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De Irán a Rosario con Central

Por Santiago Baraldi.- En 1980, un joven Behrouz Roohani huyó de la guerra en su país. Quiso ir a EE.UU., donde tenía parientes, y no lo dejaron. Y se acordó de un dato insólito: el cuadrangular que el auriazul ganó en 1975 en Indonesia.

En 1975, Rosario Central obtuvo un cuadrangular en Yakarta, Indonesia y trajo una copa de oro macizo con incrustaciones de piedras preciosas cuyo paradero es hoy un misterio. Cuando el plantel regresaba al país, hizo escala en Teherán, la capital de Irán. A 400 kilómetros de allí, en la ciudad de Tabriz, en la televisión daban cuenta del triunfo auriazul. Y el joven Behrouz Roohani, cuando escuchó la descripción de la camiseta, le dijo a su hermano: “Esa será la nuestra para el equipo del barrio, azul y amarilla”. Los avatares y vaivenes político-religiosos en los días del ayatolá Jomeini hicieron que Roohani abandonara su país para siempre y el destino lo trajo, precisa y curiosamente, a Rosario. Llegó el 24 de febrero de 1981 y apenas arribó vio a un muchacho con aquella camiseta en el Monumento a la Bandera, la que había copiado para su equipo en el barrio de su lejana Tabriz, la azul y amarilla. Entonces no lo dudó y se quedó para siempre. Como todo inmigrante, pasó por todas: trabajó en una marroquinería de calle San Luis, manejó un camión hormigonero, fue chofer del Expreso Alberdi y de la línea 103 hasta que en el 92 se hizo cargo de un taxi. “Ya llevo 20 años recorriendo las calles de Rosario, soy un agradecido porque siempre me sentí bien tratado. Escapé de una guerra y dejé allá a mi padre y mis dos hermanos a los que nunca volví a ver”, dice Roohani ahora, mientras se prepara para las fiestas del Noruz, que es el año nuevo tradicional en Irán, el día que comienza allí la primavera.

Cuando el líder musulmán chiíta Ruhollah Jomeini asumió en enero de 1979, Irán estaba convulsionada y Roohani fue enrolado al servio militar: “Cuando estalló la revolución islámica liderada por Jomeini, éste alentaba a la población vecina de Irak a levantarse contra Saddam Hussein porque no era musulmán… Allí pasa todo por la religión, no por la política. Hussein buscó invadir Irán por el sur, en Juzistán, ahí atacaron y mucha gente murió. Me tocó estar ahí, y yo creí que en cuatro o cinco días se iba a arreglar, pero el fanatismo pudo más. Bombardeaban barrios civiles, colegios y después se respondía, era de nunca acabar… Me destinaron a Yemen, que estaba en guerra con Omán; nos tocó una misión de seis meses allí y en esa guerra perdí tres dedos, vi morir a mis amigos que volaban cuando pisaban las minas… En los diarios de Irán no salía nada, a nosotros no nos dijeron que íbamos ahí”, recuerda con dolor.

En esos tiempos, muchos jóvenes, alentados por sus padres, huían de Irán ante la ausencia de un futuro mejor, o siquiera de un futuro. Roohani afirma que, para evitarlo, el nuevo régimen colgaba en los árboles a quienes intentaban huir. En ese entonces él, con 28 años, era el mayor de los 15 muchachos que se lanzaron a una marcha desesperada: dejar la ciudad de Tabriz y escapar por la frontera con Turquía. “Un invierno tremendo, caminábamos de noche para no ser vistos y de día dormíamos en cuevas, en las montañas, todo era nieve…”, recuerda. “En las mochilas llevamos dátiles, nueces y dólares. Cuando nos acercábamos a la frontera, veíamos a los ahorcados: estaban congelados y los dejaban ahí para asustarnos y hacer que no siguiéramos adelante. Había un pastor que tenía más de tres mil ovejas, que se arriesgó y nos guió hasta la frontera. Era un infierno blanco, todo nieve, no se veía nada de nada, sólo el blanco. Durante siete horas caminamos con el pastor y sus ovejas. Parecía la película «Expreso de Medianoche»: había guardias revolucionarios, la guerra había estallado por todos lados, y si a un gendarme no le gustaba tu cara te mataba o te colgaba”, dice.

Y cuenta que salir no fue suficiente. “Cuando llegamos a Turquía, ya a 30 kilómetros de la frontera, los guardias nos querían devolver. Como era el mayor pedí hablar con algún superior hasta que vinieron de Ankara para saber qué pasaba: si nos devolvían, nos fusilaban. Los muchachos que estaban conmigo amenazaban con cortarse las venas ahí mismo para no volver. Uno de esos superiores me escuchó y nos enviaron a gente de Naciones Unidas en Estambul y de ahí nos dieron el pase a Roma. Aún hoy, 30 años después, tengo esas imágenes, de esos cuerpos colgados, tengo pesadillas, tengo ese trauma”, dice.

Aquel grupo se dispersó y algunos se radicaron en Italia, otros en Francia, también en Alemania, Canadá y Australia. Roohani tenía parientes en Estados Unidos, pero la embajada norteamericana le negó la visa: “Mis primos tenían una estación de servicio en Detroit y yo quería ir allí, pero no pude. Cuando salí de la embajada americana en Roma, cruzando la avenida estaba la embajada argentina y ahí me aceptaron: con una visa por 90 días llegué y estuve en Buenos Aires un tiempo. Gente de la colectividad me recomendó viajar a Tucumán: un descendiente de iraníes tenía un ingenio azucarero y podía trabajar allí. Sin embargo, el 24 de febrero, cuando estaba en el tren, conocí a unos rosarinos que volvían de sus vacaciones en Mar del Plata porque rendían el ingreso a Medicina. Me hablaron todo el viaje de lo lindo que era Rosario y me bajé aquí. No fue Detroit, ni Tucumán, Rosario siempre estuvo cerca… Aún conservo el boleto de tren”, dice Roohani, emulando la canción con la que Fito Páez homenajeó a Alberto Olmedo.

Y, como ellos, Roohani encontró otro ícono de la ciudad: Central. “Conocí el Monumento a la Bandera y allí vi a un muchacho con la camiseta de Central, me acerqué y le pregunté si ese equipo alguna vez había pasado por Irán, si había jugado en Yakarta. Me lo confirmó y ahí supe que era aquel equipo que vi por televisión. ¿Cómo no me iba a quedar en Rosario?”, dice, parte en broma y parte en serio, dando la espalda a la tragedia.

“El destino tiene tantas vueltas… Uno no sabe qué le espera en la vida –reflexiona–. Si hace 30 años me decían en Irán que iba a venir a un lugar llamado Rosario, en un país tan lejano para nosotros como Argentina, y que iba a terminar manejando un taxi… Imposible, y sin embargo aquí estoy”, relata con orgullo.

Pero de inmediato vuelve a acordarse de lo que dejó atrás. Recuerda a su padre que quedó en Irán –su madre falleció mientras estaba en la guerra– y a sus dos hermanos: “Ellos crecieron, se casaron, tuvieron hijos y tengo dos sobrinos nietos. Nos conocemos por fotos y cartas, yo no puedo volver porque no podría salir del país y seguramente me aplicarían penas durísimas. Y, si ellos salen, tampoco podrían volver, es decir que hasta que no haya un gobierno más flexible será así”, explica.

“Espero que haya un cambio, la gente quiere otra cosa, los jóvenes tienen otro chip en la cabeza, la gente salió a las calles en Egipto, en Siria murieron siete mil personas en las calles en un año porque no quieren más a estos regímenes autoritarios. Las generaciones cambian y no comparten que haya conflictos por cuestiones religiosas. En Irán hay cien mil presos políticos sólo por pensar diferente: están en malas condiciones, no ingresan los organismos de derechos humanos… Me avergüenza que esas cosas pasen en mi país”, confiesa.

Ya instalado en Rosario, Roohani conoció una familia de barrio Alberdi que también es de origen iraní: se terminó casando con la hija mayor, con la que tuvo cuatro hijos. Y ahora, con evidente orgullo, cuenta que su hijo mayor se recibió de abogado: “Había hijos de iraníes arquitectos, odontólogos, médicos, pero recibido en derecho, ninguno”, afirma. “Mi hijo es el primero, no sólo en Argentina, sino en Sudamérica”, vuelve a sacar su orgullo.

Pregunta ineludible es la de la Fiesta de las Colectividades. Y Roohani la celebra: “Acá hasta las carpas de Israel y Palestina conviven sin problemas: un ejemplo de convivencia a pesar de las diferencias”, dice.

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