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El día que Pepe Mujica donó tierras para la construcción de casas de ex presos

El ex presidente de Uruguay cedió cinco hectáreas y un galpón de su chacra para la construcción de viviendas para liberados del sistema penitenciario. El juez argentino Mario Juliano estuvo en la casa del Pepe. En esta nota cuenta sus impresiones

Por Mario Juliano (Cosecha Roja)

Es miércoles a la tarde. Un miércoles cualquiera. El llamado telefónico de mi amigo, Jaime Saavedra, no me sorprende ya que habitualmente estamos hablando e intercambiando ideas sobre las locuras que se nos ocurren de un lado y otro del charco.

“Venite para Montevideo que el lunes nos recibe el Pepe”, me dice. “Nos va a donar un galpón y cinco hectáreas de su chacra para los liberados”.

“Pero Jaime… la noticia es impresionante, pero no sé si podré arreglar mis cosas”.

“Vos vení y después vemos. No te podés perder esto”.

Jaime Saavedra es el director de la Dirección Nacional de Asistencia al Liberado (el Patronato de Liberados uruguayo) y su invitación era un particular honor, quizá como una suerte de reconocimiento a los años que estoy vinculado al proceso de reforma penitenciaria de la República Oriental del Uruguay, apoyando los cambios a la distancia y en la medida de mis posibilidades.

El convite era irresistible. Conocer personalmente al mítico Pepe Mujica y, además, ser testigo de su acto de desprendimiento material en beneficio de un colectivo de personas que, quizá, no sean las que cuentan con la mayor aceptación social. De tal modo que tiré una pilchas en la mochila y enfilé una vez más para Montevideo.

El acontecimiento no era aislado. Hacía pocos días que Mujica había declarado que la forma de resolver el déficit habitacional del Uruguay, calculado en unas treinta mil viviendas, era afectando a las Fuerzas Armadas a la construcción de casas modulares y que, de esa forma, se puedan ganar unos mangos sin necesidad de ir al Congo a hacer changas, de acuerdo a su particular modo de decir las cosas. Y, de paso, también involucró a las personas privadas de la libertad que quisieran cooperar con esta tarea nacional y, de eso modo, descontar tiempo de sus condenas.

En el viaje pensaba y rumiaba: ¿Será cierto todo esto? ¿Será verdad que lo voy a poder ver al Pepe? ¿Puede ser que este hombre se despoje de una parte de sus bienes para las personas que pasaron por la prisión?

Llego e inmediatamente me pasan a buscar en una combi de la DINALI. La primer parada la hacemos en unos galpones semiabandonados que el Estado cedió a la DINALI para que allí se levante un Polo Industrial para dar empleo a los liberados, pero también a personas que sin ser liberadas se encuentran en situación de vulnerabilidad y, de continuar en esa situación, lo más probable es que terminen en una cárcel. Me recibe Jaime con sus colaboradores. Luego de los abrazos y las muestras recíprocas de afecto me hace pasar a su nuevo despacho. Una habitación pequeña, con un escritorito, un par de sillas y una biblioteca. Es que uno de los primeros actos de gobierno de Jaime como director de la DINALI fue la venta de la sede de la repartición para recaudar fondos para la causa de los liberados (aquí iría un emoticón que abre los ojos como el dos de oro).

Son las dos de la tarde y salimos como para el lado de Colonia. Pasamos por el nostalgioso puerto. A lo lejos se divisa el Cerro al que le cantó don Alfredo Zitarrosa. Bromeamos un poco. Les digo que Artigas se había equivocado. Me miran. “Imagínense si la Banda Oriental hubiese seguido unida a la Argentina, ahora los estaría gobernando Macri”. Risas.

Marchamos unos veinte minutos y doblamos a la izquierda. Nos internamos en el campo uruguayo, que en buena medida me hace recordar a la cuchilla entrerriana. Prados verdes y arbolados sobre una superficie ondulada. Camino de tierra. Tomamos unas curvas y nos aproximamos a un sector con algún caserío. Parece que llegamos. Paramos en una garita y nos anuncian que aparentemente el Pepe está durmiendo la siesta. Desazón en el equipo. Caminamos un poco y en un recodo aparece el famoso galpón que, por cierto, se ve grande y en muy buenas condiciones. Jaime nos dice: “Este el galpón, y atrás están las cinco hectáreas”.

Jaime intercambia con sus colaboradores que le tiran decenas de propuestas. Que podemos poner un taller de chapa y pintura para arreglar los vehículos del Estado, podemos sembrar cebolla, podemos poner una carpintería, podemos convocar a algún empresario. Y así sucesivamente. Bullen las ideas.

Estamos un rato mirando, soñando, hablando y pegamos la vuelta. Cuando vamos llegando veo por una ventanita una cabeza blanca y melenuda que apenas asoma. “¿Es él?”. Nos aproximamos y sí, es él. Es el Pepe.

Ingresamos en una habitación muy sencilla y humilde. El Pepe se abraza con Jaime, que nos va presentando uno a uno. “Estos son unos amigos argentinos que vinieron a conocerte”. El Pepe nos saluda y nos mira con ojos  picarones: a ustedes sólo los puede salvar Mandrake, nos dice, y todos nos reímos.

-Recién termino de comer, dice.

Lo veo un hombre grande (viejito, diría). Es que, aunque parezca mentira, ya tiene 85 años. Y se le notan.

La conversación discurre lenta, cansina, al ritmo uruguayo. Jaime le comenta alguna de las ideas que tienen para hacer en el galpón y los terrenos. El Pepe dice que él puede conseguir algunas cosas. Todos miramos y escuchamos con respeto, casi como venerando su mágica presencia.

“Si, le vamos a meter para delante”. “¿Y vos nos prestarías el tractor para dar vuelta la tierra?”. “Desde ya”.

La conversación se escurre para el lado de las burocracias estatales. Cuenta algunas anécdotas. Me animo y le pregunto: “Pepe, ¿qué opina de las cárceles?”. “De eso algo conozco”, me responde, evocando sus doce años de cautiverio y martirologio durante la dictadura de su país. “¿Le gustó la película?, le pregunto, aludiendo a “la noche de 12 años”, de Alvaro Brechner. Me responde afirmativamente, moviendo su cabeza. “Estas cárceles no van más. Las cárceles tienen que ser chicas, para poca gente”, dice.

Me envalentono y lo provoco: “Pepe, ¿qué fue lo que pasó con el progresismo? Hace pocos años estaba usted en el Uruguay, Néstor y Cristina en Argentina, Lula, en Brasil, Correa en Ecuador, Evo en Bolivia, Chávez en Venezuela. Hasta este presente”. Me mira y lanza: “No supimos construir ciudadanía, muchos pensaron que las cosas llovían del cielo”.

Nos habla de los muros, del muro imaginario que separa al Mediterráneo de Europa, nos habla de Japón, de alguno de sus viajes: “Si este es el futuro se puede ir a la puta que lo parió”, y se ríe con todos nosotros.

Lo miro. Está sentado en una sillita, con una camperita marrón de polar, unos pantalones también marrones bastante gastados y me pregunto: ¿Es verdad que este hombre que tengo frente mío fue presidente del Uruguay? Es un hombre absolutamente sencillo, campechano, de razonamientos simples y directos.

Si uno ignorara quién es Mujica, si nunca hubiera visto su foto, perfectamente lo podría confundir con un chacarero, con un hombre de campo. ¿Esto es un cuestionamiento o un mérito? ¿Pudo llegar a la presidencia una persona tan sencilla y humilde? ¿Un hombre como él se encontraba a la altura de las circunstancias? Sigo reflexionando y me avergüenzo un poco. Es que los hechos y su estatura pública y moral responden por sí mismos. Pero a la vez es la reivindicación democrática y popular, que indica que cualquier hombre o mujer puede ocupar esos cargos.

Mis últimos pensamientos me interrogan: ¿Cuántos líderes mundiales estarían dispuestos a desprenderse de parte de sus posesiones en favor de los más desprotegidos, de los desamparados?

Regreso a la Argentina y en medio de la hecatombe política y económica leo que en la vecina orilla siguen avanzando. Jaime termina de anunciar que en parte de los terrenos cedidos por el Pepe se construirán viviendas para los liberados.

Hay esperanzas. Vale la pena seguir peleando.

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