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Escribir es resistir

Con el objetivo de mantener viva la tradición cuentística rioplatense, de dar a conocer nuevas voces de la literatura regional y de rendir homenaje a la escritora Alma Maritano, tres estructuras rosarinas –Cooperativa de trabajo cultural casa INGA; Barbarie: el derecho a la cultura y el periódico el Cuidadano- convocaron al 3er concurso de narrativa Alma Maritano. Se fueron recibiendo obras inédita de tema libre en cuento breve, de entre las cuales un jurado compuesto por los escritores Lila Gianelloni, Martín Sansarricq y Alisa Lein eligieron a los siguientes ganadores:


1º PREMIO: Obra: Alina. Seudónimo: Solar. Autor: Sergi Pillón.

2º PREMIO: Obra: Aguas arriba del Paraná. Seudónimo: Julia Guillén. Autor: Isabel Hernández.

3º PREMIO: Obra: Noches en el tajamar. Seudónimo: Zefineta B. Autor: Pilar Martínez

MENCIÓN: Obra: Cuzco. Seudónimo: Juanita de Gregorio. Autor: Daniela Martignangeli.


FINALISTAS:

Obra: Detrás de los arbustos. Seudónimo: Celina R. Autor: Paula Sian

Obra: Divagaciones sobre flamencos. Seudónimo: Juan Durazno. Autor: Ramiro González

Obra: El viaje del héroe no siempre es volver. Seudónimo: Alma Singer. Autor: Nadia Isasa Schilmann

Obra: Ingravidez. Seudónimo: Fiona Applessed. Autor: Sebastián Carazay

Obra: Lo que hicimos ese verano. Seudónimo: Rush. Autor: Matías Noccelli

Obra: Tereré. Seudónimo: Percudani. Autor: Rodrigo Barba.

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Antes de salir para la escuela, desayunamos algo rápido en el comedor. Silencio absoluto. Yo en una punta de la mesa. En la otra, Alina, sentada en canastita, con los auriculares incrustados en la cabeza. Cuándo no. Recién terminó de tomar un yogur con cereales y ya tiene puesto el uniforme: impecable remera blanca y pollera a cuadros. La mochila cuelga del respaldo de la silla. Todo listo. En ese sentido es más rápida que yo. No sé cómo hace, pero siempre me gana y se queda ahí, metida en su mundo. No me habla, no me mira. Antes era distinta, me seguía a todos lados, se metía en mis cosas. Pero desde que empezó la secundaria, cambió. Se hace la grande y me ignora. Pero yo tengo mis técnicas. La miro fijo. Solamente el humo del café con leche se interpone entre nosotros. Me quedo quieto y no le saco la vista de encima. Enreda un mechón rojizo en el dedo índice y lo suelta como un resorte. Ya tiene un chicle en la boca y boludea con el celu. No importa. Solo es cuestión de tiempo. Silencio total entre los dos. El reloj de pared va marcando la cuenta regresiva. No me muevo. Soy una estatua que la mira, la mira, la mira, hasta que, en un momento, logro que levante la vista y… conectamos. Ya te tengo. Sí. Ahora vas a seguir boludeando con el celu pero no vas a resistir la tentación de volver a mirarme. Aunque bajes la vista, vas a volver a mirarme. Y lo vas a hacer una y otra vez, hasta que tengas que dejar las boludeces que estás haciendo y te quedes quieta, mirándome fijo, así, como te estoy mirando ahora. Eso es. Veo tus ojos verdes fulminantes, se te achican las pupilas y parpadear no es una opción. La piel de la cara se tensa al punto máximo. Y es en ese momento, en que todo está quieto y los ojos están al borde de la lágrima, cuando hago el simple gesto del siete de espadas que dispara el grito.

¡Mamá, Bruno me molesta!

Bruno, dejate de joder, grita mamá desde la cocina.

Digo que no hice nada y esa es la pura verdad. No le hice nada. Alina se vuelve a quejar. Mamá sale de la cocina para ver qué pasa. Como siempre, mamá es la primera que se levanta, prepara el desayuno y se pone con las tortas. Tiene los ojos irritados. Pregunto si le pasa algo. Dice que es el humo del horno y vuelve a meterse en la cocina. Siempre me contesta cualquiera.

Esta mañana, cuando salí del baño, vi que el dormitorio de los viejos estaba a oscuras. Eso indica que papá se quedó dormido y es otro día que no fue a trabajar y, si sigue así, otro trabajo que va a perder. No sé cuántas veces cambió de trabajo en este año. Él dice así, que cambió de trabajo, pero todos sabemos lo que pasa. Menos Alina, que vive en una nube de pedo y espera ir a Disney para los quince. No sé con qué piensa que le van a pagar el viaje. Con las tortas que vende mamá seguro que no y mucho menos con los trabajos que va perdiendo papá. Por eso, hoy al mediodía, es mejor no volver a casa. El clima se va a poner cada vez más raro acá. Ya lo vivimos. Cada dos por tres tenemos un episodio. Los gritos se escuchan desde la calle. Tal vez comer algo en el bar de la escuela sería una buena opción o, mucho mejor, ir a la casa de Nico. Alina que haga lo que quiera. Total nunca se da cuenta de nada. Como ahora, que sigue en la otra punta de la mesa, absorbida por el celular. Antes era distinto, era más divertida. Le gustaba que le contara historias, aunque a veces se me iba la mano y después ella no podía dormir. También jugábamos a las escondidas por toda la casa y, antes de cenar, venía a mi habitación para que le hiciera cosquillas. Ahora es difícil que nos pongamos de acuerdo en algo. No le gusta jugar a la play y tampoco le gustan las series que miro. Lo único que resulta es hacerla enojar. Vuelvo a mirarla, tomo un sorbo de café y esbozo una sonrisa. Ella me mira como para decirme cualquier cosa. Estoy seguro de que en este momento me quiere matar. Pero no la sigue. Niega con la cabeza y vuelve al celular.

Apoyo la taza en la mesa y se me cae la cucharita al piso, me inclino para levantarla y veo las piernas de Alina. Blancas, blancas como la leche. Y ahí me quedo, yo no sé qué le gusta a Prado de esta mina. Es muy flaca, sin forma, no tiene casi nada de tetas. La próxima vez que me diga algo lo cago a trompadas. Alina se cubre las piernas con la pollera y se inclina por debajo de la mesa con la velocidad de un rayo. Ahora es ella la que me clava la mirada.

¿Qué mirás, boludo?

Nada, digo.

¡Mamá!

Nada, boluda, vuelvo a insistir, tratando de calmarla.

Mamá sale de la cocina y nos echa literalmente a la calle. Nos dice que, ahora mismo, salgamos para la escuela. No importa que no haya terminado mi desayuno. Tenemos que salir. En poco menos de diez minutos ya la tenemos cansada. Papá la está llamando desde ese agujero negro que es la habitación al final del pasillo. La voz nos llega como de un lugar al que nadie quiere ir. Alina agarra la mochila y sale primero. Esa mochila es la que yo usaba el año pasado. La llenó de pines con esas frases que le gustan a ella y le anudó un pañuelo verde. Está casi irreconocible. Termino de juntar mis cosas y, cuando estoy saliendo, el llamado de papá vuelve con más fuerza. Nadie le contesta. Algo de vidrio estalla en la cocina. Alcanzo a escuchar una puteada de mamá. Cierro la puerta. Por suerte, ya estamos afuera.

Apuro el paso, Alina va unos metros adelante. No me espera. Intento alcanzarla. Siempre me hace lo mismo, cuanto más acelero, más rápido camina. Seguro va a parar en el kiosco de mitad de cuadra a comprar chicles. Amaga, pero no se detiene. Corro unos metros tratando de no hacer ruido. Ya casi la alcanzo. Es imposible. Da unos pasos enormes con esas piernas largas y flacas que tiene.  Sigue un par de metros adelante. La pollera se traba con la mochila y, con el movimiento, se va levantando poco a poco. Si sigue así se le va a ver el culo. Le grito. Le digo que se acomode la pollera. No me da bola. Vuelvo a gritarle.

¡Ey, pendeja! Acomodate la pollera.

Pero es inútil, no me da bola y sigue caminando como si nada. Levanta el puño derecho y dispara el dedo medio hacia el cielo. ¡Qué pendeja del orto! La alcanzo en la parada del bondi y me paro justo detrás de ella. No le acomodo la pollera porque sería motivo para una cachetada. Ya la conozco. Me enferma que sea así. Pienso algo para molestarla. Le digo que cuando salimos de casa, los viejos empezaron a pelear.

Se van a separar. Eso le digo.

Alina se da vuelta y me abraza con tanta fuerza que puedo sentir cómo se unen los latidos de nuestros corazones. Somos un solo cuerpo. Mis labios le rozan el cuello. Un mechón de resortes rojos me cubre la cara. Frutillas. Huele a frutillas. Todo su cuerpo debe oler a frutillas. Me dice que no quiere que se separen. Veo al bondi doblar en la esquina y extiendo el brazo para detenerlo. Alina sube primero y, cuando está subiendo los escalones, una ráfaga de viento le levanta la pollera hasta la cintura. No se molesta. Debajo lleva un short negro. Pasa sin marcar boleto y ocupa el primer asiento individual que encuentra. Esa es una costumbre que mantiene de cuando la tenía que llevar a la primaria. Le gusta viajar sola. Marco los boletos y me abro paso entre algunos pasajeros hasta llegar a ella. No me registra o hace como si no estuviera. Mira por la ventanilla con los brazos tensados sobre el respaldo del asiento de la vieja que está adelante. Me inclino sobre su cabeza, pienso en decirle algo más, pero me arrepiento y le susurro al oído que es mentira.

¡Dejame, pelotudo!, dice en voz alta.

La vieja que está en el asiento de adelante se da vuelta y me fulmina con la mirada. El chófer tira el clásico: ¿qué pasa ahí atrás? Y algunos me miran como si fuera un violador serial. Bajar del bondi no es una opción; aclarar que es mi hermana, tampoco. Miro hacia el fondo, veo a Nico y al boludo de Prado que me hacen seña. Empiezo a caminar por el pasillo. En el último asiento hay un lugar libre.

 

***

Sergio Pillón nació en Casilda, provincia de Santa Fe y reside en Rosario desde 1985, en donde se capacitó en análisis y diseño de sistemas de información. Desde 2013 ha formado parte de distintos talleres literarios coordinados por Alma Maritano (2013-2015), Sandra Siemens (2021) y Pablo Colacrai (2016-2023). Publicó los cuentos Nacho Inventor, Una decisión difícil (incluído en el libro Cinco historias con Belgrano) y Nacho visita un edificio inteligente, para la Colección Cuenta Ciencia de UNR Editora.

 

 

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