#10Años Néstor

Contagiosa vitalidad

Aquel presidente: símbolo y memoria para la ilusión colectiva

Verdadera revelación en la escena política de su tiempo, ese tipo visco, desmañado y entrador que fue Néstor Kirchner enarboló algunos gestos que hicieron cimbrar el poder establecido. Borrar la presencia de los genocidas de las paredes de la Escuela Militar fue uno de los más elocuentes


Desesperanzados como estábamos en 2003 y como había quedado el país ya consumada la traición del gobierno de la Alianza, la represión y la sangre derramada, hay que decir que había pocas ganas de creer en algunas de las figuras políticas que surgían y menos en un casi desconocido exgobernador de Santa Cruz que, sin embargo, para los más atentos, ostentaba una cucarda nada desdeñable: había sido el único mandatario provincial que se opuso a la fiebre privatizadora de Menem y hasta lo había enfrentado.

Así y todo, la forma por la que pasó a ser presidente Néstor Kirchner se sumó al desencanto bastante generalizado en la sociedad argentina. Menem se bajó antes de la segunda vuelta y el sureño quedó fácil adentro con el 22% de los votos.

Creo que el primer momento en que las miradas, que buscaban saber de qué se trataba la cosa, se detuvieron en esa figura un tanto desaliñada –o desgarbada pese a tratarse de alguien no demasiado delgado– fue durante las primeras semanas en la Rosada.

Su forma de hablar ya se corría bastante de la solemnidad y la etiqueta, del corsé de las frases edulcoradas y vacías a la que son tan afectos buena parte de los hombres de la política.

Portaba además un raro entusiasmo que lo encendía cuando señalaba una de las tantas miserias en las que estaban sumidos sectores vulnerables del pueblo y se destacaba el énfasis cuando pedía ayuda para andar un camino hacia un nuevo destino que frenara esas calamidades . Podría decirse ahora que generó un ritual propio al que nutrió de una singular simbología discursiva y, definitivamente, gestual.

Basta recordar su “torpe” esgrima con el bastón presidencial y su tajo en la frente luego de haberse arrojado sobre la gente y darse un golpe con la cámara de un fotógrafo en la ceremonia de asunción.

Tal vez sea esa informalidad que luego fue volviéndose una marca de carácter, la que fue calando despacio, pero hondo, para muchos desencantados del peronismo por la oferta de caras exhibidas, y para aquellos que seguían apostando a la política –pese al “que se vayan todos– como la herramienta más eficiente para combatir injusticias y reparar daños sociales.

También, claro, su reconocimiento de que solo era otro argentino ante circunstancias extraordinarias que necesitaba la imperiosa ayuda de todo el pueblo –un llamado a la integración con otro tono–, para salir a flote. Fue un político distinto, con un gran olfato y una cintura envidiable para amalgamar lo más potable del riñón duhaldista –tomándose el tiempo hasta para convencerlos de volver a beber de fuentes diferentes– con las cabezas pensantes más abiertas del momento –intelectuales y científicos– y formatear un modelo que obró milagros a poco tiempo de andar.

Recomponer y restaurar derechos, crear otros nuevos, defender conquistas interpretando, dialogando y negociando con las diferentes realidades de un país otra vez gravemente herido. Hombre de discursos más improvisados que escritos, no le temía a decir las cosas como le salieran; abrazaba lo empírico buscando resultados concretos y en su caso el ensayo y el error eran parte de lo mismo.

Poner luz sobre un pasado oscuro

Pero sería cuando llevaba menos de un año al frente del gobierno, en un nuevo aniversario del golpe de Estado cívico-eclesiástico-militar, que puso de manifiesto su verdadera posición en el tablero de los derechos humanos con un gesto de elocuencia demoledora.

Una vez presidido el acto en el Colegio Militar, subió al primer piso junto a su ministro de Defensa y ordenó al jefe del Ejército de entonces descolgar los cuadros de los connotados genocidas Jorge Rafael Videla y Benito Bignone. Ahí todo el mundo quedó mudo.

Es que luego de tanta lucha de los organismos y de los exdetenidos-desaparecidos, llegar al juicio y castigo de todos los culpables ha sido –y es– una materia a medias cursada. Mucho se había logrado con los juicios de los comandantes y jefes pero una buena cantidad de mugre quedaba todavía bajo la alfombra.

Y la corporación militar seguía todavía ganando la pulseada en su reivindicación de lo que dieron en llamar “guerra sucia”, a veces sotto voce pero con sus emblemas sosteniendo el espíritu represivo en los ámbitos castrenses. Y vino Néstor y les hizo bajar los cuadros para que no quedaran dudas de quién era el comandante de las fuerzas y de cuál sería su lugar durante su gestión.

Se dice que la decisión fue producto de una noche de insomnio y de caer en la cuenta de que “eso” todavía pasaba en su gobierno. Que “descubría” mediante conversaciones la necesidad de llegar al fondo de las cosas –pese a que su convicción así lo dictaba–, que debía abordar detalles nada menores.

Y fue esa una acción esencial que lo elevó por sobre las ambigüedades de una parte considerable de la clase política que no quiso avanzar sobre ese terreno posibilitando cierta inmunidad de las Fuerzas Armadas a los aires democráticos.

Aquel presidente había venido a sentar otras bases de reconstrucción –si lo queremos llamar así– con actitudes reñidas con la falsa moral imperante. Había venido con memoria a poner luz sobre ese oscuro pasado. De tal calibre fue el avance sobre ese campo político que además prohibió a las fuerzas de seguridad su principio de existencia: la represión, luego de la larga noche de terror de la dictadura y del sangriento diciembre de 2001.

¿Eran los nuevos vientos de la historia?, capaz, pero llamados a soplar por un tipo visco, desmañado, entrador que volvía a poner sobre el tapete la utopía –tan despellejada la pobre palabra– al tiempo que proponía desterrar el pasado ignominioso –otra frase harto empalagosa y sin significado a esa altura de los tiempos– y se daba de lleno con los santuarios del establishment –no se olvidará fácilmente el ¿Qué te pasa Clarín?– aún con su desmesurado poder intacto.

Con tal ímpetu, Kirchner se demostró como una revelación y contagió a muchos la vocación de lucha por un futuro distinto.

Por eso cuando las derechas todavía conspiran y pontifican con flagrantes mentiras y mientras las huestes neoliberales consideran algún tipo de desestabilización a través de su degradada escuadra de comunicadores y de los llamados a defender la propiedad privada que, se sabe, sus conspicuos integrantes violaron antes una y mil veces; ante esos improperios patronales de rancia y larga raigambre, la figura de aquel presidente torna clara la noción de resistencia, de insistir en los gestos reparadores porque de ellos viene la fuerza vital para cambiar el rumbo y porque también la memoria, los símbolos y las palabras agitan banderas de liberación.

En esa improvisada ceremonia en donde Néstor Kirchner –un aguerrido improvisador– borró la presencia de los genocidas de las paredes de su escuela, quedó cifrado un prometedor principio de ilusión colectiva.

 

 

 

 

 

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