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El cazador furtivo

Por: Carlos Duclos

Abrió la puerta de ingreso de la coqueta casa del barrio Faubourg Saint Germain, y se quedó parado un buen rato sobre el blanco mármol que servía de umbral. Miró hacia uno y otro lado de la calle, como si tratara de encontrar algo distinto, otro paisaje que no fuera el acostumbrado, pero al parecer su anhelo no pasó de ser eso y por ello con gesto de “siempre lo mismo” metió las manos en los bolsillos, se subió la solapa del sobretodo y echó a andar calle abajo. Era enero y el frío penetraba hasta el alma. Enero y frío, sí, porque J. D., un escritor que había tenido cierto éxito con una obrita que había titulado “La extinción del hombre”, vivía por entonces en París.

No más dar unos pasos se encontró con uno de los personajes de su novela, Francisca (que en la obra se llamaba Marianne), una mujer de unos 50 años, desarrapada, peruana, que como todo hogar tenía la calle. Francisca, con ningún éxito pasado el tiempo, había arribado a Francia en la década del 70, con el propósito de mejorar su calidad de vida, cargando el deseo de “ser alguien”, como alguna vez le contó al autor de la historia. Al fin, la esperanza incaica había sido devorada por esa fusión franco-gala que él consideraba, en un acto de estricta justicia y compunción, soberbia y despreciativa.

Francisca había sido su inspiración, pero no la única. También en la clase media francesa, y en la alta, J.D. había descubierto que el hombre era una especie en extinción. Una criatura sometida por un reducido grupo de poder conformado por otros hombres devenidos dioses, que la humillaba de una y mil maneras, la condicionaba, despojándola de su dignidad, de su capacidad de razonar libremente, de elevarse intelectual y espiritualmente.

Es cierto que las clases más bajas eran las más sojuzgadas, porque en ellas al ser humano no sólo se les impedía ser un fin en si mismo, sino que se le quitaban los medios elementales para ser. Esto lo había advertido, particularmente, durante un viaje realizado a Latinoamérica, poco después que Francisca le contara su historia.

 Sin trabajo adecuadamente remunerado, sin alimentos, sin cobijo ¿¡cómo podía el ser humano ocuparse de aquellas cosas que significaban el fin último y trascendente!? No sólo que se le privaba de su realización y propósito culminante, sino que se le quitaba el medio para ello. Así, quedaba estampado contra el piso y pisoteado aquello de “haremos al hombre a nuestra imagen y semejanza.

“La criatura de Dios –decía- ha sido rebajada a mero instrumento poco cuidado”.

Por fin, después de caminar varias cuadras, llegó al café Le Moulin. Allí, desde hacía varios días, desayunaba con un empresario argentino, a la sazón secretario de Estado, que había conocido accidentalmente en casa de un diplomático francés.

Algunas consideraciones del argentino lo habían cautivado, y hasta inspirado a ensayar el boceto de su nueva novela. Estuvo casi dos horas en el café escuchando con interés las aventuras del hombre de negocios devenido funcionario. Cuando regresó, ya cerca del mediodía parisino, Francisca estaba sentada sobre el filo de la vereda. Con sus manos sucias y percudidas por su vida, tomaba con cierto frenesí un emparedado que parecía devorar con una mezcla de fruición y desesperación. Parecía un animal hambriento.

En ese momento, al ver a la mujer y recordar la charla con el funcionario argentino, lo asaltó una certeza: su nueva novela llevaría por título “El cazador furtivo”.

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