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Educación

El “Banderazo” del secundario se instala como cultura estudiantil

Entre enojos de vecinos y tergiversaciones, los chicos transitan a la adultez celebrando su “último primer día de clases”.


La semana pasada se realizó en Rosario el ya tradicional “Banderazo” de las escuelas secundarias, que este año reunió a más de 3 mil pibes de cuarto año en el Monumento Nacional a la Bandera. Este evento se ha transformado en una “celebración” que han instalado los estudiantes y consiste en festejar el ingreso al último año de la secundaria. La “festividad” se completa con el denominado “último primer día de clases”, donde los jóvenes pasan la noche reunidos en domicilios particulares para asistir en grupo al primer día de clases del último año de la secundaria.

Como todos los años, estas movidas dan lugar críticas de distintos sectores de la sociedad, principalmente vecinos, que entienden que son muy ruidosas, y a veces pueden producir disturbios. No fue el caso de este año, donde a pesar del decomiso de alcohol y pirotecnia, el “Banderazo” fue bastante controlado. Aún así, muchos vinculan peligrosamente a los jóvenes con la violencia y el alcohol.

Lo cierto es que con el tiempo, esta forma de expresión adolescente se ha instalado como parte de la cultura estudiantil que promociona la pertenencia a un grupo. En este sentido, es conveniente abordar la problemática con estrategias donde autoridades, padres y alumnos puedan establecer un marco de convivencia que contenga a un fenómeno social que está para quedarse.

A esta altura, el “Banderazo secundario” debe entenderse como una forma de expresión social y cultural, que requiere para su abordaje una mirada integral e interdisciplinaria, despojada de prejuicios que impiden una mirada dinámica de estas acciones grupales.

La doctora Liliana Moneta, presidenta de Psiquiatría Infanto Juvenil de la Asociación de Psiquiatras Argentinos, dice que este tipo de celebraciones “muchas veces responde a un ritual del pasaje a la adultez” y sostiene que “son momentos de liberación”, ya que “la salida del secundario es una etapa muy conflictiva para el chico”.

En este marco, es importante desvincular el concepto de “joven” con el de violencia y alcohol, para empezar a desandar este laberinto y ensayar una explicación integral al fenómeno del “Banderazo”.

En este sentido, uno de los ejes a tener en cuenta es la edad de los protagonistas, y las problemáticas que atraviesan los adolescentes en una sociedad que deposita en ellos todo el peso del futuro y del presente, del que generalmente son convidados de piedra.

“La lucha entre lo nuevo y lo viejo –dice la psicóloga Ana Quiroga– adquiere en el adolescente una cruel intensidad. La duda profunda, las actividades compulsivas y hasta el apartamiento psicótico deben a veces reafirmar en el adolescente solitario la omnipotencia de sus antiguas identificaciones, o ayudarlo a abandonarlas bruscamente, En este particular momento del desarrollo la sociedad se introduce en su vida, exigiéndole la asunción de roles nuevos que son vividos por el adolescente como una situación de cambio”.

En esta etapa, los jóvenes se enfrentan a sus miedos y debilidades. El cambio es la regla y la única certeza es el cierre de un ciclo (la escolaridad) y las transformaciones neurobiológicas, que culturalmente van a tener su fase final con la apertura del sujeto a la vida productiva. En este marco la pertenencia al grupo y sus leyes conforman un marcador social, cultural y biológico donde el adolescente encuentra la seguridad de sus pares.

El “Banderazo” se instala como la exaltación de lo grupal, ya no son los compañeros de cuarto de la escuela (con sus vicisitudes): son todos los jóvenes de cuarto de todas las escuelas. En este sentido, los sujetos van configurando un comportamiento social, una trama de relaciones interpersonales que los compromete con sus pares. En ese camino los excesos y las trasgresiones forman parte de su arquitectura social, que deben elaborar como parte de un aprendizaje común.

Por eso es necesario generar un marco de contención confiable donde adolescentes, junto a los adultos, sean protagonistas en la construcción de lo aceptable y lo punible. No incluirlos en los debates que les son propios coloca a los jóvenes en lugares de mayor trasgresión. En este sentido la escuela es un actor privilegiado que podría constituirse en reguladora de la convivencia del “Banderazo”.

Otro aspecto que debemos tener en cuenta al momento de analizar estos fenómenos masivos es el mayor o menor nivel de agresión que se puede manifestar. Muchas voces de estos días han puesto el énfasis en la violencia y el alcohol; por eso es muy importante decodificar estos conceptos a fin de entender cuáles son las raíces que configuran esta problemática.

El líder sudafricano Nelson Mandela señala: “La violencia es un legado que se reproduce a sí mismo a medida que las nuevas generaciones aprenden de la violencia de las anteriores, las víctimas aprenden de sus agresores y esto permite que perduren las condiciones sociales que favorecen la violencia”.

En este sentido, es imperioso determinar el nivel de violencia que los adultos (como sociedad) ejercen sobre los jóvenes, para evitar que ellos la reproduzcan. Como se sabe, la agresión no sólo es física, también es psicológica y simbólica. Además, no se origina únicamente en los centros de poder más consustanciados, se puede dar en otras instituciones en la que se va filtrando de manera solapada, entre ellas: la familia, la escuela, etc.

El alcohol es otro de los conceptos que suele quedar falsamente vinculado a la juventud. El psicólogo Horacio Tabares señala en su libro “Sobre Consumos y Violencia” que el consumo de alcohol “resulta una consecuencia del proceso de juvenilización de las sociedades de consumo”. Y afirma que lo hace una doble vía: “Por un lado las publicidades y los productos del mercado van dirigido en su mayoría a este segmento, y, por otro, esto trae aparejado un creciente universo de imágenes de la sociedad de consumo que configuran, modelan y ajustan el perfil del adolescente legitimado”. Por su parte el doctor Hugo Míguez sostiene: “Cuando los chicos toman, medican su estado de ánimo. Para los jóvenes la cerveza tiene hoy un valor farmacológico con el que intentan paliar el desajuste con su medio”.

Una vez más queda de manifiesto cómo la presencia de los adultos puede favorecer o perjudicar el comportamiento de los adolescentes en una etapa que todavía está atravesada por conductas de riesgo y búsqueda de sensaciones.

En este contexto las escuelas podrían constituirse en reguladora de la convivencia del “Banderazo”, estableciendo marcos de contención y diálogo entre jóvenes y adultos. No obstante ello, muchos pedagogos sostienen, y no sin razón, que las instituciones tienden a perder su especificidad, que está vinculada con la enseñanza y el aprendizaje. Sin embargo, parte del desafío de la escuela es trabajar en la complejidad de los saberes necesarios para que los adolescentes puedan interactuar con un contexto cambiante.

La pedagoga Graciela Frigerio sostiene: “El contexto en que la escuela debe construir un nuevo camino es sumamente adverso: la crisis económica que sufren los países Latinoamericanos y el desplazamiento del Estado de la esfera de las prestaciones sociales coloca a las instituciones escolares cada vez más ante la necesidad de responder a múltiples demandas”. El “Banderazo” es una de ellas.

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