Cultura

Irreparable

A 45 años de su desaparición, Haroldo Conti respira a través de su literatura

La madrugada del 5 de mayo de 1976, seis hombres armados del batallón 601 de Inteligencia del ejército esperaban –según García Márquez– a uno de “los escritores argentinos más grandes”. Ese día lo hicieron desaparecer para siempre, aunque no lograron destruir su enorme legado literario


Hace 45 años, en la madrugada del 5 de mayo de 1976, seis hombres armados del batallón 601 de Inteligencia del ejército esperaban –según relata cinco años después el escritor colombiano Gabriel García Márquez– a uno de “los escritores argentinos de los grandes”, Haroldo Conti, quien regresaba a su casa luego de una salida al cine.

Ese día lo hicieron desaparecer para siempre, aunque no lograron destruir el legado literario que reconstruyen hoy con sus voces escritores y críticos que lo conocieron o analizaron su obra.

En esa casa de la calle Fitz Roy 1205 en Villa Crespo a la que regresaba Conti junto a su joven esposa Martha, con la cual habían ido a ver la película El padrino II, vivían con su bebé Ernestito de tres meses y con una hija del matrimonio anterior del escritor, Myriam, de siete años. Ambos niños habían sido adormecidos con cloroformo y el amigo que había quedado al cuidado de ellos estaba tirado inconsciente en el suelo, vendado y amarrado.

El relato de García Márquez, publicado en El Espectador, de Bogotá, en abril de 1981, resume con muy buenas fuentes los momentos dramáticos del autor nacido en el pueblo de Chacabuco (Buenos Aires) en 1925.

“Con toda certeza”, Haroldo Conti estaba muerto

Conti, autor de la memorable pieza “La balada del álamo carolina”, era amigo de escritores comprometidos como Rodolfo Walsh y Francisco “Paco” Urondo, además de compañero inseparable de militancia de Humberto Constantini y Roberto Santoro, todos desaparecidos por los militares.

De aquella generación poca gente hoy puede dar testimonio directo sobre él. Los escritores coetáneos que estaban en el exilio murieron, los autores cercanos extranjeros como García Márquez y Eduardo Galeano (entre una larga lista) reclamaron por su aparición con vida.

Quince días después del secuestro, en un almuerzo con el genocida Jorge Rafael Videla, algunos escritores que seguían en el país como el Padre Leonardo Castellani, Alberto Ratti (presidente de la Sade) y Ernesto Sabato consultaron por su paradero.

Castellani, quien había sido maestro de Conti, lo volvió a ver secretamente en la cárcel de Villa Devoto, el 8 de julio de ese año, pero por la delicada salud del secuestrado no pudo hablar con él. En octubre de 1980 Videla declaró a la agencia EFE que “con toda certeza” Haroldo Conti estaba muerto.

Hombres que no tienen nada que contar

El escritor y docente Mario Goloboff nacido en el pueblo bonaerense de Carlos Casares, catorce años más chico que Conti, lo conoció en los años 70. Lo solía ver cada tanto en la mítica librería Jorge Álvarez. Junto a Ricardo Piglia compartieron charlas de literatura en una mesa de café, incluso, Conti fue jurado del Premio de Microcrítica, donde le dieron una mención de honor a Goloboff.

En esa época lo empezó a leer con mucho interés, y publicó un largo trabajo en 1972 sobre su obra en la revista Nuevos Aires, que se titulaba premonitoriamente Haroldo Conti y el padecimiento de la máscara.

Goloboff asegura sobre la literatura del autor de Sudeste y En vida que le pareció siempre despojada, desprovista: “El moroso desenvolvimiento de sus relatos, la humildad del tono, su anunciada falta de originalidad y de grandeza temática en historias sin trascendencia, muestran una especial aproximación a la materia narrativa”, destaca.

El crítico advierte una insatisfacción que acompaña las idas y vueltas de “héroes” cuyas vidas no son heroicas, ni ejemplares, ni siquiera importantes: “Hombres que no tienen nada que contar, como no sea la historia de algún otro o de algún barco; tipos que pueden cruzar la calle o no, torcer para cualquier lado. Los personajes de Conti son parias, abúlicos, desclasados, desapropiados, verdaderos desconocidos, inclusive para sí mismos”, relata.

La posibilidad de una fuga

El joven escritor Hernán Ronsino, otro bonaerense nacido en Chivilcoy apenas un año después del secuestro de Conti, ve un tema recurrente en casi todos los libros del autor de Alrededor de la jaula. Lo explica así: “Es la posibilidad de una fuga, de dejar una vida, una vida pequeño-burguesa para lanzarse al camino, o para ser otro”, sostiene.

Para el crítico, profesor universitario y poeta Eduardo Romano la narrativa de Conti se inscribe entre la de quienes, hacia 1960, comienzan a tratar de otra manera la cuestión regional, que Juan José Saer denominó desde el título de su volumen de cuentos En la zona (1960). Romano explica que Conti indaga la zona del Delta, a la cual descubrió como piloto aéreo, desde su manuscrito Ligados, escrito entre 1955 y 1957.

“Retoma ese propósito acompañando imaginariamente a un pescador vagabundo (el Boga), quien aspira reparar una embarcación abandonada (el Ariel), pero finalmente cede a los propósitos de un proyecto ajeno (la venganza del Oscuro) y sólo atina a morir junto al barco”, dice el autor de Haroldo Conti, alias Mascaró, alias la vida.

La persecución del ser y no del tener

Goloboff también analiza cómo es esa literatura “esencialista” la que impresiona, “esa monotonía, esa persecución de lo fundamental, del ser, no del tener” y enumera a los seres despojados de todo: el Boga en Sudeste; Milo y el viejo en Alrededor de la jaula; Oreste, en En vida; y el tío que corre, en el relato “Las doce a Bragado”.

Dice Romano: “Están frente a la naturaleza y al mundo, a las cosas y a los otros seres, como desnudos, como desapropiados. Hay una suerte de conciencia de la falta de propiedad: el mismo discurso es impropio; la palabra siempre corregida no es exacta, no tiene «propiedad»”.

Romano agrega que el deseo incumplido de navegar en una embarcación modelada a su medida reaparece en el cuento “Todos los veranos” y en su novela En vida: “Pero se manifiesta como acción de rescate en la novela Alrededor de la jaula y como anhelo de construirse una especie de pájaro volador en «Ad Astra». En cuanto al «humor vagabundo» de Conti, vuelve justificado en «El último» y desplazado a la costa uruguaya en «Los caminos», «Memoria y celebración» y «Tristezas de la otra banda»”.

Goloboff siente que, de las escrituras con las que tuvo contacto, la de Conti “es una de las más parecidas al hombre que la hizo”. “A esa extraordinaria coherencia entre concepción del mundo y del arte, escritura y vida, entre acción y pensamiento, rindió tributo Conti”, concluye.

Un giro que coincide con la militancia de Conti

Por último, Romano marca un detallado recorrido por la preocupación política de Conti, que “asoma en un relato de sus comienzos (“La causa”) y que reaparece en la figura de una víctima policial (“Cinegética”) o de un niño villero que tampoco quiere caer, como su hermano, bajo las balas policiales (“Como un león”), desemboca en su última novela (Mascaró, el cazador americano), donde a la configuración de un circo vagabundo y sus actuaciones estrafalarias, a las reiteradas e imperdibles conversaciones entre el joven Oreste y el Príncipe Patagón, propietario del circo, se le suma la decisiva transformación final del tirador de fantasía en un guerrillero.

Este giro coincide con la militancia de Conti en el PRT”, concluye.

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