Espectáculos

Displacer de la ficción nacional

Aquello que se escribe, produce, actúa, edita y emite, lo que se llama ficción, se trama en una serie de particularidades que involucra fundamentalmente la diferencia entre lo actuado y lo que la tevé refleja. Por Leonel Giacometto.

Leonel Giacometto, especial para El Ciudadano

Lo que no es cierto dentro del devenir constante, simultáneo y más o menos diverso en la televisión argentina, aquello que según el canal disfrutan (o disfrutaron) ya tres generaciones de argentinos, aquello que se piensa entre productores, actores y guionistas, aquello que se actúa y luego se edita y se emite, aquello que quizás podría retomar algunos criterios de la actuación en vivo y en directo al menos, todo eso que se llama ficción en la televisión argentina, como siempre, se hace en Buenos Aires. Y así, hoy por hoy, esta cuestión parece una regla impositiva más que un problema de identidad que no sólo está en y por la televisión. Pero ésa es otra historia y, hasta que no desembarque el que alguna vez se tragaba alfajores enteros y tenía un caño al que le decía “tira goma”, lo que en televisión se llama Prime time (de 22 a 23 horas aunque esto también está partido casi en dos “sub prime time” y no siempre es de lunes a viernes) de los dos canales más importantes y populares, se lo disputan El elegido (por Telefé) y Herederos de una venganza (por El Trece), las dos producciones de ficción que, por ahora, lisa y llanamente más dinero y proyección tienen e invierten, a pesar de haber aparecido ahora Los únicos, que también entra en la cuestión pero con más explosiones y gestos idiotas de los actores.

El displacer

La actuación y la televisión, en Argentina, como dijo la Justicia de Barreda y su nueva mujer, tienen una relación de displacer. Qué será de Barreda y su mujer es un problema de ellos pero, entre lo que es actuado en la pantalla chica y la televisión misma como que no se miran bien, como que se disgustan pero sin llegar al odio, porque eso implicaría que, de verdad, lo económico no le importaría a ninguno de sus hacedores, y que el público podría mirar distinto, que la gente querría disfrutar más de una historia y de no verle tanto la cara a Pablo Echarri. Ni hablar de la impronta que genera actuar en televisión a merced de lo que en el momento de hacerlo no pueden (los actores) siquiera registrarlo. Pero sí intuirlo, y ahí hay otro displacer que algunos, muy pocos actores, sacan para afuera de vez cuando.

Esto sucede sobre todo en la generación intermedia de actores, donde actuar con Norma Aleandro y Alfredo Alcón es un lujo (y queda bien). En el actor de televisión que se crió en la televisión, desde el vamos, hay algo de la noción de “público” que comprende muy distinto al de cine, y ni pensar en el teatro. La televisión, fundamentalmente para el que la hace, es plata. Pero también es una imagen audiovisual del propio actor que va respondiendo a lo que el medio espera de él. Eso le debe gustar de una forma casi inclasificable como el medio mismo que lo vio nacer. El medio es un problema y el país es Argentina, tenerlo en cuenta.

A esta altura, con un siglo de registro audiovisual que se conserva (más otro que se perdió para siempre), la actuación (en general) es una cuestión de fe. Ahí reina otra historia y, a la hora de actuar, el actor sólo hace algo que, según el caso, impacta de lleno en otro que lo está mirando y ahí la cosa se pone sobrenatural. Eso sucede en el teatro, que sabe de un montón de cuerpos vivos y cuerpos muertos. Es el cine, con toda su máquina para hacer, el que sigue en vibración sensorial, pero es sólo en la televisión donde, lo que se actúa, siempre responde a una tensión que aglutina fines diversos, procedencias oportunas e inoportunas, oportunistas de la máscara, chispazos de elegancia actoral, reflujos del inconsciente, talentos crudos, gente que se fue apagando, miserias varias, y ganas reales de “ser alguien” en la materialización casi extrema del presente que se genera en el cuerpo del que hace televisión. Pero ser alguien es una utopía que la televisión inventa como si fuera cierta (y palpable) esa posibilidad, y ahí es donde los actores de la televisión se ponen hostiles con el mismo medio que, siempre, tarde o temprano, les dio y les da de comer. Algo de razón deben tener ya que, siempre, hay que tener en cuenta que los actores son personas haciendo de otras personas dentro de un lugar que asegura bolsillo y luminaria, pero también escarnio y remate público.

Ser o no ser lo que se era

A Luisa Kuliok, por ejemplo y sin ir más lejos, desde hacía un tiempo se le había dado por no recordar con demasiado afecto, melancolía y misticismo aquella telenovela que aún sigue en la retina y que marcó un hito (pop, para que nadie se enoje): La extraña dama. Pero después la empezó a rematar con el agradecimiento a su personaje (Gina/Sor Piedad/La extraña dama), su cuerpo se inquietaba leve pero incómodo y hablaba de las posibilidades que le dio después. Ahí se quedaba un poco tildada Luisa Kuliok, en esas entrevistas por la tele y por un programa que conducía Georgina Barbarossa, medio que suspiraba, sonreía amplia y promocionaba su obra de teatro. En esa sonrisa pos suspiro, como respondiendo a un pedido hiato de la tele, Luisa Kuliok se reía como Gina enamorada, como Sor Piedad ante Marcelo Ricciardi, como la extraña dama frente a Fiama, su hija. Y eran apenas dos segundos de aquello, como impuesto, como el placer que viene del dolor, y después volvía a Georgina, como desligada de la ley.

Algo parecido a tener el corazón en la boca debe ser hacer una ficción diaria en Argentina. Eso vale para todo lo que la imagen genera en el campo sensorial, de un lado y del otro. Pero desde hace unos años la cuestión viene repitiendo fórmulas que, a pesar de apuntar a distintos targets, muy pocos entregan lo que se espera que sea un actor, y algo parecido a una definición de “públicos” y no “actores” podría estar gestándose. Estos “públicos”, que pueden venir del teatro, el cine o de la misma televisión, a veces con ganas y a veces sin ganas, a la hora de promocionarse aceptan el juego de exponerse desde el yo que hizo aquello que se va a ver, y no es real. Y más de uno habla de compromiso a pesar de todo, de ciertas proezas de su vida para llegar hasta ahí, y uno que otro especula con eso.

Andrea del Boca parece nunca estar a la altura de sus actuaciones, nunca llegar a que lo inventado sea tan satisfactorio en la vida cotidiana donde el público le veneraba los inventos de su carne, donde no era ella. Pero el ejemplo que viene al caso (porque hay que empezar a discernir) es Leticia Brédice, que bordeando los cuarenta de vida y un poco más de 20 años de actuar en cine, televisión y teatro, su vida pública (actuar) siempre hace, al menos, correlación con lo suyo privado, que lo expone según el caso. Dicen que el año pasado, no pudiendo soportar la ardua tarea de hacer teatro y vivir como vive (con quilombos, como todos), plantó a todo un elenco a poco de estrenar. Este año, por estos días, evaluando ella quizás las diferencias económicas, los dialoguistas que escriben lo que los continuistas escriben de lo que los guionistas pergeñaron con la producción, el canal, el productor actor o el actor más popular, toda esa gente, se apresta al estiramiento y la velocidad del cambio brusco pero (seudo) creíble. Ahí es donde empieza este cruce entre serie y telenovela que, de alguna manera, descoloca al actor que, la mayoría, vive en un encasillamiento de modos, formas y maneras de actuar que, a veces no queriendo o no pudiendo, pueden dar ejemplos airosos (Tina Serrano en Resistiré) o insalvables payasadas (Arnaldo André en Los únicos).

Desde el rumor sobre el alejamiento de Leticia Brédice de El elegido por, dijeron, problemas personales derivados de un litigio con su ex marido, se sigue con la desmentida de ese rumor pero, de suceder el chisme, El elegido se reasegura la posibilidad del cambio, de virar hacia algún otro terreno pasajero que no afecta la cuestión mayor, la que viene de la serie con afán conspirativo y no de la historia de amor entre Pablo Echarri y Paola Krum, que por ahora mucho no pueden porque la Brédice aún está en El elegido, a pesar de bandearse en la sobreactuación “desequilibrada”. De lejos, a lo mejor buscada, su imagen tiene una fragancia (visual) a Angie Dickinson en la película de Brian de Palma Vestida para matar, pero más loquita.

Ésa es la cuestión 

La cuestión, de haberla, son programas de ficción diaria que aún no se definen ni como telenovela ni como serie, cosa que apareció como consecuencia colateral y no siendo éste su fin específico sino más bien un corredero de especulaciones como en la Bolsa; algo que flexibiliza los cruces y contra cruces de lo que se quiere poner al aire con lo que finalmente se pone. Las superproducciones de ficción de la televisión varían su solvencia según el país y según el devenir de los actores, que no es poco si lo flexible se hace laxo en la estructura de un guión y se descuida su continuo. Es decir, tomando siempre “prestadas” bases argumentales, resoluciones estéticas, formas de contar, colores y hasta vestuarios y símil escenografías que vienen de series norteamericanas (fundamentalmente de las cadenas Fox y Sony), la ficción nacional “de peso” viene perdiendo el resto costumbrista por ejemplo que había alcanzado años atrás (y de donde comieron varios directores de teatro). De todo lo que se copia, hasta se intenta ahora cierta copia de la actuación por formato, de símil visual de personaje pero no de contenido, como la Brédice siendo Angie Dickinson, como si fuera posible que a Lito Cruz le quede bien una sotana roja. Pero no. En estas series dramáticas la cosa siempre se pone difícil en materia de guión y su correlativa forma de actuarlo, pero siempre también quedan peinadas con la raya al medio cuando aparece o “un gran actor” o “un gran tema” (Telefé es experto en esto). En las telenovelas la cosa se puso peor: ya no hay ficción a la siesta y sólo aparece cuando empieza la noche, donde lo galanes pueden andar un poco más en bolas y se ganan así tres teleaudiencias: la nieta (o el nieto), la madre (o el padre) y la abuela (o el abuelo, el tío o la tía).

Como es imposible mantener los niveles de producción de las series norteamericanas, y tampoco es muy difícil resistírseles a la hora de pensar una trama para la tele local; en estas ficciones argentinas de gran producción parece todo sistemática y visualmente organizado en un sólido guión, pero en realidad sólo parece, ya que en cualquier momento lo que parece serie se hace telenovela hasta que no dé para más y todo confluya en algo parecido a lo que fue la explosión de Fabián Vena en Resistiré, que fue la primera y casi la mejor de estas ficciones de género entrecruzados que se van armando a medida que se va compitiendo. Y esto no es sólo un desafío para los autores, guionistas y escribas del programa, sino un dolor de cabeza también. De las tres que hoy se emiten, la que parece apostar desde varios flancos y niveles, la que apuesta digamos ya que en las otras está Adrián Suar (que abre y cierra puertas como quiere), es El elegido, donde la ambición de Pablo Echarri está actuada en un abogado que se la pasa corriendo tratando de alcanzar las verdades ocultas de una conspiración que siempre deja un lugarcito para el amor. En el medio, los rumores de los avatares cotidianos de los actores y el rating, que les baja a tierra el sueño.

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