Sociedad

Siempre libre o libre soy

Del fogoneo del capitalismo a la falsa idea de independencia


Por Romina Sarti*

“…en esos días, hace todo como si no pasara nada:

deporte, trabajo, salida con amigas, citas, y siempre fresca y divina”

La independencia como antónimo de exclavitud

Ser independiente es no depender de nada. Y en esa simple acción, mostrar autosuficiencia es despampanante, hollywodense y admirable.

Somos Rambo en la selva cociéndonos el brazo; somos la cis espléndida que en tacos y pollera blanca, corre un taxi con enorme sonrisa sin que “nada la detenga, aunque indispuesta”; somos el sueño americano de lograr lo que nos proponemos.

Nos valemos de nuestros propios medios y tenemos la vida que queremos, vida bajo los principios éticos o inmorales que elijamos. Somos protagonistas de nuestra película. El resto es reparto.

Esta independencia tergiversada se replica en el cine, en publicidades, en noticieros, en redes sociales: el enemigo público es la muleta, el apoyo, los brazos entrecruzadas que sostienen cuando caemos. Otra vez, el capitalismo encontró nueva amante: la meritocracia que revienta los lazos de solidaridad porque éste mundo, reivindica poder sola/solo/sole.

El “Yo frente al mundo” es un discurso seductor; nos hace sentir importantes; nos dice que podemos batallar contra un sistema (ese mismo sistema que no te deja ser vos). Entonces ego posmo: fotos, flashes, pseudo reconocimiento.

Bajo esta lógica, toda persona que no responde a los parámetros mínimos esperables, instalados como normales, se transforma en un ejemplo “extraordinario” (aludiendo también a esa peli).

De lo dicho, un cinismo paradojal. Ser normal, heterocis, estandarizade. Todo lo necesario para acceder a la independencia. Pero si sos rare, distinte, diverso y lográs algo inesperado de tu colectivo: Oh meritocracia!, Oh fotos!, Oh banalización del complejo camino recorrido.

Ejemplos de humillación: hábito quebrado

Podríamos deducir con la velocidad de Flash, que en este sistema el triunfo colectivo es relativizado frente al individual, justamente por todo lo que hemos dicho anteriormente.

Supongamos que más allá de ser un ladrillo en la pared, cabemos en un muro sin sobresalir, ni brillar, ni llamar la atención. Y de golpe, somos un ladrillo que cae al piso y se rompe, o nuestra forma es distinta a la milimétrica pensada para que funcione el engranaje: ¿seriamos desechados?, ¿intentarían recuperarnos emparchándonos, rehabilitando?

Simples ladrillos que por infortunio, azar o ruleta, resultamos tener (¿ser?), una forma inesperada…quizás nos piquen para hacer una manta tipo gramilla en el piso. Y así, de paso, naturalizamos la invisibilización, la denostación.

¿Será lo mismo ser piso que pared? ¿Por qué tiene tanto peso la independencia? ¿Qué pasa cuando comenzamos a necesitar de estrategias de asistencia porque se va rompiendo la vereda? ¿Cómo actuar cuando sobresale una parte quebrando la lógica uniforme?

La vereda mira a la pared. La pared se queja de lo rutinario, de lo cotidiano. Con ladrillos buenos, que se adaptan a las necesidades del muro, se evaden las intervenciones. A veces, se recibe cariño, arte, manos de infancias que acarician, mensajes de amor, de lucha.

En cambio, el piso recibe golpes, pisotones, caca de perros, de pájaros, de gatos, de políticos, de empresarios: se mezcla la basura con la grana. La vereda añora lo cotidiano. Es intervenida sin ser consultada. Depende de una voz externa. Se vuelve esclava de decisiones tomadas por sobre ella.

Lo cotidiano en el cuerpo de una persona con discapacidad queda expuesto a la intervención del otre. Así, lo cotidiano se torna dependencia, y la independencia queda relegada a las cuerpas “sanas”.

Depender de la ayuda de otros es humillante en una sociedad que premia la independencia (…) Muchas personas con discapacidad que pueden vislumbrar la posibilidad de vivir con la misma independencia que una persona sin discapacidad; o que han alcanzado esta meta tras un gran esfuerzo; valoran su independencia por sobre todas las cosas (…) las personas con discapacidad necesitamos toda la independencia posible, por mínima que sea. Sin embargo, hay personas con discapacidad que siempre van a necesitar muchísima ayuda de otros solo para sobrevivir (por ejemplo, quienes tienen muy poco control sobre sus movimientos), y al punto de que todos consideran que la independencia es necesaria para el respeto y la autoestima, estas personas estarán condenadas a ser de-valuadas. (…) si nuestra cultura valorase más la interdependencia, esa energía podría canalizarse en actividades más gratificantes…” (Wendell, 2019, pp.12 a pp.13)

Lo cotidiano en una pared es irrumpido por un grafiti revolucionario, un chiste, un afiche de Amalia Granata Diputada (lo cual pone de manifiesto cómo la realidad es tremendamente desconcertante). Lo cotidiano aburre a la pared, se sostiene como una suerte de muro del hastío, un sonambulismo maquillado. Sin embargo, esto regala rutina, resultados esperados, en tanto no se alteren los procesos, los sucesos, los eventos.

El silenciamiento, la invisibilización, la falta de habitus al decir de Bourdieu, hace del piso algo pisoteado, una mimética del sistema de opresión frente a la diversidad. El capacitismo biologicista puede condicionar lo cotidiano. Y de todas maneras no lo define en su totalidad; se escabulle del reduccionismo hegemónico,  gestando disidencias, pluralidades, otredades.

***

*Licenciada en Ciencia Política (UNR), docente titular de Problemáticas de la Discapacidad en Tecnicatura de Acompañante Terapéutico y Ciclo de Licenciatura en Acompañamiento Terapéutico, docente de Sociología de la Discapacidad en la Lic. En Órtesis y Prótesis de la Universidad del Gran Rosario (UGR). Columnista de “Cuerpas Mutantes”, en Tu mejor golpe, radio Wox Rosario. IG: romina.sarti

**Bernarda Guerezta. Licenciada en Periodismo y Comunicación (UNR), docente de Políticas e inclusión en el Acompañamiento Terapéutico en Ciclo de Licenciatura en Acompañamiento Terapéutico de la Universidad del Gran Rosario (UGR).

Comentarios