Espectáculos

Copia certificada: las representaciones posibles

Apartado de su registro singular de la realidad de su país, el iraní Abbas Kiarostami ensaya en "Copia certificada" un relato que se diversidica a partir de que realidad y ficción son interiores a la historia misma.

Por Juan Aguzzi  

Juliette Binoche fue reconocida como mejor actriz en Cannes por este protagónico.


 

La sensación que se tiene luego de la visión de Copia certificada es que Abbas Kiarostami, el realizador iraní con más predicamento en el mundo, se puso a un costado de su registro realista y extra género habitual para posicionarse en un camino más transitado, en algún punto más cómodo y, tal vez, menos arriesgado. Al menos hasta El viento nos llevará, el cine de Kiarostami entraba en la línea de los “difíciles de clasificar”, ya que sus propuestas se desviaban de todo aquello más previsible, incluida la gama de subgéneros y apenas si entraban en la vaga idea de dramas. Tal vez más occidentalizado, el realizador iraní encaró un proyecto más acotado en su forma, con una primera actriz como protagonista y con una línea narrativa que no se aparta de cierto clasicismo en encuadres y tomas. Pero ninguno de estos giros empaña cierta matriz de originalidad que se da en el interior de la historia misma, que la emparienta con algunos relatos del gran Raúl Ruiz, el cineasta chileno recientemente desaparecido.

En efecto, en Copia certificada hay cierto juego de cajas chinas pero puestas en espejos deformados. Así,  en el nuevo film de Kiarostami nada queda asegurado en una imagen y un relato único y se pone en cuestión, desde el mismo título –que es, a la vez, el título del libro que el protagonista masculino presenta–, el nivel de autenticidad que posee la copia, si, en algún caso, no llega a ser más verdadera que el original. Todo este contexto da a Copia certificada un aire de fábula moderna, con dos personajes centrales que dirimen acerca de la obra artística y sobre el lugar que ocupan en el imaginario popular. Un escritor inglés, –en realidad, un crítico de arte– y una marchand francesa de una galería tienen un encuentro –fortuito, provocado, nunca se sabrá– en Toscana, la bella región italiana que luego la cámara registrará poniendo en evidencia su intensidad natural, tanto en el seno urbano como en la campiña cribada de cipreses.

El eje de la comunicación entre ambos protagonistas lo constituye la cuestión señalada más arriba, y de la que el escritor ejerce una obstinada defensa. La forma en que se expresa es que no deberían establecerse valores distintos entre un original y su copia, al fin y al cabo lo que cuenta es lo que la actitud artística despliega o dispara en el espectador de la obra. De este modo, y a partir de un imperceptible giro narrativo que tiene lugar en un pueblito al que llegan los protagonistas, Kiarostami pone en circulación un dispositivo en el que esos dos seres “apenas conocidos entre sí” pasan a actuar como un matrimonio que lleva quince años de casados y están, ahora, pasando por una crisis. Un recurso que lleva a activar la función del espectador, a religarlo con la historia ya no en un rol de pasividad sino haciéndolo partícipe de las hipótesis que comienzan a jugarse en una representación que va moviéndose permanentemente de lugar, incluso de lugar físico, con los personajes deambulando por zonas en las que algo de su pasado revive.

Distintas parejas de hombre y mujer van situándose en ese largo paseo mientras ella y él van (di) simulando una forma de pertenencia mutua: dos jóvenes recién casados, una pareja algo más veterana –aquí aparece el guionista Jean Claude Carrière, el preferido de Buñuel en su última etapa europea–, dos ancianos que salen de una iglesia, son figuras que condensan una posibilidad en el tiempo y revelan el presente como un subterfugio, siempre como una representación probable pero a la que nada asegura su autenticidad. Sin embargo, el conflicto de los protagonistas se redimensiona en cada escena y pasa de la aspereza dialógica a las aterciopeladas miradas en un continuo devenir, como si no se tratase más que de la  consecuencia de ese pacto tácito y que fuese en verdad lo que hará que ese encuentro se transforme en un asunto amoroso. O –y a esta altura poco importa– que el conflicto sea irresoluble, que el drama de esa pareja que sigue junta pero vive separada sea la verdad de esta historia. Si es un jugador atento, el espectador saldrá enriquecido de esa trama de pliegues y Kiarostami consolidará su lugar fuera de la escena iraní.

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