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Esto que nos ocurrió

A cien años del triunfo de Yrigoyen

Un día como hoy, pero de 1916, la fórmula presidencial de la Unión Cívica Radical ganó los primeros comicios bajo la ley Sáenz Peña.


Un día como hoy, hace 100 años, el caudillo radical Hipólito Yrigoyen fue elegido presidente de la Nación a través de los primeros comicios nacionales en los que se implementó el voto universal, obligatorio y secreto que impuso la denominada ley Sáenz Peña.

Aquel domingo 2 de abril de 1916 concurrieron a las urnas 1.188.904 –sólo el 15 por ciento del padrón– de los 7.704.383 ciudadanos habilitados, en tiempos en los que el voto estaba reservado sólo para los hombres.

A Yrigoyen lo secundaba en la fórmula presidencial de la Unión Cívica Radical (UCR) el riojano Pelagio Luna, con quien derrotó a los candidatos del Partido Conservador Ángel D. Rojas y Juan Eugenio Serú, a los demócratas progresistas Lisandro de la Torre y Alejandro Carbó y a los socialistas Juan B. Justo y Nicolás Repetto.

En aquellas históricas elecciones, la UCR obtuvo 372.810 votos, seguida por la fórmula del Partido Conservador, que cosechó 154.549 sufragios. Quedaron terceros los demócrata progresistas de Lisandro de la Torre con 140.443 votos y muy atrás el socialista Juan B. Justo con 56.107 votos.

En la provincia de Santa Fe el sistema de la ley Sáenz Peña ya había sido estrenado el 31 de marzo de 1912 para elegir gobernador y vice, en unos comicios en los que también triunfó la fórmula radical, integrada por Manuel J. Menchaca y Ricardo Caballero.

Un Peludo en la Rosada

Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen tenía 64 años cuando se convirtió en el primer presidente argentino elegido por el voto universal.

No era un orador ni escribía para el público como lo hiciera el fundador de la Unión Cívica Radical, su tío, Leandro Nicéforo Alem. Sólo imponía su presencia a sus seguidores directos, con quienes establecía contacto cara a cara, lo que generaba en cada uno de ellos un alto grado de lealtad hacia su persona.

Yrigoyen frecuentaba muy poco los locales partidarios, se exhibía ocasionalmente en público y cuidaba con celo su vida privada. Apelaba a las masas a través de su misteriosa invisibilidad e inventó un singular estilo de liderazgo “mudo”, notablemente original y nunca emulado posteriormente. Pero el pueblo lo amaba no sólo por su carismático silencio.

Yrigoyen fue el primer presidente democrático que dio plena vigencia a los tres poderes sobre los que se asienta el pilar constitucional de la Nación. En su época fue el político más amado del país, aquel que no quiso transar con el fraude ni con la corrupción.

El que llegó al poder por la UCR, el primer partido popular de la historia argentina, votado por los hombres de pueblo, pequeños empleados, obreros, chacareros. Apoyado por viejos criollos y los inmigrantes. El que primero encarnó el desafío de construir un país para todos, el que proclamó una verdadera cruzada ético-política: la “Causa” contra el “Régimen”, un sistema de gobierno sustentado en los privilegios de unos pocos.

Le decían Peludo, y el apodo le cuadraba a ese hombre solitario y misterioso, que nunca pronunciaba discursos, pero que con su silencio se ganó una adhesión popular casi religiosa.

Se entronizó en el corazón de las grandes mayorías sin comprar los afectos, sino por el contrario exigiendo conductas honestas a los de arriba y a los de abajo.

Obra de gobierno

Como presidente Yrigoyen defendió la neutralidad y la independencia argentina frente a las grandes potencias; abrió las universidades a las clases populares al promulgar la Reforma Universitaria; anticipó las leyes de jubilación; promovió la jornada legal de trabajo de ocho horas; reglamentó el trabajo a domicilio de las mujeres; humanizó las condiciones laborales en obrajes y yerbatales, e hizo general el uso del guardapolvo blanco en las escuelas para que los chicos argentinos se sintieran hermanos e iguales de otros chicos argentinos.

Y el 12 de octubre de 1928, cuando asumió por segunda vez la presidencia, aclamó a Yrigoyen el mismo pueblo que lo aplaudió en 1916. El triunfo que le dieron las urnas fue casi un plebiscito: ganó en 14 de los 15 distritos electorales. Claro que no todos fueron aplausos. En otros lugares –no ya en las plazas ni en los conventillos ni en las pulperías del campo– hubo fastidio, indignación y hasta repulsión frente al regreso de Yrigoyen y su “chusma”. La oligarquía no estaba dispuesta a tolerar otro gobierno del legendario caudillo de la UCR.

Cuando asumió por segunda vez la presidencia, don Hipólito tenía 76 años y estaba enfermo. Es cierto que el viejo no las tenía todas consigo, pero la conspiración que comenzó a urdirse en su contra desde el mismo momento en que ganó las elecciones se debió más a sus aciertos que a sus errores. Uno de los grandes aciertos del radicalismo había sido la creación en 1921 de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). Este organismo, destinado a que los argentinos explotaran por sí su propio petróleo y dispusieran libremente de él, fue puesto bajo la dirección del general Enrique Mosconi, un militar ejemplar al que nunca se le hubiera ocurrido voltear a un gobierno popular.

Yrigoyen, su sucesor, Marcelo Torcuato de Alvear, y Mosconi casi logaron que la ley de nacionalización del petróleo fuese promulgada en 1928, pero la oposición de un Senado dominado por los conservadores lo impidió. Las compañías extranjeras como la Standard Oil se estremecieron. Y comenzó a gestarse lo que sería el primer golpe de Estado de la historia argentina.

Un golpe con olor a petróleo

Hacia 1930 el mundo capitalista ya había estallado en Wall Street y cundían el pánico y las conmociones sociales por todos los rincones del mundo. En la Argentina la situación también era distinta de la de 1928 y había crecido la desocupación. La prensa, encabezada por el diario Crítica, atacaba violentamente a Yrigoyen. Se lo acusaba de senil, inepto, ineficaz. Ningún adjetivo se ahorraba en la feroz campaña contra el presidente constitucional.

Tal vez la negativa de Yrigoyen a tomar contacto directo con el pueblo facilitó la campaña que se montó en su contra. Don Hipólito no la contrarrestó; su estilo, reacio al contacto abierto y público, les allanó el camino a los golpistas.

En ese marco, surgió el rumor sobre el “diario de Yrigoyen”, hecho “a medida” del presidente, con noticias fraguadas que sólo él leía. Un diario de fábula que, aunque jamás existió, se convirtió para muchos en la prueba irrefutable del vínculo roto con la ciudadanía que lo había votado por segunda vez.

Si el líder vivía, supuestamente, de espaldas al pueblo, merecía una revolución. Así lo creían los estudiantes, los profesionales, los sectores medios, que fueron los que se plegaron a los pedidos de renuncia que se precipitaron hacia fines de agosto del 30, uno tras otros. El 5 de septiembre, Yrigoyen delegó el mando en el vicepresidente, Enrique Martínez, y recién al día siguiente se produjo el levantamiento militar encabezado por el general José Félix Uriburu. Sin gente en la calle, el golpe hubiera estado condenado, pues había mecanismos constitucionales en marcha que podían evitarlo, pero Crítica garantizó la presencia de la opinión pública y la “revolución” se salvó.

Una turba saqueó la modesta vivienda de Yrigoyen, quien fue detenido y confinado en la prisión de la isla Martín García.

Casi tres años después, el lunes 3 de julio de 1933, Yrigoyen falleció. El viejo caudillo recibió a su muerte el homenaje de masas más grande tributado hasta esa fecha. La misma muchedumbre que en 1930 había quemado su cama en la calle y lo había estigmatizado, se movilizó arrepentida y dolorida para despedirlo.

No se le pudo comprobar delito ni irregularidad alguna durante su gestión de gobernante, simplemente porque no los había cometido. La muerte lo sorprendió en la austeridad y la pobreza.

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