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Cirque du Soleil: Entre lo real y lo sublime

La compañía canadiense Cirque du Soleil debuta este viernes (para público) con el imperdible “Sep7imo Día: no descansaré”, su profuso y emotivo homenaje a la banda Soda Stereo


Fotos: Ana Stutz

Un triángulo en apariencia indestructible, una tríada, la triangulación de un sueño que se hizo realidad. El tres representa la expansión, y esta vez, el triángulo se abre (se rompe y se expande) para que entren todos. Soda Stereo es el tres y es el triángulo, y el extraordinario equipo artístico de la compañía canadiense Cirque du Soleil supo interpretar el sentido y la búsqueda de una de las bandas icónicas del rock en castellano, pero sobre todo supo escuchar a los fanáticos en su primer espectáculo producido en Latinoamérica, como ya lo hizo, en un formato similar, con Los Beatles en Love, o Michael Jackson en One.

En Sep7imo Día: no descansaré, que este viernes se estrena en Rosario para el público (el jueves se realizó una función de prensa) y que seguirá en cartel en los próximos días, se pone a desandar un sueño en el que la luz, la imaginación, la destreza física puesta al servicio del relato y, por sobre todas las cosas, la belleza de las simetrías, son el cénit de una propuesta que rinde tributo al llamado nuevo circo y que conjuga magia y belleza, pero también nostalgia, porque el espectáculo es, entre muchas otras cosas, una manera “posible” de “revivir” a Soda.

Todo pasa a través de un viaje onírico, por momentos lisérgico y surrealista, con un personaje tratando de escapar del mundo y de su realidad. Por sobre todas las cosas, se trata de un universo daliniano, donde se cruzan en dosis perfectas lo real con lo sublime.

Tres luces, tres faros que se multiplican por miles, se abren a la mirada del público que se vuelve cómplice desde el minuto cero porque los acordes del hit “En el Séptimo Día” así lo disponen y ejecutan. Un hombre, el protagonista de este bello relato, en lugar de descansar ese séptimo día como sostiene el Génesis que (supuestamente) pasó con Dios tras la Creación, se precipita al vuelo y comienza la acción, la búsqueda de una libertad encorsetada, la magia, la cercanía y la interacción que propone el show en sus diversas alternativas. Campo y plateas se rinden frente a un escenario que pareciera recortar la forma de un planeta y que desde allí se abrirá a otras formas y sentidos que buscarán acercarse al público.

El hombre en cuestión, L’Assoiffé, se escapa de su jaula gracias a la música y vuela como lo harán todos (platea incluida) la próxima hora y media que propone el show que más allá del sentido de las metáforas que lo sustentan, sirve también para evocar una veintena de clásicos de la banda en un formato hasta el momento inédito, que en todo el show estarán en tensión con la puesta en escena.

La del Cirque du Soleil es una propuesta deslumbrante, donde cada pasaje, como es habitual, de factura impecable en todos los casos, se propone repasar los clásicos de Soda apelando a múltiples sentidos y destrezas, en una mixtura y superposición de planos multiplataforma donde convive el fenómeno vivo con proyecciones sobre una organicidad de texturas, telones y objetos escénicos a gran escala. A su vez, en ese recorrido, conviven el registro en vivo con la edición previa, pero toda esa máquina que en sí mismo es el espectáculo logra un diálogo orgánico y plástico de gran belleza pictórica, que del mismo modo que es imposible entender dónde ponen la fuerza los acróbatas, son indefinidos los lugares o instancias escénicas donde se producen los cruces entre tecnología y efecto vivo.

Acrobacias en todas sus formas de una treintena de artistas, siempre corridas de los lugares comunes a la hora del montaje, destrezas con sogas y otros objetos, coreografías en piso y aéreas, números en altura de alto riesgo y una serie de máquinas que atraviesan el campo y que son el soporte autónomo de algunos de los mejores momentos de un show que cuenta con un vestuario de rasgos ochentosos señalados por el canon estético del circo, van dando carnadura a gemas inoxidables de la banda icónica del rock en español. De este modo se escuchan (“se ven”) “Picnic en el 4ºB”, “Te hacen falta vitaminas”, “Mi novia tiene bíceps”, “Un misil en mi placard” y “Prófugos” de los dorados 80, para abordar un pasaje en el que el surrealismo se planta en escena.

Como en El jardín de las delicias del Bosco, una flor se abre ante los ojos de todos, y de ella, como un capullo, una acróbata contorsionista transgrede las lógicas morfológicas del cuerpo humano: se escucha “En Remolinos”, ya entrando en los 90, y así, “gira el sol, gira el mundo, gira Dios”.

De lo que vendrá después, se destacan la belleza y el riesgo del montaje de “Hombre al agua”, con una sirena enamorada del sonido de una guitarra donde la multiplicidad que provoca la sobredimensión del registro en vivo y el uso de la luz tiene uno de sus puntos culminantes, del mismo modo que la nostalgia y la emoción insoslayables del “fogón compartido” a varias guitarras en “Té para tres”, o la descollante presencia de Toto Castiñeiras en el pasaje de “Sobredosis de tevé”, que recuerda que, antes de la era celulares, la alienación corría por cuenta de la llamada pantalla chica. Es, precisamente, el trabajo del talentoso clown marplatense, figura del circo desde los tiempos de Quidam, el que aporta frescura, disparate e irreverencia en una rutina en la que lo vivo se reproduce en varios planos y secuencias con los que el actor interactúa apelando a la precisión y a su incuestionable presencia escénica.

El abismo y la luna en el Sép7imo día

Otro de los momentos en los que belleza y destreza aportan equilibrio es cuando los acordes de “Un millón de años luz” tienen su correlato en la proyección en vivo de dibujos realizados con arena sobre un vidrio, una técnica conocida pero de una minuciosidad y con resultados sorprendentes.

También tendrán sus momentos “En la ciudad de la furia”, “Efecto Doppler”, “Luna Roja” o “Primavera” dentro de la profusa y selecta lista de temas que son evocados en imágenes inolvidables.

Pero hay mucho más, porque hay una nostalgia que como un rayo atraviesa todo el espectáculo desde el mismísimo comienzo en el que las voces de Gustavo Cerati, Charly Alberti y Zeta Bosio se escuchan cómplices, como ecos, con destino a la eternidad. De hecho, hay algo se Soda que se eterniza en el espectáculo. Lo icónico del grupo, las letras de las canciones, las vivencias de esos personajes que les ponen el cuerpo con devoción y los evocan, y un final festivo y poético que hacen el resto.

Desde allí es que las canciones siguen latiendo y el público sigue cantando y disfrutando, sobre ese final, de una performance de destreza de piso grupal que es una invitación al aplauso interminable. Poco después, una imagen del trío se funde en el horizonte y, entonces, no restará más que decir “gracias totales”.

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