LITERATURA
Viedma
Gonzalo Álvarez Guerrero
Reservoir Books/ Random House Mondadori
2015, 252 páginas
En 1986, el entonces presidente argentino Raúl Alfonsín, en una iniciativa sin precedentes, decidía trasladar la Capital Federal del país a la ciudad sureña de Viedma. Para ello contaba con Osvaldo Álvarez Guerrero, correligionario y, a la sazón, gobernador de Río Negro en aquella época. Poco tiempo después la iniciativa quedaría trunca abortando un giro de la historia política que hubiera modificado sustancialmente el devenir. Ese suceso, no demasiado visitado por textos políticos, históricos ni literarios, adquiere sustancia en Viedma, una novela que transita esa delgada línea entre la ficción y la no ficción para describir ese momento clave a través de un relato que puede leerse como de iniciación y cuyo protagonista y autor del libro es el hijo de ese gobernador, Gonzalo Álvarez Guerrero.
A continuación Álvarez Guerrero, periodista, y ahora escritor, cuenta algunos momentos de la génesis de Viedma, donde da cuenta con agudeza de los avatares de esa gesta política a la vez que anuda con imaginativa sensibilidad –la que provee la ficción– la suya propia, la de esos años adolescentes que son el principio de lo que vendrá.
—Es tu primera ficción publicada; por características y contenido, ¿la pensaste como una novela de iniciación?
—La pensé básicamente como una historia vista desde los ojos de un adolescente. Me interesaba eso: escribir una novela sobre la adolescencia, que contara las relaciones de un adolescente con su padre, con sus amigos, con la chica de la cual se enamora, con el lugar donde vive. Mientras escribía, leí varias novelas y vi varias películas que relatan la adolescencia. No me atrevería siguiera a mencionar a (J.D.) Salinger; El Guardian entre el centeno es el mejor libro sobre la adolescencia que se escribió jamás. Pero Nick Hornby sí me sirvió de inspiración. A Viedma quería darle ese tono: el de un chico que está creciendo, y que mira la singularidad de la vida con un poco de ingenuidad.
—“Viedma” puede leerse también como una novela de no ficción; ¿qué pesó más en su construcción, la ficción o la realidad de los recuerdos?
—Sí, lo más extraño de este trabajo fue la forma en que la ficción y lo real iban entremezclándose. A veces me peleaba con eso. A medida que crecía la historia de amor, o de desamor, entre Gonzalo y Catalina, a medida que la relación entre Gonzalo y su padre gobernador se complejizaba, más me forzaba a rodearlos de verdades. Cuando empecé, me había propuesto describir la situación política y social que rodeaba al Proyecto de Traslado de la Capital, que le da el contexto a la novela, con los recuerdos que yo tenía de esa época. Pero sentía que el relato no tenía credibilidad. Supongo que mi vocación periodística me llevaba a buscar datos precisos, a no escribir nada relacionado al contexto que no estuviera chequeado. Finalmente, para crear todo el ambiente político y técnico que gira alrededor del proyecto de traslado, hice más de cincuenta entrevistas. Me reuní con ex funcionarios alfonsinistas, con viejos colaboradores de mi padre durante su gobernación, con arquitectos e ingenieros que trabajaron en la planificación. Encontré mapas y planos increíbles, documentos secretos y presupuestos. Todo lo que aparece en el libro referente al proyecto es real, está investigado como si fuese un libro periodístico.
—¿Cómo surgió la idea de ensamblar situaciones a priori disímiles como un amor juvenil y el traslado de la capital a Viedma?
—Cuando mi padre murió, en 2008, empecé a recordar algunas historias con él. Me acordaba de anécdotas en Bariloche, durante mi infancia. Y reaparecieron muchas historias de los cuatro años que vivimos en Viedma, que me sorprendieron, porque las había olvidado. Se habían ido de mi mente. Sobre todo, los días aquellos en que Alfonsín hizo el anuncio del traslado de la Capital a Viedma. De repente, esos recuerdos no me dejaban dormir. Me despertaban a las tres de la mañana. Y tenía que anotarlos. Pero eso no pasaba a la computadora. Se amontonaban ahí, textos sueltos. Al año siguiente publiqué Máxima. Y como se publicó también en España, un día me invitaron a presentarlo a Madrid. Fue una experiencia bizarra, recorriendo programas de televisión de chimentos insólitos. Una noche, al volver de uno de esos programas divertidísimos, recibí un email avisando que se juntaría la promoción del Nacional 87. Ahí encontré la fórmula: la historia sobre aquellos recuerdos de Viedma, de mi viejo, de los años del proyecto de traslado, la tenía que escribir rodeándola de mis amigos, de las chicas que me gustaban en el colegio. Y con la mirada de aquel chico que fui.
—¿Cuánto tiempo te llevó poner en un texto esta ambiciosa historia que conocías de primera mano?
—Aun cuando ya tenía la fórmula que quería usar, me costó pasar de las notas a la redacción. No terminaba de descubrir el tono. Pero la historia se resistía al abandono. Y supuse que si seguía ahí es que podía ser una buena historia. Y que valdría la pena contarla. Empecé en el verano de 2011 y la terminé a fines de 2014. En esa época estaba haciendo terapia. Mi psicóloga me apuraba para que termine la novela, me decía que era la forma de enterrar a mis viejos, de despedirlos. Después de las vacaciones de verano no volví a terapia. Se publicó el libro y un día me llama mi psicóloga. “Lo leí –me dijo– ¡tenés que volver a terapia urgente!”.
—¿Por qué elegiste la tercera persona para la novela; qué te permitía?
—Por un simple desafío literario: siempre es más difícil escribir en tercera persona que en primera. Además, la tercera persona me permitía tener una mirada omnipresente, que contara cosas que el protagonista no supiera. Supongo que también buscaba no crear más confusiones: el protagonista se llama igual que yo, vivió en las mismas casas, le pasaron las mismas cosas. Pero el Gonzalo de la novela no soy yo. Se me parece, pero la mayoría de las cosas que le suceden son pura ficción.
—De alguna manera, el eje está puesto en la historia de amor, que actúa como motor y es aquello que se construye en los sucesivos capítulos y genera expectativas, a diferencia del traslado de la Capital, del que conocemos su tunco final ¿Necesitaste esa historia de amor como andamiaje?
—Sí, es extraño eso. Y demuestra que soy un mal escritor. Yo intenté escribir una historia sobre la relación entre un padre y un hijo, que viven juntos un momento singular de sus vidas, marcados por un episodio histórico sorprendente. Catalina, en cambio, aunque tiene mucha presencia, es un personaje más accesorio; es casi una metáfora del proyecto Viedma: eso que nos enamora y a lo que no podemos llegar. Pero los lectores se engancharon mucho con la historia de amor. Cada semana recibo algún mail preguntándome si Catalina existe…
—La conciencia sobre la dimensión del traslado de la Capital, ¿estuvo en vos en ese entonces o surgió con el correr de los años?
—Sí, estuvo. Porque mi padre hizo que estuviera esa conciencia de lo importante que era el proyecto de traslado de la Capital. Él realmente estaba convencido de que era un proyecto fundamental para la Argentina, que crearía un nuevo país y que rompería con el centralismo. Yo sabía que todo lo que estaba pasando era importante. Pero bueno, por entonces tenía 15 años. Y de adulto, cuando me puse a investigar y reflexionar sobre el plan alfonsinista, lo comprendí mucho mejor. Fue, seguramente, el plan más ambicioso y grandilocuente de la historia argentina de los últimos 100 años. Así que su fracaso tuvo un fuerte significado para el país. Aquella Argentina que parecía reencaminarse a la grandeza a mediados de los 80 dejó sepultada buena parte de sus esperanzas en esas costas del Río Negro. Así que Viedma es un poco eso: el futuro que no fue, la gran oportunidad desperdiciada. La ilusión perdida. Ciertas preguntas se me repetían todo el tiempo mientras escribía, casi melancólicas: ¿Qué hubiese pasado con nuestro país si se hubiese trasladado la Capital? ¿Qué hubiese cambiado en la política? ¿Cuánto habrían cambiado nuestras vidas?
—Hay una acertada y sugerente descripción del paisaje patagónico en la novela; ¿pensás que fue tu forma de apoderarte de esa patria infantil que dura toda la vida?
—No sé si es acertada o no. Pero es cierto que trabajé mucho en eso, en reencontrarme con la Viedma en la que viví. El desafío era regresar más de 20 años atrás, y que no se note. Durante la escritura, viajé cinco veces a Viedma, a buscar aquellas esquinas, aquellos amigos. A veces, escribiendo en Buenos Aires, hasta sentía que no estaba contando bien el viento patagónico, que ese viento de mis páginas no podía ni mover las ramas de los sauces del Río Negro. Entonces me tomaba un avión, y me iba a escribir a un bar de la costanera viedmense. Y me reunía con mis amigos, que me regalaban sus recuerdos. O con viejos funcionarios de mi viejo. Escribir esta novela fue revelador en varios sentidos. Descubrí cosas de mi padre que ni imaginaba. Y me amigué con Viedma, claro. No fui a la ciudad durante 20 años. Pero, al volver, me sorprendió que mis amigos de la adolescencia siguieran siendo tan divertidos como entonces.
—Venís del periodismo y ahora te acercás a la literatura; ¿con cuál de estas dos prácticas sentís más afinidad?
—Cuando vine a Buenos Aires a estudiar, yo sabía que me gustaba escribir. Todos me decían que los que estudiaban letras nunca eran escritores, así que miré en la nómina de carreras de la UBA qué otras opciones tenía. Y Comunicación Social era lo que más se parecía. Así que mi trabajo periodístico fue medio fortuito. Terminé la carrera, empecé a trabajar como redactor de política. Estuve en las mejores redacciones y aprendí mucho, junto a periodistas excelentes. Pero hace 12 años me di cuenta que no estaba del todo feliz con eso. Me gustaba escribir, que mi trabajo fuese escribir diariamente. Pero no me interesaba tanto la noticia. Entonces renuncié y me puse una productora de contenidos. Sigo trabajando con las palabras. Y, además, me permite tener mis propios proyectos.