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Alfano: derrotero de la sombra rubia

Personaje emblemático de la tevé, Graciela Alfano recorrió un largo camino con postas donde su integridad moral se expuso y expone a prácticas que huelen sospechosamente feo. Por Leonel Giacometto

Ponerse a pensar en un por qué implicaría, al menos, empezar un cúmulo de deducciones más o menos intencionadas sobre el derrotero que podría tener cierta información a la hora de darse a conocer, del modo que sea, en la televisión argentina. Pero, no habiendo un por qué no, algo se puede elucubrar.

Con Carlos Menem fue fácil, Menem lo hizo. Con Fernando De la Rúa se divirtió un rato y con los Kirchner tiene un espejo empañado en el que por ahora no quiere verse (cerca). Por eso se tira de cabeza en una pileta mediática que compró llena de agua refulgente. Ahí nada Marcelo Tinelli, que por ahora se divierte con el oso Carolina (la Mole Moli) y todo un bestiario emocional que desde la tele sigue bregando, impune y bien pago, por una Argentina unicelular, porteña, berreta, exitista y sumamente sabia a la hora de gastar tanta plata mandando mensajitos de texto a un certamen que no es tal. Pero Tinelli, en sí, no debe saber qué hacer con los Kirchner. Ni con Clarín. Suar tampoco y Gastón Pauls cree que sí. Existieron extrañas intentonas de un lado y del otro (a favor y en contra: los Gran Cuñados Vip, la Corriente Clasista y Combativa bailando, etc.), pero algo se desconfían aún unos de otros con la misma desconfianza que se miran todos en la televisión, sea cierto o no lo de las sensaciones, aunque se apague o no el televisor.

“Haber surgido televisivamente” (al medio y a los millones) durante el menemismo no es buen síntoma para La Rosada. Y más aún hoy, donde al parecer una opinión de parte de los que aún no lo hicieron, sobre determinada época, suceso o contingencia del devenir argentino de los últimos cuarenta años, por la tele, dispararía la automática puesta en marcha del por decirlo así “mecanismo bando” donde, por ejemplo, Marcelo Tinelli estaría a disposición del mejor postor en la también, digámosle así, contienda mercantil entre Clarín y el gobierno. Además de toda una generación desaparecida y otra desmembrada y traicionera, hay millones dando vueltas que nadie ve y al parecer todos quieren. Mucho barro para Tinelli eso sería y así, elucubrando y destiñendo tres generaciones televisivas, se llega a un punto digamos singular de la cuestión: Graciela Alfano.

 

El factor Alfano

El auge de Graciela Alfano, que en dos años cumplirá sesenta, fue entre 1977 y 1982. Tapas de revistas, un rostro soñado, concursos de belleza, dos tetitas perfectas, capocómicos, una cintura acorde a las circunstancias, empresarios, Mar del Plata, verde oliva y una intención por ser actriz que jamás le alcanzó. Participó en cuanta película mediocre de aquella época se produjo en el país, pero nada se comparó a Los drogadictos, de Enrique Carreras, en 1979, en la que Graciela se fuma un porro y le da una sobredosis. Pero quiso lavarse la imagen sobre el fin de la última dictadura y en 1982 produjo y protagonizó con plata de ella y de su por entonces marido dueño de un banco (Enrique Capozzolo) una película seria, digamos. El resultado fue La invitación, basada en la novela homónima de Beatriz Guido y bajo la dirección de Manuel Antín, que se encarga siempre de decir que fue su única película donde trabajó bajo contrato y en donde las reuniones de producción se hacían en la gerencia del banco. Más que mala actriz, Graciela Alfano jamás entendió qué cosa se pone en juego a la hora de actuar y lo que mejor le salió es ser ella misma. Qué cosa es ser “ella misma” es algo que parece muy simulado, que lo que se dice actuar jamás le salió, que es lo que se ve y se vio por televisión, siempre, una insufrible tilinga y acá Hebe de Bonafini debe tener algo de razón. Y hay más.

Gracielita y las abuelas

Ya todas pasaron los cincuenta años y son pocas las que alguna vez no cenaron con Gerardo Sofovich. Algunas tuvieron de todo y hoy sólo les queda la resaca y una agenda antigua y vacía. Otras son abuelas pero se sienten hijas y se parecen todas entre sí como todas se parecieron alguna vez a Alejandra Pradón. Para ellas, Silvia Suller es grasa para tenerla al lado, Zulma Faiad es divina pero está loca, las vedettes muertas fueron geniales, Roberto Giordano fue una opción y Miguel(ito) Romano es eterno; Roberto Piazza es la esencia y Jorge Ibáñez la sorpresa, Miami es la ciudad, Punta del Este una fiesta, Teté es la muda, los gays son mariquitas, el público es la gente, el pueblo las eligió, los dólares son los dólares, las cirugías son retoques, Carlos Menem un amigo, Solita una luchadora, Nacha Guevara la amiga zurda, Cacho Castaña una diversión, Sandro un secreto, Susana Giménez la más viva de todas y Graciela Alfano, lejos, la rubia más linda. Todas más o menos se conocen mutuamente la vida íntima y pública o la suponen mejor que nadie. Pero casi ninguna se mete a defender a la otra si salta algún dato en referencia a la última dictadura militar, el telón y la sábana. Ahí se abren todas y ninguna jamás admitió, siquiera, un regalo castrense (menos un arrime militar). Pero de Menem hablan todas y lo que siempre aparece sobre estas (por entonces) chicas del medio gráfico-audiovisual es la facilidad por estar siempre bajo sospecha de haberse acostado con un monstruo. En ese sentido la preferencia son los políticos, los empresarios, los industriales y, por entonces, los militares. En un decir general, los militares de aquella época eran más o igual de cholulos que Carlos Menem y Mauricio Macri juntos. Sobre el primero pesa el chisme de haber hurgado en las carnes de Alfano mucho antes de ser presidente. Sobre el padre del segundo es donde también hurguetea el chisme.

Si es como dicen, a Susana Giménez le gusta mucho la plata y el juego y a Graciela Alfano lo que le gusta es el poder. La primera es una empresa multimillonaria y la segunda, al parecer, hace lo que sea con tal de estar, al menos, cerca de su inmanencia. Para Graciela Alfano, tan ingeniera civil como Juan Carlos Blumberg y Jorge Telerman, el poder es cualquier cosa que la acerque, al menos, como en un chispazo, a lo único que supo hacer en su vida y le salió bien: inducir a la masturbación nacional, ser posible para el argentino onanista promedio. Esto lo supo siempre ella y así anduvo desde entonces, destilando la posibilidad de ser, siempre, la gran hembra que todo argentino machista quisiera tener al lado, al menos por un rato. Fue famosa en la tele por hablarle a las tostadas y andar sin bombacha, por enamorarse de un pibe siendo jovata y atrevida, por calentar a Chiche Gelblung. Se la acusó de bruja, de tener pactos de magia negra, de tener poderes paranormales, de mala persona, de mala mujer, de mala madre, de mal amiga, de mentirosa, de aburrida sexualmente, de estar en los books de los mejores hoteles a disposición de cualquiera (que pagase). Ella se dice inteligente, culta, abierta y, sobre todo, buena actriz. Dice poder reemplazar tranquilamente a “una Selva Alemán en Malparida”, alguna vez la bañaron entera en chocolate por la tele y hasta dijo ser lesbiana (o similar) con tal de estar y de seguir estando.

Es madre pero no parece, ni siquiera cuando hace unos años casi se le mata un hijo en un accidente automovilístico en México. Fue la primera en sacar provecho de esto en Showmatch y se la pasó dos semanas seguidas en los programas de televisión induciendo una especie de promesa metafísica invocada por ella misma para la salvación de su hijo. Pero hay dos temas que Graciela Alfano esquiva siempre con evasivas de nena caprichosa y que, singularmente, nadie hurga demasiado. Uno de los temas se llama Pablo Escobar Gaviria y el amor que fue en Cali (Colombia) a fines de los 80 del siglo pasado. Amor que, dicen, casi llega a desestabilizar a la familia Escobar y situar a Alfano como la viuda del más grande y famoso narcotraficante de cocaína del mundo. El otro tema es de quién era la voz que amorosamente le decía “Gracielita”.

Graciela Alfano tuvo un padre sobre el que ella misma no puede o no quiere o no sabe admitir que no se suicidó sino que lo asesinaron en una compleja situación jamás esclarecida y que, tiempo después de perderlo, Graciela tuvo un padrastro al que aprendió a llamar “papá” y que fue Humberto Capelli, ministro de Trabajo durante el auge mediático de Gracielita. Así dicen que le decía, digamos cariñosamente y en furtivos y secretísimos encuentros amorosos en departamentos de la capital, mientras (ellos no lo sabían) eran vigilados por agentes de la CIA que hacían de agentes chilenos que hacían de informantes en español ante el gobierno yanqui, de las actividades públicas y privadas de la junta militar de la que Emilio Eduardo Massera, que dicen que le decía amorosamente “Gracielita” a la Alfano, fue parte. Todo esto saltó a mediados de julio de este año, en Chile, al desclasificar archivos de su dictadura. Ahí apareció un memo en el que el doble agente escribió: “Sobre más antecedentes de Graciela Alfano, la actual amante de Massera, puedo informar que es actriz y modelo. Está con Massera desde hace 6 meses. Últimamente se ha sabido de costosos regalos que le fueron hechos (departamento, pieles, joyas, etc.). El padre de Alfano se está candidateando para ser el futuro Presidente del Club River Plate. Aclaro que estas elecciones son verdaderas carreras de gastos y demagogia. Se descuenta que tendrá el apoyo importante de Massera”. En realidad no fue River sino Racing el club y no fue el padre sino el padrastro. Esos errores del espía sirvieron para desmentir y seguir para adelante el show decadente de un Bottom tap hiperventilado y enfermo que se la jugó a un melodrama tardío por un chisme burdo de la otra, de quien lo saben todo en Showmatch. Sobre todo Carmen Barbieri y Reina Reech (y una eventual y archienemiga de Alfano: Moria Casán), que navegaron por las mismas aguas turbias que aún huelen feo y a las que Marcelo Tinelli, aún, prefiere no aventurarse.

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