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Crítica Teatro

“El imperio de lo frágil”: humor, dolor, tragedia

Sebastián Villar Rojas dirige a Julio Chianetta, Juli Morán y Luciano Matricardi un ensayo irónico sobre algunas incertidumbres del mundo contemporáneo.


Hay un ascenso deseado, anhelado; subir tiene sus costos. Subir, ascender, ser, “existir” para los demás, consagrarse, puede resultar un camino doloroso, pesado, incierto, fatal. Ellos suben, todos suben. Luego de su inolvidable y bizarra comedia El exterminador de caballos, el dramaturgo y director teatral rosarino Sebastián Villar Rojas redobló la apuesta y escribió y estrenó el año pasado El imperio de lo frágil, “una obra pensada para ser presentada en museos”, que está de regreso y transita los distintos pisos del Museo Macro, el lugar que la vio nacer, con un cambio en el elenco y, en parte, en su imbricada estructura narrativa y de recorridos.

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Se trata de un ensayo irónico sobre algunas incertidumbres del mundo contemporáneo, no exentas de dolor y de tragedia, tomando como disparador para su análisis a tres personajes encerrados en una comedia negra (el mejor caldo de cultivo para el autor) que, en ciernes, representan los bastiones de una modalidad de poder que se debate a instancias de la palpable “modernidad líquida” enunciada por Zygmunt Bauman.

Hay un arquitecto de algo más de 50 años, Richard (Julio Chianetta), un pseudo progresista que busca concretar en Rosario el polémico proyecto del Puerto de la Música creado por el mítico Oscar Niemeyer. Algo de la izquierda perdura en él, aunque no lo suficiente (como pasa con tantos) como para que el dinero y el poder terminen por corromper algunos de sus “principios” de hombre “bienpensante”. Frente a él, su pareja Laila (Juli Morán), una joven y bella aspirante a artista (también su ex alumna), con ansias de triunfar a lo que de lugar, “le mete” en la casa a un artista conceptual, Doriss (Luciano Matricardi), supuesta figura internacional que, con su obra efímera, transita en disparatado equilibrio ese fino borde entre el arte y la nada. Los jóvenes (como si la juventud fuera un mérito en sí misma) planean una obra supuestamente revolucionaria que buscará, involucrando el sexo en vivo, traspasar todos los límites, aunque esos límites (como tantos otros) ya fueron “traspasados” por la vanguardia hace décadas. Y como suele suceder, la condición humana, lo común de la carne, les jugará a todos una mala pasada con destino de tragedia.

Así, ominoso y descarnado, jugado en una aguda crítica a una derecha hoy materializada frente a una centro-izquierda diluida por su inexorable falta de autocrítica, Villar Rojas vuelve a transitar un espectáculo de una gran complejidad estético-dramática, por momentos bellamente inclasificable, y un desafío multiplicado en cada función, porque parte de una pretensión: poner en tensión la materialidad de un museo con un texto de una profusión importante que, al mismo tiempo, se ve desafiado por una serie de variables imposibles de considerar en el “aquí y ahora” del teatro, lo que alienta el gran motor de esta propuesta que es el riesgo permanente, algo que en esta nueva versión se ve particularmente potenciado.

Con este atractivo material de ribetes cinematográficos y para 25 espectadores por función, el creador habla de la “fragilidad” del sentido, de la desazón que provoca una contemporaneidad deshabitada donde el mercado es el que termina marcando las coordenadas del arte y de la vida de las personas. De hecho, la metáfora “imperio de lo frágil” remite a la idea de un gran castillo levantado con cartas y a punto de caer.

En el material, conviven varias de las referidas tensiones que accionan unas sobre otras con resultados disímiles. Por un lado, la que se propone desde el texto dramático que dosifica cierta perversión de los planteos que se suceden entre los personajes que, más allá de coquetear con lo inverosímil (lo mentiroso o insostenible siempre es un desafío para este creador), ofrecen todos los elementos necesarios como para que lo que acontece adquiera el rango de “verdadero” o “posible”, lo que ya es un logro enorme. Pero por otro lado, la propuesta acciona una tensión con un espacio arquitectónico no teatral (el museo) y al mismo tiempo, en todo los casos, debe convivir con la muestra que ese espacio contiene (ahora, la apabullante Rapsodia inconclusa, de Nicola Costantino, sobre Eva Perón), con la que si bien en algunos pasajes logra dialogar desde lo formal (evitarla sería imposible), en otros, esa misma muestra sobrepasa la acción dramática, poniendo en riesgo, incluso, las certezas de los actores que además comparten espacios escénicos articulados con el público.

La hibridación del presente de Richard, Laila y Doriss que se debate por capas es otro de los grandes condimentos de este montaje que si bien en esta versión mejoró notablemente la dinámica entre esos tres singulares personajes sumando la desestabilizante presencia de un actor como Luciano Matricardi, sigue encontrando en la apabullante presencia de Julio Chianetta, como un hombre derrotado y abismado ante lo irremediable, sus mejores momentos.

Irónico, mordaz, presente en escena como un espectador más que acompaña atento el devenir de sus personajes, lejos de pretender “estetizar la vida”, Villar Rojas se juega a producir ficciones imposibles, algo que en esta puesta lleva al límite: no exento de humor, el suyo es, además, un teatro eminentemente político, incómodo y descarnadamente verdadero, más allá de que lo improbable y hasta lo mentiroso vuelva a ser, una y otra vez, su terreno más fértil.

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