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Daniel Feierstein: “El sufrimiento no elaborado posibilita la emergencia del neofascismo”

El prestigioso sociólogo estuvo presente en un ciclo de charlas destinadas a docentes, a cargo de la Secretaría de Derechos Humanos municipal. Analiza por qué hubo un auge de prácticas fascistas en Argentina 


Créditos: Paula Conti.

A partir del ciclo “Memorias dialogadas”, el sociólogo Daniel Feierstein participó de la charla que se desarrolló el último miércoles en la Biblioteca Argentina Juan Álvarez. El encuentro, del que también participó la directora nacional de Sitios de Memoria Lorena Batistiol y fue organizado por la Dirección General de Derechos Humanos y Memoria, llevó el título de “Territorializar la memoria. La responsabilidad de los Estados frente al negacionismo”.

Antes de ese encuentro y en diálogo con El Ciudadano, el doctor en Ciencias Sociales y especialista en memoria y genocidio repasó los puntos principales del libro “La construcción del enano fascista” publicado en 2019 que fue reimpreso recientemente. El libro cobra actualidad por la velocidad con la que sucedió el fenómeno que él ya observaba desde fines de 2017 en figuras como Patricia Bullrich o Juan José Gómez Centurión.

Presidió la Asociación Internacional de Investigadores sobre Genocidio y fue uno de los investigadores que siguió de cerca las medidas anunciadas por el gobierno durante la emergencia sanitaria por covid-19 y el nivel de acatamiento o resistencia que generaron. A partir de la publicación de su libro “Pandemia. Un balance social y político de la crisis del COVID-19”, comentó cómo cree que impactó el fenómeno en el contexto político nacional.

—La palabra fascismo se usa bastante en medios, en conversaciones cotidianas, ¿qué es realmente y por qué podría ser una terminología actual?

—El fascismo es una experiencia política que da cuenta de una serie de movimientos, en particular en Europa en el siglo XX. Hay mucha discusión sobre a qué tipo de movimientos se refiere. El término surge de la experiencia italiana con Mussolini a partir de la marcha sobre Roma en el 22 y se suele aplicar en general, como mínimo, a tres grandes regímenes: el fascismo italiano, el nazismo alemán y, con un poco más de discusión, al franquismo español. Éste es su origen. 

En la tradición de trabajo sobre el fascismo hay tres grandes tradiciones teóricas. Una que lo tiende a pensar más como ideología; otra que la tiende a pensar más como un sistema de organización política que tiene que ver con el corporativismo y que fue muy prototípico, sobre todo en la experiencia italiana y española; y hay una tercera mirada que surgió en el propio momento de existencia del fascismo y que lo mira como práctica social. Esta tercera tradición es la que me parece más rica para pensar el presente. 

La segunda tradición no tiene nada que ver con el siglo XXI, hoy casi no hay movimientos corporativos. En cambio, encuentro más potente mirarlo como práctica social porque se observa una gran una cantidad de prácticas que tienen que ver con la capacidad de movilización reaccionaria, con las formas de utilización política del odio, con las formas de utilización de técnicas de proyección, con la elección de grupos a los que se estigmatiza para cargar sobre ellos la responsabilidad del sufrimiento. Se ve en este siglo XXI, en Europa, Hungría, Polonia, Francia, Italia y Alemana; en Estados Unidos; en América Latina; en India. 

El concepto de fascismo se ha usado muchas veces como un insulto, como descalificación y así pierde todo su sentido porque si todo lo que no te gusta políticamente es fascismo, entonces fascismo puede ser cualquier cosa.

“Es necesario trabajar para que el enojo no sea utilizado en forma de odio y pensar en formas de canalización más solidarias, cooperativas y productivas”

—También se usa mucho la expresión “discurso de odio”

—A mí no me gusta mucho ese concepto de discurso de odio porque tiende a englobar cualquier cosa. El odio es una emoción que todos tenemos. Decir discursos de odio sería como un discurso en el cual emerja nuestro odio, pero eso nos pasa a todos y no me parece que tenga tanta gravedad. 

Por eso, pienso en términos de práctica social fascista, que constituye una forma específica de utilización política del odio. El odio lo podemos tener todos, una cosa es cuando emerge espontáneamente pero la pregunta es cuando es instrumentado políticamente, cuando hay un diseño político que busca direccionar nuestro odio para producir ciertos efectos. Ahí es donde está el problema. Cuando se construye a un personaje, un sector social, un sector político o sectores sufrientes como responsables de nuestros sufrimientos y se busca entonces canalizar esa frustración, resentimiento y enojo para transformarlo en odio contra ese sector. Primero asume la forma de pensamiento sobre discursos pero éstos habilitan acciones. Cuando hay un conjunto de personas que piensa que todos nuestros males son responsabilidad de los beneficiarios de planes sociales o los inmigrantes de países limítrofes o Cristina Fernández de Kirchner, después va a haber gente que va a salir a plantear un movimiento antiplaneros o antipiqueteros, como de hecho se propuso construir, o van a quemar refugios de inmigrantes, como ocurrió en muchos países de Europa, o van a intentar asesinar a Cristina Fernández de Kirchner.

Estas formas de construcción y utilización política del odio van transformando los discursos y los pensamientos en prácticas, ahí es donde radica el peligro. Siempre tiene que ver con una construcción sociopolítica. No es que haya gente suelta, sino que es manipulada y buscada para poder redireccionar su odio de esa manera. Tenemos que ver las dos cosas, primero aquellos grupos políticos que llevan a cabo estas maniobras pero también ver cómo juega el enojo en cada uno de nosotros. No pensar que siempre juega en el otro nada más. Es necesario trabajar para que el enojo no sea utilizado en forma de odio y pensar en formas de canalización más solidarias, cooperativas, productivas. Porque el enojo y la indignación son emociones muy necesarias, particularmente cuando es el enojo ante la injusticia, ante el propio sufrimiento. En vez de buscar a alguien a quien atacar, buscar cómo construir formas de resolución de esos problemas, incluso si implican conflicto político, pero que sea un conflicto orientado, que busque transformar nuestras condiciones de vida más que encontrar un responsable al que colgar o fusilar.

¿Qué te llevó a escribir “La construcción del enano facista” en 2019 y cuál te parece el mayor cambio que hubo desde entonces?

—Ver que por primera vez hacia fines de 2017 cobraba fuerza la emergencia de iniciativas neofascistas en Argentina. A lo largo de su historia, en Argentina varias veces hubo grupos fascistas pero creo que nunca tuvieron peso político real y generalmente fueron muy marginales o manipulados por otros. Veía que eso empezaba a emerger con una capacidad de interpelación mucho mayor pero todavía en forma incipiente.

En estos cuatro años eso cobró una fuerza más rápida de lo que pude imaginar. En ese momento, por un lado, planteaba que había formas fascistas que atravesaban a las dos grandes formaciones políticas argentinas: empezaban a aparecer voces neofascistas en el peronismo y, sobre todo, en la alianza Juntos por el Cambio. También comenzaba a emerger un movimiento político, que en ese momento lo conducía Juan José Gomez Centurión, que estaba logrando cierto apoyo en todo el territorio nacional aunque del 3% en todo el país y que expresaba que ya no era una tendencia dentro de una fuerza política de otro tipo.

En estos cuatro años se reconvierte, no hay Gómez Centurión pero aparece una figura como Milei que cobra otro protagonismo. En el peronismo identificaba a Berni que sigue estando, a Pichetto que luego se pasa a Juntos por el Cambio, a Guillermo Moreno que sigue siendo marginal. Sin embargo, no fue tanto en el peronismo como en Juntos por el Cambio donde veo esto y la figura de Patricia Bullrich que en el momento del libro era ministra de Seguridad y cobraba cada vez más poder. Efectivamente se transformó en presidenta del Pro y hoy es una de las precandidatas a presidente con un apoyo importante.

Además, aparece un nuevo movimiento alrededor de la figura de Javier Milei que en ese momento todavía no coqueteaba tanto con estas lógicas neofascistas. Era un economista ultraneoliberal que circulaba por los canales de televisión. Pero en estos cuatro años empieza a anudar relaciones, incluso se separa de su socio más democrático liberal que es Maslatón y empieza a articularse con Victoria Villarruel, con el hijo de Bussi, con sectores de la derecha nacionalista en distintas provincias, en particular en el norte. Y empieza a asumir un discurso más propiamente neofascista con una interpelación importante a la población, porque tuvo un buen desempeño en Ciudad de Buenos Aires y provincia de Buenos Aires en 2021 y parece proyectarse a nivel nacional.  

Hubo un crecimiento muy vertiginoso, en el medio nos atravesaron crisis muy profundas. Y se profundizó mucho la falta de respuestas a la crisis económica, apareció la pandemia, la guerra en Europa. Todos estos elementos aceleraron un proceso que, de todos modos, se venía dando. Esto venía germinando no solo a nivel global sino en la sociedad argentina. La existencia de una bronca sin capacidad de canalización porque el gobierno no la escucha. Entonces esa bronca se expresa en estas formas neofascistas con dos grandes figuras: Bullrich y Milei. 

—Considerando el contexto nacional y regional, ¿te parece que el progresismo se puede llegar a teñir de prácticas asociadas al fascismo? Por ejemplo, las cancelaciones o los escraches

—Depende a qué llamemos sectores progresistas. Si vos me dijeras, si dentro del peronismo hay sectores que asumen estas posturas neofascistas te diría sí, pero no sé si lo llamaría dentro del progresismo porque yo no ubicaría ni un Berni ni un Pichetto ni un Moreno dentro del progresismo.

—Pero más allá de la personificación

—El problema del progresismo es otro. Sus prácticas no son neofascistas y no tienen nada que ver con el fenómeno del fascismo, sin embargo alguna de sus prácticas generan la posibilidad de que el neofascismo sea una respuesta a esos problemas. 

La práctica de la cancelación no es lo mismo que la movilización reaccionaria ni la utilización del odio, pero colabora en esta división social y nutre mucho al neofascismo. Genera una situación de confrontación entre iguales que facilita sumarse a estructuras de estigmatización. No podemos nombrarlo como fascismo pero hay prácticas muy problemáticas del progresismo de la última década, en todo el mundo, que han facilitado mucho la adhesión, sobre todo de varones jóvenes, al neofascismo y ahí sí hay algo para preguntarse.

Es un tema muy importante para revisar porque si no se les ofrece otro tipo de repuesta que no sea la de arrasar con todas las conquistas logradas en términos de género o la de enfrentar en modo violento o cancelatorio a todo el movimiento feminista o en recuperar la violencia machista como algo valorable; si no hay una respuesta que intente abordar el problema desde un lugar más comprensivo, más inteligente, que busque recuperar la conquista de género y a la vez darle voz a este sufrimiento, estaremos generando condiciones para que la única respuesta que puedan encontrar esos pibes sea el neofascismo.

—En Argentina, en el campo de los derechos humanos no existe un acuerdo respecto a qué hacer con las expresiones negacionistas, si sancionarlas o no. Es un debate abierto, ¿vos qué pensás?

—Estoy cada vez más convencido de que las construcciones simbólicas, las construcciones de memoria aún si son negacionistas, se combaten en el plano de las sociedades, de abajo hacia arriba. El poder punitivo estatal no está diseñado para penalizar pensamientos, por horribles que sean esos pensamientos. Cuando el negacionismo es más que pensamiento, por ejemplo incitación a la violencia o apología del delito, en el derecho penal existen herramientas porque ya son prácticas, no ideas. 

En cambio, cuando se trata de ideas el derecho penal no es la herramienta para abordarlas. No quiere decir que no las tengamos que enfrentar pero me parece que las tiene que enfrentar la sociedad argumentalmente y documentalmente. Y también planteando el nivel de ataque a la dignidad de las víctimas que implica.  

Es una tremenda discusión, no hay acuerdo en esto. En el caso de los organismos de derechos humanos la mayoría con los que he hablado coinciden con esta postura. 

“La pandemia muestra que ahí donde hubo mucho sufrimiento no elaborado esta inclinación al neofascismo creció muchísimo más rápido”

—También es un debate abierto por el contexto y porque hay países que sí legislan en este sentido

—Los países que tienen legislaciones de este tipo, lejos de haber erradicado el negacionismo, han logrado que sea cada vez más importante. Los pone en un lugar de victimización porque si tenés alguien que quiere plantear una idea y el Estado no lo deja, la población joven sospecha que esa idea debe tener algunos elementos de verdad porque sino ¿por qué no se la deja emerger? Termina funcionando más como propaganda que como capacidad de limitar su irradiación porque es una ficción creer que si alguien pena una idea, esa idea no va a circular. Lo va a hacer de forma clandestina, se va a volver mucho más apetecible y contrahegemónica.

Ese tipo de legislaciones provocan estas cosas en muchos lugares del mundo, en especial en Europa. Hay que lograr una condena social no una condena legal, como pasó muchos años en nuestro país y, lamentablemente, lo hemos perdido.

Lograr de nuevo que quien establece estas fórmulas, estas ideas, interpretaciones negacionistas se vea tan condenado por la sociedad que decida revisarlas o callarlas pero no porque nadie le prohíbe expresarlas sino porque siente vergüenza, porque se da cuenta que está lastimando a muchas personas y se lo hacen sentir.

En nuestro país se logró durante muchos años que no pudiera emerger, por ejemplo, entre representantes políticos una visión negacionista porque era piantavotos. Generaba un repudio social. Hasta 2012, 2013 funcionó así. Hay que preguntarnos por qué y qué pasó en nuestra sociedad para que ahora pueda emerger y no tenga condena social.

—Vas a participar de una charla que tiene que ver con estos temas bajo el nombre “Territorializar la memoria. La responsabilidad de los Estados frente al negacionismo”. Entonces, si pensás que no debería legislar en contra ¿qué podría hacer?

—El Estado tiene mucha responsabilidad pero de otro tipo, no en su estructura penal sino en su estructura educativa, ejecutiva y administrativa. Tiene mucha tarea de investigación y de documentación. El rol de los sitios de memoria es fundamental. El Estado tiene que poder formar no sólo a los estudiantes sino, por ejemplo, capacitar a sus docentes para abordar estas problemáticas con  herramientas argumentales y emocionales para enfrentarlas y no acallarlas en el aula.

El campo popular o incluso la sociedad se ha achanchado mucho en ese sentido y eso también ha generado el crecimiento del negacionismo. 

Primero se ha perdido de vista que las construcciones simbólicas se construyen siempre de abajo hacia arriba, no de arriba hacia abajo. Segundo, se han construido algunos mantras políticamente correctos que se repiten una y otra vez sin revisarse. Ha jugado mucho esta lógica de pensar que se educa bajando línea y fue muy perjudicial en la construcción de memorias colectivas porque ha generado un terreno más fértil para que el negacionismo pueda crecer.

—¿En qué medida la pandemia contribuyó a este contexto?

Creo que la pandemia contribuyó muchísimo pero no inevitablemente. En nuestro país, implicó un doble sufrimiento producto de cómo se manejó la política: el sufrimiento sanitario y el de las medidas de contención. Hubo países que tuvieron uno solo de los dos pero no hubo países que no hayan tenido ninguno. Argentina es uno de los países, entre muchos otros, que tuvo el golpe sanitario de la pandemia y sufrió el costo social de las medidas de contención. No hubo ninguna instancia de elaboración de ese sufrimiento. Hubo una actitud por un lado negacionista y por el otro lado maníaca de, inmediatamente, apenas apareció la vacuna, hacer como que todo terminó y no existe más y no hubo pandemia y listo. No hubo instancias donde elaborar ese sufrimiento. 

El sufrimiento no elaborado posibilita la emergencia del neofascismo. El sufrimiento no elaborado a algún lugar tiene que ir, eso facilitó mucho esa transformación del enojo en odio. 

El fenómeno es internacional, esto no pasó en todos los lugares pero sí en gran parte del mundo. En Australia, Nueva Zelanda y China lograron contener y no tener la consecuencias sanitarias que tuvo la mayor parte del mundo. México decidió no hacer política de contención entonces tuvo las consecuencias sanitarias pero no las de las medidas de contención social. Son países donde paradójicamente no hubo un crecimiento significativo de estas formas neofascistas. 

La pandemia muestra que ahí donde hubo mucho sufrimiento no elaborado esta inclinación al neofascismo creció muchísimo más rápido. No es el único elemento explicativo pero es indudable que jugó un rol muy importante.

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