Por Miguel Passarini
El amor se escurre casi con la misma fruición con la que las personas dinamitan valores y principios. En los años 90, un capitalismo aberrante hizo trizas el sueño de los sobrevivientes de los 70 que vieron cómo se cristalizaba el proyecto económico de la última dictadura militar. Hoy, los hijos de aquella generación ven licuados algunos de sus sueños y fantasías frente las arbitrariedades del tiempo que les toca vivir, donde el amor se vuelve “líquido”, tal como lo denominó el sociólogo polaco Zygmunt Bauman.
Imbuido por cuestiones sociales y afectivas que marcan directamente a su generación, a las que mixtura con otras míticas y con otras científicas, produciendo un ejercicio dramatúrgico tan infrecuente como tentador que lo acerca al mejor Spregelburd, el dramaturgo y director rosarino Sebastián Villar Rojas (Moderna, 230001) escribió el avasallante texto de El exterminador de caballos, una comedia de registro almodovariano, un vodevil ácido en el que sus personajes agitan y mascullan palabras, friccionan los límites de lo verosímil e incluso traspasan sus fronteras, pero sin perder en ningún momento cierto registro realista, lo cual es, en ciernes, toda una proeza.
En El exterminador de caballos, Marina, de alrededor de 30 años, pierde su trabajo, más tarde se sabrá porqué. Su novio, Rafael, coleccionista de objetos de dudoso valor que tuvieron su momento de gloria en los años 90 (que nunca serán los 70 o los 80 en ese sentido ni en otros), cree en recetas mágicas para paliar una crisis que entre ambos, como un gran abismo, se abre y ramifica en varios flancos y que remite a una unión de origen tan singular como inesperada. En el medio, se cruzan con la infausta pareja una vecina y amiga fisgona, Marga, que “dignifica” su incómoda y molesta tarea, y un hombre que aparecerá como un Mefisto moderno al que las almas le costarán muy poco.
Sin embargo, por encima de esta serie de subtramas, aparece el amor y una pastilla salvadora, como eje fundante de todos los conflictos, como materia maleable de formas múltiples, como eso que de intangible y confuso muta en inasible y escurridizo.
Con El exterminador de caballos, Villar Rojas se confirma como uno de los más ingeniosos creadores de su generación, que no casualmente es la misma que la de sus personajes. Los procedimientos dramatúrgicos que propone, materializan las pequeñas tragedias de los hijos de los 90 y ponen en jaque sus daños colaterales, tomando el humor como recurso pero pergeñando una escritura sólida, justificada en sus avatares cientificistas, y con el siempre valioso aporte de la literatura, apelando a la etapa de ensayos para alcanzar, con el trabajo directo con los actores, el texto final.
Otro de los grandes méritos de su trabajo está en la dirección de un elenco notable, en saber manejar los matices de los actores para alcanzar un registro unívoco, a todas luces una de las claves del teatro. Si Marina Lorenzo aporta a la obra la incertidumbre, los miedos y cierta angustia que atraviesa su personaje, Juan Pablo Biselli y Lumila Palavecino accionan desde la vis tragicómica que, depurada, traen de su paso por el grupo de improvisación The Jumping Frijoles. Por su parte, Luciano Matricardi, actor de vasta trayectoria en la ciudad, se mete en este trío con su incuestionable y clownesco registro que, con algo del mejor Olmedo televisivo, por momentos se roba la atención con sus espásticas apariciones.
Pero el de Villar Rojas es mucho más que un teatro para avezados. Lejos de eso, su propuesta intenta un diálogo con el público más extemporáneo al teatro local, utilizando inteligentemente la hilaridad, la claridad en lo complejo, y la profundización de una serie de conflictos que a primera vista parecieran ser irrepresentables.
Es así como el mayor logro de la propuesta está en la materialización de ese texto imposible, barroco, plagado de giros que implican el doble de situaciones y que accionan desde la incertidumbre en el imaginario de los espectadores que una y otra vez se preguntarán a lo largo de las dos horas que dura el espectáculo qué tiene que ver con lo que pasa en escena un cuadro enorme de un pastor alemán colgado en el living de Marina. Sólo hay que esperar: cada objeto, cada palabra, cada uno de los apagones construyen y aportan al relato.
Para el final, en lugar de certezas, Villar Rojas, sin recurrir a grandilocuencias, ensaya algunos interrogantes respecto de su hipótesis inicial ¿Será el amor lo que salve a la humanidad? ¿La posmodernidad y el capitalismo tendrán entre sus opciones alguna que, lejos de las individualidades que pregonan, permita escapar de aquello que afecta y destruye los vínculos? Quién lo sabe. Por lo pronto, aquellos que quieran disfrutar de una parte de lo mejor del nuevo teatro rosarino, no pueden perderse esta historia.