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A los que creen que la muerte es un final

Por: Rubén Adalberto Pron (desde el Trébol)

Será porque estoy grande que ya puedo permitirme cosas que antes no me atrevía a mostrar. Pero hace algún tiempo siento la necesidad de hablar en primera persona, de dar testimonio –por si de algo sirve– de las cosas que me impactan. De hacerlo con nombre propio, de exponerme a lo que sea que este ejercicio me depare.

Ayer, mientras viajaba, me iba cruzando en el camino con ómnibus que marchaban en fila india apuntada hacia Buenos Aires, hacia la Plaza de Mayo, hacia la Casa Rosada donde se estaba velando a un hombre que había sido mortal y se había muerto, y donde una mujer a la que se brindaba afecto y se le pedía fuerza ofrendaba a ese muerto para que pudiera despedirse de él un pueblo nuevo, desconocido en los últimos tiempos, que salía sin salir de su anonimato diario para dibujarse fugazmente en la pantalla del televisor, con un protagonismo no buscado que desde ahora será ya inocultable y del que deberá –deberemos– hacerse –hacernos– cargo.

Anteayer hice el camino inverso al que pedía el momento. No es la primera vez, por qué ocultarlo, aunque sé que tengo muy claro el rumbo.

Pero a pesar de eso, de estar alejándome de donde había que estar, igual me sentí parte de lo que estaba pasando.

Lo sentí en los rostros dolientes que desfilaban en pantalla, en la entereza de quien desde aquí tiene que cargar sola con lo que hasta ahora arrastraban en yunta. Lo vi en la promesa de tanta gente joven que ahora entiende que tiene una misión en la construcción del destino común. Lo vi en el llanto de los de mi generación que ven cómo cae un camarada a nuestro lado y sienten que es necesario alzar su bandera y seguir adelante.

Finalmente lo vi –lo escuché y lo leí– en la ceguera y el odio visceral de los que sienten que su enemigo se agiganta y sólo atinan a correr a comprar acciones de bolsa para salvarse por las suyas. Un viento feroz ruge aquí en el campo bajo un cielo encapotado que de a ratos suelta agua.

Es un viento austral, bravío, amenazante. Tumba los trigos que empiezan a espigar, abate ramas, voltea los nidos.

Hay en el horizonte un nubarrón negro como un crespón extendido que separa el cielo de la tierra. Semeja el frente de un tsunami dispuesto a engullirse la tierra, presagiando que lo peor aún está por llegar.

Pero sé –aquí  todos lo saben– que después de la tormenta sale el sol, que los trigos, aún maltrechos, volverán a erguirse. Sobre todo –y a pesar de todo– si el que se fue afronta su último viaje dándole la cara al viento, a este viento sur que ruge afuera, espantando como el Cid a los que creen que la muerte es un final.

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