Espectáculos

Extinción

El hambre de Mirtha Legrand

La diva de los almuerzos volvió a Mar del Plata. El regreso de un clásico que resiste invariablemente el paso del tiempo, pero con una rutina estética que no cambia nunca


Por Leonel Giacometto

“Y eso que Mar del Plata explota”, dijo Mirtha Legrand la semana pasada, medio enojada porque hay un solo vuelo por día desde esa ciudad a Buenos Aires. Y muy triste, también, por la muerte de Sandro y en la misma conversación telefónica con Susana Giménez que dijo al aire venir a darle el adiós a Sandro y “volverse ya” (a Miami, Punta del Este, da lo mismo, Susana parece siempre vuelta de otro lado).

Así, y con Antonio Gasalla y su elenco teatral almorzando con pocas ganas un día antes, Mirtha volvió. Y sudará su vuelta, otra vez, desde Mar del Plata hasta que se termine el veraneo oficial y ella, otra vez, vuelva a Buenos Aires a seguir almorzando, otra vez, con una rutina estética que no cambia nunca, como siempre, a pesar de todo y de todos, una vez más.

De los doscientos años que cumple la Argentina este año, Mirtha Legrand estuvo casi ininterrumpidamente cuarenta y dos por el aire de la televisión, siempre televisión abierta (y porteña) salvo cuando los radicales, según dijo ella, la censuraron en los ochenta y se fue al cable. Pero, igual, partido político que reine o militar que imponga, todos los días hábiles y, salvo dos o tres excepciones por año (viajecitos a París y Miami), Mirtha Legrand siempre estuvo al aire y en vivo (hasta de noche, en algunas oportunidades). La mitad de su vida, casi. Antes había sido una actriz, como más o menos todas las actrices de la época en que el cine argentino acumulaba mujeres en tránsito de ser diva. Diva fue Zully Moreno o Delia Garcés. Mirtha actuaba y, como hoy, se le notaba mucho la postura de lo que todavía no era. Hasta que se casó y fue feliz.

Tiene una hermana gemela, un hermano director de cine, joyas, un marido francés director de cine, ropa, Elba y Elvira, más joyas, dos hijos, más ropa, tres nietos (uno la produce y vive de ella, la otra literalmente vive a costa de su parentesco y el tercero, según Mirtha, tiene “un nombre horrible”), un biznieto, un yerno con problemas político-judiciales y otro del que no habla.

El marido se le murió abruptamente y el hijo también. Lloró al aire y en vivo esas dos muertes, de negro (por supuesto) y flanqueó con falsa pero útil convicción la lluvia de rumores sobre sus dos Danieles. La semana pasada se negó a sí misma a ir al funeral de Sandro, argumentando no poder resistir verlo así, muerto. Como la viuda de Sandro, Olga, no permitió imágenes, Mirtha no iba a poder transmitir al aire el dolor que ella siente o sentiría ahí sin que nadie la mirase. O quizás porque el calor era insoportable y la cuestión de los vuelos diarios la enojó de veras. O quizás porque Mirtha sólo existe y resiste por el sólo hecho de ser vista (para ser mirada solamente ella quiere vivir).

Da lo mismo. Ella tiene una respuesta para todo lo que acontece. Y preguntas, ya que desde hace algunos años se la pasa preguntando todo a todos como queriendo hacer énfasis en que las preguntas son el espejo de su compromiso (ante todo). Entre el pueblo, la gente y el público hay una diferencia que ella no entiende o se niega a entender por, digamos, desalentadora. Pero no es la única, y así estamos.

Cuando se puso a hablar de la inseguridad, apenas llegada de Miami, el año pasado, “donde es otro mundo”, dijo, “acá tenés que mirar para atrás”, ¿intentó? convocar a una concentración de personas a favor de no sabía muy bien qué, pero hablaba del cansancio del pueblo. Después se echó para atrás porque, dijo, “las condiciones no estaban dadas”.

En un reportaje al paso en el Hotel Plaza y después de una cena a beneficio le sentenció al notero del programa Los profesionales de siempre: “Qué nos reprochan ¿Que seamos conocidos? Mire, tiene más merito ser conocido, ser exitoso, ser famoso, tener dinero y ocuparte de estas cosas. Lo peor es la indiferencia. Éste, cómo se llama, no, no, el que está al lado de Viviana (Canosa), ¿eh? (Adrián) Pallares. Dijo: «Y estos que hablan, no sé qué, y después se ponen a comer, no sé qué, unos tilingos». Yo de tilinga no tengo nada, así que se calle la boca”.

Se la acusa casi siempre de lo mismo: de andar bien con Dios y con el diablo, de no tener bandera dijo una, de metida, de “derechona gorilaza”, dijo Federico Luppi, que ahora es K; de que antes escuchaba más y hablaba menos; de hiper conservadora; de impostada en una situación bastante peligrosa; de no ser nunca ella misma.

Todo es verdad si se tiene en cuenta que Mirtha, desde que dejó de actuar y se transformó en lo que se transformó gracias y por la tele (“y por ustedes”, siempre espeta), es una actriz transformada en algo parecido a un símbolo, medio chato, que ella misma alimenta y construye: ella es lo que toda persona, artista o no, según ella, “debería ser”: católico, venerar a los muertos (los propios), ser sano física, psíquica y moralmente, democrático (siempre), fiel, con esperanzas en el futuro, agradecidos hasta el hartazgo por el ser “artista” (o similar) y jamás sentir miedo (salvo que la inseguridad le haga decir al aire y en vivo: “Nos están matando a todos, a todos”), ni hambre, dejar el cigarrillo, ser rubia por dentro y por fuera, y las drogas son un flagelo.

No es la única, claro está, eso es ser actor famoso hoy por hoy. Pero Mirtha tiene las convicciones muy fuertes en eso, tanto que, posiblemente, se crea absolutamente todas sus propias tretas (que lee todo, que ve todo, que sabe todo y que Cristina es “una actriz frustrada”).

En sus cuarenta años de televisión casi ininterrumpida, Mirtha Legrand pasó por todas las vicisitudes políticas, sociales y culturales que alimentan la televisión. O “hizo qué”, lo cual es lo mismo en su planeta. Sólo dos o tres personas de proyección mediática le negaron un almuerzo. El resto va siempre, algunos pagan y muchos tienen récords de visitas. Se le levantó de la mesa menos gente de la que hubiera querido y jamás echó a nadie a pesar de ella misma (siempre).

Su verdad cruda trata de cocinarla para alimentar el hambre desmedido llamado ego que, hoy por hoy, resulta una parodia de sí mismo. Será que el destino deviene parodia si no se lo mira con atención (al menos un rato), o será que Fernando Peña tenía razón cuando, en vida, almorzó con ella y le regaló unas palabras manuscritas. En ese almuerzo, en 2008, una hora antes del regalo, Mirtha le había preguntado a Peña por qué quería estar en el programa. “Porque te amo”, le respondió. El papelito decía: “Jamás conocí a nadie que se ame tanto. Y ésa es la base para ser feliz”. Eso es Mirtha Legrand, es quererse demasiado, amarse tanto a pesar del talento y sólo con la voluntad, hacer magia.

Como actriz no descolló y vivió a la sombra de actrices verdaderas, sobre todo de Egle Martin, la verdadera musa de las mejores películas de Daniel Tinayre, su difunto marido (Amelia Bence fue un divertimento, entendámonos).

Pero Fernando Peña, en aquel almuerzo, después del regalo que Mirtha no “agarró del todo”, sacó un revólver y le apuntó diciéndole: “Bueno, y ahora te voy a matar”. Mirtha helada. Fueron segundos, sólo segundos de una latencia jamás vista quizás en televisión. Pero no disparó porque en televisión todo es mentira y porque Fernando Peña no era Mark David Chapman, ni Mirtha Legrand, era John Lennon.

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