Edición Impresa

Bicentenario: Rosario en mayo de 1810

Por: Ernesto Del Gesso

En 1810 nuestra ciudad era una aldea conocida por la denominación de Capilla del Rosario, poblada por unas 600 personas que residían en aproximadamente un centenar de viviendas, de la cuales eran más los ranchos que las casas, agrupadas en forma no muy compacta alrededor del humilde templo que daba nombre al poblado. Se hacía justicia a la capilla, por ser ésta la que había producido el nucleamiento, que además de su función religiosa era el eje social del pequeño ejido cuyo cura párroco fue desde 1806 el doctor Julián Navarro, sacerdote que tendrá destacada actuación en el proceso revolucionario iniciado ese año. También será justo incluir como parte del factor aglutinante la plaza ubicada al frente, que formó parte de los terrenos donados en 1754 por Santiago Montenegro, propietario de la lonja en cuyo predio ya existía una capilla desde varias décadas atrás y que el donante del terreno reedificó. La construcción estaba ubicada en el actual sitio de la iglesia Catedral, cuya arquitectura se logró después de muchas restauraciones. La permanencia del templo habla del valor histórico y simbólico que tiene para la ciudad. La iglesia y la plaza dieron lugar a las dos primeras calles con varias casas en su frente, siendo una de ellas la actual Santa Fe de Buenos Aires a Laprida y la otra, Córdoba de Buenos Aires a Juan Manuel de Rosas (ex  25 de Diciembre). 

A partir de mayo de 1810 el virreinato del río de la Plata fue sacudido por el acontecimiento producido en Buenos Aires el 25 de ese mes que afectará a todo el territorio, no sólo virreinal, sino a todos los que formaban el imperio español en América. Hacía pocos años, en 1806 y 1807, las invasiones inglesas habían sido una preocupación general para la parte hispánica del continente, pero la conmoción se vivió sólo en Buenos Aires. En 1810,  si bien las clases altas de las ciudades venían informándose de los sucesos en Europa que afectaban a España, las características de la vida colonial del interior no  presentaban mayores novedades que la movilizasen, más precisamente en los pequeños poblados como el de la Capilla del Rosario. Pero ésta sí vivió un acontecimiento en abril de ese año. Y realmente lo fue, porque la jerarquía de un visitante, el obispo de Buenos Aires doctor Benito Lué y Riega, a no dudar, convocó a la mayoría de los habitantes no sólo del poblado sino también de gran parte de la región en la que estaba inserta el Pago de los Arroyos, término aplicado a un amplio territorio costero tanto hacia el norte como al sur de la Capilla. El motivo de la visita fue la inauguración de un cementerio.

Sin embargo, lo más significativo desde el punto de vista histórico fue el dictado de la prohibición de la práctica de enterrar a los difuntos en el piso del solar de la Iglesia y sus espacios adyacentes, que aquí, como en todo el ecumene católico se realizaba desde el siglo IV a partir de la conversión de Constantino. Pero los aumentos de población y sus necesidades de salubridad hacían necesario llevar los cementerios lejos de los centros poblados. Luego, el obispo bendijo el nuevo camposanto que sería el segundo cementerio de la ciudad, ubicado lejos del ejido en esa época. El sitio está hoy ocupado por el edificio de la ex estación Rosario Central de aquel famoso Ferrocarril Central Argentino. Esta necrópolis cumplió con sus fines hasta mediados del siglo XIX, cuando se saturó por lo que, en 1857, se habilitó El Salvador. Al margen de este hecho, el visitante al igual que el cura local, tendrá destacada actuación en el proceso a iniciarse  al mes siguiente, claro que en dirección opuesta a la que tomará Navarro.

  En contraposición al acontecimiento del mes de abril, lo ocurrido en Buenos Aires el 25 de mayo fue desconocido en la Capilla hasta mediados de junio. En principio, debe aceptarse que las noticias de la época tenían una lenta circulación, además, la gravedad de los hechos requería explicaciones escritas y los escritos eran de puño y letra. Por otra parte, los pliegos se dirigían a los cabildos y eran éstos los difusores en su jurisdicción. De todos modos, más allá de los aspectos señalados, a marcha de caballos no muy forzada en cuatro o cinco días, de Buenos Aires se llegaba a la Capilla del Rosario. Las circunstancias hicieron que nadie partiera, como algunas veces ocurría, con comerciantes con destino a Santa Fe o a alguna estancia del Pago de los Arroyos cercana a la Capilla, por lo que no pudo participar del conocimiento de la noticia en el mismo mes de mayo. ¿Pero por qué recién a mediados de junio?  Veamos: el portador con la comunicación de lo ocurrido y el listado de la Primera Junta para hacerla reconocer, aceptar (sin opción) y enviar un diputado al congreso general, pasó de largo por la Capilla del Rosario sin hacer mención de su cometido. A Santa Fe llegó el 5 de junio y allí, tras el indiscutido reconocimiento por parte del teniente de gobernador don Prudencio Gaztañaduy, lo puso a consideración del Cabildo Abierto que se reunió el día 9. Los santafesinos pospusieron la elección a la respuesta de una consulta a la Junta sobre dudas en la forma de realizarla. El gobernador no se molestó en adelantar la información a Coronda y la Capilla, sino que recién lo hizo aprovechando la salida del chasqui con la consulta, de manera que la noticia de la Revolución de Mayo fue conocida en Rosario el 14 o 15 de junio. Por otra parte, de los pueblos que pertenecían a la gobernación no fue invitada ninguna persona para la elección del diputado por Santa Fe que resultó ser Juan Francisco Tarragona. En la Capilla del Rosario la nueva fue festejada por el capitán rosarino Gregorio Cardoso con salva de fusilería por parte de sus milicianos, y el cura Julián Navarro hizo llegar sus felicitaciones al presidente de la Primera Junta patria. En Santa Fe desconocieron a nuestra población para la elección del diputado pero no sabían que en el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810, donde se concretó la revolución institucional que destituyó al virrey, uno de esos votos pertenecía al rosarino doctor Vicente Anastasio Echevarría.

Comentarios