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Black Mirror, espejo negro de asombrosa superficialidad

En su quinta temporada, la prometedora Black Mirror, que encarnó en sus inicios una sugerente especulación tecnocientífica, quedó ahora, desde que la produce Netflix, como una propuesta de ligeras y anodinas intrigas


Es evidente que, desde que el gigante Netflix absorbió a la serie Black Mirror, allá por su tercera temporada, poco quedó en pie de la propuesta original. Subrepticiamente se alejaron las malintencionadas pinceladas que delineaban los peores futuros posibles especulados desde el desarrollo de tecnologías contemporáneas. Aquellas dos primeras temporadas, de férreo temple británico, forzaban su oscuridad con un humor irreverente  y con una perspicacia insana, pero aun así, si la forzaban, si se manifestaban como una expresión festivamente oscura y descreída del porvenir de la humanidad, lo hacían de buen modo, con tacto y con inventiva. No era, precisamente, una serie pesimista, como suele afirmarse, simplemente ponía el foco en las peores posibles consecuencias de hipóteticos desarrollos de la tecnología actual. Lo peor se exhibía como posible, pero sólo como eso, como un posible entre otros. Juguetonamente, funcionaba como una alerta desetabilizadora, no como una confirmación del destino aciago. Y así su mirada se tornaba siempre incómoda, echando una cierta luz sobre lo plenamente actual desde una salvaje y desprejuiciada especulación tecnocientífica. Pero todo eso comenzó a lavarse desde que la serie cayó bajo la sombra del imperio Netflix. Primero poco a poco, y después ya más violentamente, Black Mirror devino producto de ciencia ficción inocua, incluso algo banal. Volvía una y otra vez sobre los mismos tópicos sin agregar nada nuevo, y se distanciaba de aquel cinismo originario para proponer relatos ligeros y algo torpes sobre ejes remañidos. Así llego a una cuarta temporada lisa y llanamente descartable, y a una propuesta interactiva absurda que ya echaba mano a un fácil recurso  para tapar el vacío con los dudosos oropeles de una novedad sin consecuencias.

Un cambio que no funciona

Podría haberse esperado que allí terminara la cosa, pero acaba de estrenarse la quinta temporada, aún bajo el mando de un Charlie Brooker ya totalmente perdido bajo los postulados de los productos Netflix: refrito, reciclaje, pastiche fácil que toma un poco de cada cosa mostrando siempre las costuras de un producto rápidamente construido según una fórmula inoperante. Sin embargo, aquí parece que, tras el agotamiento, trataron de proponer un cambio en la dirección, pero un cambio que tampoco funciona, y que la transforma incluso en una propuesta anacrónica rayana en lo ridículo.

Esta quinta temporada está compuesta por tres episodios, como las primeras. Quizás marcando la idea de un regreso al origen para retomar viejos postulados o para plantear desde allí nuevos caminos. Esta última opción es la elegida y se intenta tomar otro rumbo. Black Mirror decanta aquí por otro lado, se aleja un poco de la ciencia ficción, y narra historias que ocurren aquí cerca, pasado mañana, o en algún caso hoy mismo. No hay ya especulación malsana sobre el devenir de la relación entre lo humano y lo tecnológico, hay en cambio un aparente (y sólo aparente) intento de poner en escena sus efectos en y desde lo contemporáneo. Lo tecnológico, incluso, se vuelve una excusa a veces prescindible. El cambio resta aún más, retrasa años. El nuevo camino no renueva sino que lleva a la serie a un lugar en el que la primera pregunta que aparece es: ¿para qué esto hoy? Se trata estrictamente de anodinas intrigas que, de algún modo incomprensible, pretenden estar poniendo el foco crítico en ciertas problemáticas (el mundo real y el mundo virtual, la “masculinidad” y los videojuegos, la información en manos de las corporaciones, etc) expuestas con una asombrosa superficialidad. En los años 90, incluso a pesar de su flagrante impericia narrativa, estas propuestas hubiesen tenido algún interés. Hoy, Black Mirror es indefendible, cuando no indignante.

Una burla memorable

No es necesario explayarse demasiado sobre las características de cada episodio, no habría más que unos pocos milímetros de tela para cortar, y milímetros de tela ya cortados hasta el hartazgo. El primero, en principio un poco simpático, versa sobre la relación entre dos amigos cuya amistad circula alrededor de un videojuego de lucha en el que se enfrentan encarnando siempre los mismos personajes, uno femenino y otro masculino. Pasan años y el videojuego se actualiza en un modelo de realidad virtual. Ya se podía entrever claramente, la lucha entre los amigos, en el mundo virtual, toma la forma de una relación erótica. El chiste funciona un rato pero es inofensivo. El hecho de pretender que, como antes lo hacía, la serie esté esbozando una mirada crítica sobre ciertos temas, aquí se diluye en la insustancialidad del desarrollo, quedando apenas encallada en el estatuto de una broma simple y algo extendida. El segundo episodio es, mas allá de toda intención, otro chiste, pero que en este caso se burla abiertamente del espectador. Spoilear, aquí, no supone arruinar el encanto de las sorpresas, sino en cambio prevenir al espectador de una tomadura de pelo que indigna. En pocas palabras: un secuestro torpe del cual no se saben los móviles, la revelación se dilata, y para cuando llega finalmente nos enteramos del fiasco: el secuestrador sufrió un accidente automovilístico en el que murió su novia. El accidente se produjo porque él miró una aplicación en el celular mientras conducía. Por lo tanto decide secuestrar a un empleado de la compañía que desarrolló esa aplicación (una red social) para así lograr comunicarse con el líder y alertarlo sobre el peligro de lo adictivo de su aplicación. Una estupidez lisa y llanamente increíble, una burla memorable. Pero eso no es todo, queda aún el tercero, un episodio que bien podría ser una producción de Disney al estilo de Viernes de locos o Juego de gemelas. Anacrónica y estúpida. Indignante en todo aspecto.

Que este sea el resultado del proceso de transformación y vaciamiento sufrido por Black Mirror desde su incorporación al imperio de Netflix no es un dato menor. Es una muestra clara de las políticas de la empresa. Hay peligro en esto. No es inocuo. Black Mirror temporada 5 es estética, ética y políticamente indefendible, como la misma compañía que la redujo a estos relatos intrascendentes.

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