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Cuando el Peludo llegó a la Rosada

Por Rubén Alejandro Fraga.- Se cumplieron 95 años del triunfo de Hipólito Yrigoyen en las primeras elecciones presidenciales libres del país.

Ayer se cumplieron 95 años del triunfo del caudillo radical Hipólito Yrigoyen, quien ganó las primeras elecciones presidenciales libres de la historia nacional. En efecto, el domingo 2 de abril de 1916 los argentinos concurrieron a las urnas en los primeros comicios realizados con el voto universal, secreto y obligatorio, tras la reforma electoral promulgada por el presidente conservador Roque Sáenz Peña.

Surgida al calor de la lucha liderada desde la oposición por la Unión Cívica Radical para modernizar los comicios e impedir el habitual fraude electoral, la ley fue un significativo avance en su tiempo ya que permitió a grandes masas poblacionales participar del acto electoral. Con todo, aún distaba de ser completamente universal: las mujeres y los extranjeros –que por entonces eran una gran parte de la sociedad– aún no tenían derecho a voto.

En Santa Fe la ley Sáenz Peña ya había sido estrenada el 31 de marzo de 1912 para elegir gobernador y vice, en comicios en los que triunfó la fórmula radical integrada por Manuel J. Menchaca y Ricardo Caballero.

En las presidenciales de 1916 votó el 62,7 por ciento de los ciudadanos habilitados para sufragar, según el padrón militar de la época.

Yrigoyen, acompañado por el riojano Pelagio Luna como candidato a vice, por la UCR, obtuvo 336.980 votos, el 46,8 por ciento y logró 152 electores para presidente.

Segundo se ubicó el binomio conservador compuesto por los sanjuaninos Ángel Dolores Rojas y Juan Eugenio Serú, del Partido Autonomista Nacional (PAN), con 155.187 votos, un 21,6 por ciento, y 104 electores.

Tercera, la fórmula del Partido Demócrata Progresista (PDP), integrada por el rosarino Lisandro de la Torre y el paranaense Alejandro Carbó Ortiz, con 63.098 votos, un 8,8 por ciento, y 20 electores.

Cuarta quedó la boleta del Partido Socialista (PS), integrada por los porteños Juan Bautista Justo y Nicolás Repetto, con 52.215 votos, el 7,3 por ciento y 14 electores.

Cuando el pueblo llegó al gobierno

Hipólito Yrigoyen tenía 64 años cuando se convirtió en el primer presidente argentino elegido por el voto universal. No era un orador ni escribía para el público como lo había hecho el fundador de la UCR, su tío, Leandro Nicéforo Alem. Sólo imponía su presencia a sus seguidores directos, con quienes establecía contacto cara a cara, lo que generaba en cada uno de ellos un alto grado de lealtad hacia él.

Yrigoyen frecuentaba muy poco los locales partidarios, se exhibía ocasionalmente en público y cuidaba con celo su vida privada. Apelaba a las masas a través de su misteriosa invisibilidad e inventó un singular estilo de liderazgo “mudo”, notablemente original y nunca emulado posteriormente. En su época fue el político más amado del país, aquél que no quiso transar con el fraude ni con la corrupción. El que llegó al poder por la UCR, el primer partido popular en la historia argentina, votado por los hombres de pueblo, pequeños empleados, obreros, chacareros. Apoyado por viejos criollos y los inmigrantes. El que primero encarnó el desafío de construir un país para todos, el que proclamó una verdadera cruzada ético-política: la causa contra el “Régimen”, un sistema de gobierno sustentado en los privilegios de unos pocos.

Le decían el Peludo, y el apodo le cuadraba a ese hombre solitario y misterioso, que nunca pronunciaba discursos, pero que con su silencio se ganó una adhesión popular casi religiosa. Se entronizó en el corazón de las grandes mayorías sin comprar los afectos, sino por el contrario exigiendo conductas honestas a los de arriba y a los de abajo.

Pero el pueblo lo amaba no sólo por su carismático silencio.

Yrigoyen fue el primer presidente democrático que dio plena vigencia a los tres poderes sobre los que se asienta el pilar constitucional de la Nación. También defendió la neutralidad y la independencia argentinas frente a las grandes potencias; abrió las universidades a las clases populares al promulgar la Reforma Universitaria; anticipó las leyes de jubilación; promovió la jornada legal de trabajo de ocho horas; reglamentó el trabajo a domicilio de las mujeres; humanizó las condiciones laborales en obrajes y yerbatales; e hizo general el uso del guardapolvo blanco en las escuelas para que los chicos argentinos se sintieran hermanos e iguales de otros chicos argentinos.

Y el 12 de octubre de 1928, cuando asumió por segunda vez la presidencia, lo aclamó el mismo pueblo que lo había aplaudido en 1916.

El triunfo que le dieron las urnas en su segunda candidatura fue casi un plebiscito: ganó en 14 de los 15 distritos electorales. Claro que no todos fueron aplausos. En otros lugares –no ya en las plazas ni en los conventillos ni en las pulperías del campo– hubo fastidio, indignación y hasta repulsión frente al regreso de Yrigoyen (tras un período intermedio de Marcelo T. de Alvear) y su “chusma”. La oligarquía no estaba dispuesta a tolerar otro gobierno del legendario caudillo de la UCR.

Cuando asumió su segundo mandato, don Hipólito tenía 76 años y estaba enfermo. Es cierto que no las tenía todas consigo, pero la conspiración que comenzó a urdirse en su contra desde el mismo momento en que ganó las elecciones se debió más a sus aciertos que a sus errores.

Uno de los grandes aciertos del radicalismo había sido la creación en 1921 de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), destinado a que los argentinos explotaran por sí su propio petróleo y dispusieran libremente de él. YPF fue puesto bajo la dirección del general Enrique Mosconi, un militar ejemplar al que nunca se le hubiera ocurrido voltear a un gobierno popular. Yrigoyen, su sucesor, Alvear, y Mosconi casi lograron que la ley de nacionalización del petróleo fuese promulgada en 1928, pero la oposición de un Senado dominado por los conservadores lo impidió. Las compañías extranjeras como la Standard Oil se estremecieron. Y comenzó a gestarse lo que sería el primer golpe de Estado de la historia argentina, que puso fin a su segunda presidencia el 6 de septiembre de 1930.

Una turba saqueó la modesta vivienda porteña de Yrigoyen, quien fue detenido y confinado en la prisión de la isla Martín García. No se le pudo comprobar delito ni irregularidad alguna durante su gestión, simplemente porque no los había cometido. El 3 de julio de 1933, la muerte lo sorprendió en la austeridad y la pobreza. Tras su féretro desfiló, hasta el cementerio de la Chacarita, una impresionante ola humana, nunca vista hasta entonces, que ocupó cuadras y cuadras en una lenta marcha. Fue un conmovedor racimo humano que hizo recordar a muchos la sentencia de Belisario Roldán: “Ensanchen las calles que va a salir el pueblo”.

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