez más grande masa popular. Mejor que nadie saben que la unidad de los pueblos sería letal para la permanencia del injusto orden establecido; saben perfectamente lo que puede hacer un pueblo consciente de su poder y unido por una doctrina trascendente, porque ya lo padecieron con Perón y su Justicialismo.

Por eso es que la cultura, esa esencia inmaterial que unifica los pueblos, es el primer blanco a destruir en pos de lograr su inconfesable objetivo. Para ello ya no se ocupan solamente de encerrar a sus líderes (como lo intentaron con Perón), sino que construyen un enorme y globalizado aparato de dominación, que incluye medios de comunicación masivos y falsas redes sociales, destinado a fragmentar la sociedad en tantas partes como sea posible, apelando a una brutal deformación histórica, de identidad, costumbres y valores. Al mismo tiempo, por medio de la implementación de discusiones estériles y falsas noticias, buscan aturdir y confundir al pueblo con el objetivo de evitar cualquier posibilidad de conciencia y orientación colectiva. Uno por uno, separados, cargados de frustraciones, bronca y odio, somos más fáciles de dominar; así, nunca más habrá un 17 de Octubre…

A fin de consolidar ese plan, día y noche, siembran el egoísmo y la violencia como ordenadores sociales. Promueven incansablemente la búsqueda de lo efímero, la sobre valorización del placer sensorial, la competencia cómo único método para ganarse la vida; ponderan la disputa en vez de la cooperación, el merecimiento individual en lugar del derecho colectivo, el carisma por encima del trabajo, la estética sobre la belleza; contraponen la urgencia a lo estratégico con el objetivo de hacerla el estado permanente, naturalizan el hecho de que todo acto y relación humana se vea sometida a la conveniencia… Imponen la idea, la fatal trampa, de que todo tiene un precio. Egoísmo, violencia, caos, en cada una de las premisas.

Entonces, forman sujetos culturalmente aislados de su contexto y, por ende, de su condición humana de ser social. Así reducen las posibilidades de cambios y transformaciones profundas, ya que ninguna gesta es producto de una realización individual. En consecuencia, orientan a la sociedad a la inmovilización, al sinsentido de acción alguna.

Esta segregación y ruptura del tejido social es el pilar fundamental del sistema imperante, dado que funciona como garante de la continuación de las peores injusticias y, al mismo tiempo, brinda impunidad a sus culpables.

La política refleja, cabalmente, el éxito y las consecuencias de esta estrategia de dominación cultural. En las cúpulas, a diario se puede observar cómo ponderan los intereses individuales sobre los colectivos, las denuncias entre personas ocupan casi la totalidad del debate público mientras que los proyectos de solución brillan por su ausencia; lo mediático posee más peso que el trabajo concreto. Los ideales y motivaciones que cada uno lleva terminan pereciendo ante los banquetes que ofrece el poder. Degeneran a la política transformándola en una carrera individual por la toma del poder, cuando verdaderamente se trata de un instrumento, un arte colectivo, para modificar la realidad.

Abajo, aunque superficialmente distinto, el egoísmo también organiza a una gran parte de la militancia. Cientos de organizaciones, cada una con su referente, intentan imponer sus ideas, con sus formas y palabras exactas, en una competencia exacerbada por llamar la atención con grandilocuentes discursos. Formidables carismas que convocan miles de seguidores constituyendo sectas funcionales a quienes detestan, terminan por impedir la indispensable comunión de las bases, vital en el objetivo de promover nuevos protagonistas y nuevas políticas.

Visto esto, hay quienes todavía piensan que la raíz del problema es el modo de producción o los defectos de las distintas administraciones gubernamentales. Sin embargo, el mundo material, todo lo conocido, es originado por un sentimiento que lo impulsa, cosa que es netamente espiritual. El modelo económico, político, social y, por lo tanto, cultural reinante es motivado por el egoísmo y el desamor. Es imperialismo en estado puro. El método de producción es sólo aquel que mejor se adaptó a sus intereses, es una consecuencia.

La verdadera causa es profundamente filosófica, por lo que su solución también lo debe ser. Conocer al otro y reconocerlo, levantar los puentes que el sistema rompió y edificar muchos más, conducir con el ejemplo sin someter a nadie, enfocarnos en los puntos en común, que son los mayoritarios, y no persistir en el enfrentamiento destructivo por las diferencias, relacionarnos fraternalmente, reconstruir el tejido social. En otras palabras, hacer comunidad.

Perón demostró que detrás de la lucha de clases sociales hay un pueblo que tiene una historia común, un cúmulo de valores fundantes y un futuro trascendente, que incluye la hermandad con los pueblos latinoamericanos y el bienestar de toda la humanidad.

Por eso, de manera urgente, necesitamos volver a vernos en aquella Plaza de Mayo, defendiendo la doctrina que nos indica El Camino y se abre paso con la viva creatividad de un pueblo que busca, sin descanso pero con esperanza y fe, el camino de la liberación de todo aquello que lo oprime.

(*) fundacion@pueblosdelsur.org

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