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“El jilguero”, crónica de una fatalidad

La monumental “El jilguero”, tercera novela de la norteamericana Donna Tartt, es una épica inquietante donde el protagonista hará lo imposible por zafar de lo que parece depararle el destino en medio del desgarro y las sorpresas.


El jilguero, una suerte de best-seller de alta calidad, es la última novela de la escritora norteamericana Donna Tartt, quien se toma su tiempo –o lo necesita– para darles forma a sus escritos produciendo, en casi treinta años, sólo tres textos, todos, claro, de largo aliento y que ahora corona, en ese sentido, este último, que alcanza la friolera de 1.152 páginas y que, cualquier lector atento lo garantizaría, parece no sobrarle ninguna. Impulsada a escribir durante los años 80 por un amigo, el también escritor Bret Easton Ellis –uno de los que más fama alcanzó con su novela American Psycho dentro de su generación–, durante los cursos de escritura creativa que tomó en la universidad de Bennington. Tartt nació en 1963 e indudablemente tuvo en la figura de su bisabuelo –primer bibliotecario de Mississipi– una considerable influencia genética que le permitió leer sin parar desde niña y acercarse de a poco a la poesía, género del que se serviría a lo largo de sus novelas y que utiliza a modo de giros que imprimen a sus imágenes una delicada fisonomía en el sentido de hacerlas más cristalinas y palpables a la vez. Y que desde ya le valen para trazar el relieve de sus personajes, su naturaleza y su posible destino.

Publicada en 1992, El secreto fue el título de su primera novela a partir de la cual la crítica creyó ver una línea de escritura que se mecía entre la de William Faulkner y Truman Capote, fundamentalmente por su estética de arraigo sureño y su arqueología de imágenes surgidas de ese singular universo. Fue evidente que las reseñas generosas que recibió no consiguieron impulsar a Tartt a la pronta escritura de otro material ya que pasarían otros once años para que completara su segunda novela, a la que llamó Un juego de niños y que, aunque no tan monumental como El jilguero, también se trataba de una creación literaria de estimable hondura y que no pocos críticos situaron junto al inextinguible fuego de la novela decimonónica legitimada por autores de la talla de Charles Dickens o Fedor Dostoievski, al menos en su pretensión de realismo y parodia, combustibles para hacer funcionar un tiempo que luego aparecerá como mítico por las huellas que marca en los lectores.

Como parece ser rítmico en ella, Tartt publicó El jilguero más de diez años después de aquél segundo libro. La historia, también en consonancia con cierto espíritu que campeaba en las anteriores, refiere a un joven llamado Theo Decker al que hará vivir –o, mejor dicho, revivir– una serie de peripecias junto a otros personajes de encarnadura similar conformando un mosaico intenso donde la épica y las interioridades trazan una saga inquietante y perturbadora donde el protagonista hará lo imposible por zafar de lo que parece depararle el destino en medio del desgarro y las sorpresas. El de Decker, desde la habitación de hotel en que vive y disparado por un trauma adolescente, será un derrotero poblado de controversias, desilusiones, de momentos de temor y tensión pero también ciertamente maravillosos. El jilguero, que permitió a Tartt ser galardonada con un Pulitzer, puede leerse como una novela de iniciación, rica en formas de ver, de pensar el mundo y recorrida por una filigrana ética y crítica que por momentos la acerca al policial y otras a enfoques de ambicioso cuño filosófico.

El jilguero del título remite a un cuadro de Carel Fabritius, quien fue discípulo de Rembrandt y maestro de Vermeer, que fue pintado en 1654 y del que Decker se apropió luego de una explosión en el Metropolitan Museum de New York y que en el presente de la acción será el disparador para las diversas experiencias, vitales y sintomáticas, permeadas por fracasos familiares y sentimentales, que recuerda desde su pieza de hotel, casi en un remedo de pintar la aldea para pintar “un” mundo.

El jilguero es la crónica acerca de la fatalidad y la dificultad en admitir la verdad: la idea de que no podemos controlar nuestro destino. Una idea que da mucho miedo”, señaló Tartt luego de recibir el premio Pulitzer de Ficción, un descontrol que ella sabe perfectamente como volver literatura.

 

El tiempo de la escritura

Reacia a los encuentros públicos y a las tomas de fotos o filmaciones, Donna Tartt llevó una vida de estudiante de bajo predicamento en los campus a los que asistió mientras escribía sus primeros poemas, hasta que a los 18 años, por insistencia del también escritor y docente Willie Morris, fue aceptada en una residencia de escritores en la universidad de su natal Mississippi. A los 28 años publicó El secreto, un libro que le llevó ocho años de preparación. Diez años después aparecería Un juego de niños,y por el que tuvo que responder acerca del tiempo que le llevaba escribir. “Mucha gente me pregunta por qué no escribo libros más rápido, y lo he intentado sólo para ver si era capaz. Pero trabajar de esa manera no es natural para mí. Estaría triste si sacase un libro cada tres o cuatro años. Y si yo no me divierto escribiendo, la gente no va a divertirse leyendo”, respondió en esa ocasión.

 

 

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