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Churchill: el bulldog que frenó a Hitler

Por Rubén Alejandro Fraga.- Hace 139 años nacía el primer ministro que lideró a Gran Bretaña y detuvo el avance de los nazis en la Segunda Guerra Mundial.


fraga“Un optimista ve una oportunidad en toda calamidad, un pesimista ve una calamidad en toda oportunidad”. La frase pertenece a sir Winston Leonard Spencer Churchill, el ex primer ministro británico de cuyo nacimiento se cumplen hoy 139 años.

Caminando con paso lento y ayudado por su bastón sobre los escombros –humeantes como su infaltable cigarro– a los que había quedado reducida buena parte de la capital británica, ese pensamiento debe haberlo guiado en aquellos aciagos días de 1940 en los que el mundo se estremecía ante el arrollador avance de la maquinaria bélica del Tercer Reich.

En medio de la desastrosa retirada aliada de Dunkerque, la caída de París en manos de Adolf Hitler y los demoledores bombardeos alemanes sobre Londres, Churchill comprendió que existía en la civilización de Occidente un último recurso, un fundamento moral basado en el principio de la libertad del hombre, que pese a tergiversaciones, desvíos y contradicciones tenía aún vigencia suficiente para servir de aglutinante frente al despotismo nazi basado en la fuerza bruta.

Así, casi solo y tras la capitulación de Francia, Churchill se irguió en medio de la devastación y decidió continuar la guerra contra el Tercer Reich, convencido de que ese ingrediente ético que impulsa al hombre a luchar por su libertad serviría de levadura capaz de hacer fermentar la masa de los pueblos sometidos por los imbatibles ejércitos germanos.

Fue una loca aventura a contrapelo de las probabilidades militares. Ni siquiera Estados Unidos –que pocos meses después ingresaría a la Segunda Guerra Mundial tras el ataque japonés sobre Pearl Harbor– creía en 1940 que una Inglaterra aislada aguantaría el huracán militar nacionalsocialista.

Pero el espíritu churchilliano de resistencia a ultranza, de luchar hasta el último hombre, de convertir a ciudades y campos, aldeas y playas del Reino Unido en trincheras defensivas contra el despotismo racista de los hornos crematorios y de los campos de concentración presididos por la cruz esvástica, que asomaba al otro lado del canal de la Mancha, pudo finalmente más que la aplastante superioridad numérica del adversario. “Defenderemos nuestra isla cueste lo que cueste. Lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas: nunca nos rendiremos”, fue la consigna del veterano líder británico, haciendo honor a su apodo, el bulldog.

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Ilustración: Facundo Vitiello.

Una cita con la historia

Con la declaración de guerra de Inglaterra a Alemania, el 3 de septiembre de 1939 –48 horas después de la invasión nazi a Polonia–, el hombre que en 1929 había sido separado ignominiosamente de la cancillería británica y que durante 10 años fue una suerte de “francotirador” en la Cámara de los Comunes –donde advirtió sobre la amenaza que representaba Hitler y el rearme alemán y predijo que el mundo marchaba inevitablemente hacia otra guerr – volvió al gobierno.

El entonces premier, Neville Chamberlain, le confió el cargo de lord del Almirantazgo, el mismo que Churchill había tenido que dejar en 1915, después del desastre de los Dardanelos –campaña en la que las fuerzas británicas, francesas, australianas y neozelandesas intentaron, sin éxito, invadir Turquía, durante la Primera Guerra Mundial–. “Winston ha vuelto”, fue el mensaje enviado aquel día a todos los buques y establecimientos costeros de la marina británica.

Unos meses después, en mayo de 1940, Churchill dejó el Almirantazgo para trasladarse al Nº 10 de Downing Street y asumir la dirección del gobierno. Tenía frente a sí un singular desafío: con Francia ocupada, Gran Bretaña constituía el último bastión de la lucha contra la agresión nazi.

En su primera alocución como premier ante la Cámara de los Comunes Churchill dejó las cosas en claro: “Sólo puedo ofrecer sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”.

Ya en el teatro de operaciones, la armada británica y la barrera natural del canal de la Mancha protegieron a Gran Bretaña de la blitzkrieg o guerra relámpago nazi. Por ello, Hitler sabía que tenía que destruir a la RAF –fuerza aérea británica– antes de iniciar la Operación León Marino, una invasión planeada por Hermann Goering para el 15 de septiembre de 1940.

Tras semanas de ataques esporádicos y difíciles a puertos y campos de aviación, la Luftwaffe –fuerza aérea alemana– intensificó su campaña en agosto de 1940 con incursiones diarias de cientos de aviones contra bases aéreas y fábricas aeronáuticas británicas.

Los atacantes desplegaron 1.300 bombarderos y sus 1.200 cazas doblaban en número a los británicos. Sin embargo, los aviones alemanes estaban poco armados y sólo podían llevar una carga ligera de bombas. Los cazas alemanes operaban al límite de su alcance y las modernas estaciones de radar británicas impedían los ataques por sorpresa. Los británicos ya habían perdido muchos pilotos y aviones pero el 28 de agosto sorprendieron a los alemanes: bombardearon Berlín. Los aviones aliados habían alcanzado objetivos alemanes pero ese fue su primer ataque a la capital del Reich. Hitler contraatacó con bombardeos en Londres, Liverpool, Coventry y otras localidades más pequeñas.

El Palacio de Buckingham fue alcanzado y la Cámara de los Comunes y la catedral de Coventry, destruidas, pero las incursiones no tuvieron efectos estratégicos.

Las arengas de Churchill habían surtido efecto: los británicos estaban preparados para los embates nazis y mantuvieron en alto su moral pese a que muchos de ellos se vieron forzados a dormir en los túneles del metro londinense para escapar de los bombardeos. Hacia septiembre del 40, Alemania había perdido tantos aviones como su enemigo, y Hitler tuvo que aplazar la Operación León Marino indefinidamente. Pero los bombardeos no terminaron y el Führer los multiplicó con la esperanza de que Londres se rindiera. Continuaron hasta junio de 1941, cuando la Luftwaffe fue necesaria en Rusia. Así, la batalla aérea de Gran Bretaña terminó con la victoria inglesa. “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”, fue el juicio histórico del premier británico sobre el sacrificio de los heroicos aviadores de la RAF. Pero esos “pocos” debieron su triunfo a Churchill, quien les inculcó una moral de victoria basada en el heroísmo y en el sacrificio supremo de la vida.

La conflagración iba a durar todavía cuatro largos años, implicando a la Unión Soviética, Japón, los países balcánicos y el norte de África. Pero el gesto de Churchill, deteniendo con la resistencia británica a Hitler en su desenfrenada carrera, fue el punto de inflexión de la Segunda Guerra Mundial.

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