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Aniversario y reflexiones

A 21 años del estallido de 2001 en Rosario, la mayoría de las muertes siguen impunes

Familiares de víctimas de la represión del 19 y 20 de diciembre de 2001 dialogaron con "El Ciudadano" tras dos décadas de aquel acontecimiento que terminó con la vida de nueve santafesinos, y a una semana de que la Copa del Mundo llegara por tercera vez a territorio nacional


El martes 20 de diciembre la población argentina se volcó sobre las calles con una intensidad y un clamor que atravesó desde el más chico al más grande de igual manera y sin distinguir origen de clase. Pero 21 años antes, en 2001, el hambre y la postergación hicieron estallar por los aires el orden institucional, dejando un saldo de 38 muertos en todo el país producto de la violencia institucional. Veintiún años después, las familias dolientes salieron a la calle a festejar el título mundial de fútbol masculino. Conscientes de que “el pueblo necesitaba una alegría”, familiares hablaron con El Ciudadano y contaron cómo sigue su lucha a 21 años de la masacre que se llevó puesta la vida de 9 santafesinos en aquellas jornadas del 19 y 20 de diciembre.

Los familiares de víctimas del estallido de diciembre de 2001 se organizan como colectivo para sostener la memoria de sus seres queridos masacrados en la represión del Diciembre Negro, congregándose cada año en la puerta de Tribunales provinciales para pedir justicia por sus deudos: “Si bien el 2001 era una época muy dura, no había tantas ayudas como ahora”, definió Sara Campos, hermana de Walter Campos, víctima de la represión.

“Los paralelos que existen hoy siguen siendo la desigualdad y la postergación, hay mucha gente que sufre necesidades de distinto tipo”, sostuvo Sara, comparando las barriadas de hoy con las de aquel entonces, y argumentó: “Hay personas sin trabajo, que no tienen para comer. La ausencia del Estado, de cómo a unos pocos les brindan ayudas para que salgan adelante y a otros los dejan a un costado”.

Un mural sostiene la memoria de Walter Campos, en las calles de Empalme Graneros, barrio que lo vio nacer y crecer.

 

“Hay mucha desigualdad. Después de 21 años, lo que me queda de aquel 2001 fue el vacío de un ser querido. La falta de respeto y la discriminación que sufrimos por parte de un gobernador tirano que contrató a un sargento de las TOE para asesinar a quien se le cruce por el camino. Pero tenía que ser un pobre para que nadie quisiera hacer valer sus derechos”.

Walter Campos tenía 15 años cuando salió de su casa, con un amigo, a hacer fila en las puertas de un centro comunitario ubicado en la esquina de Caval y Olivé, atendiendo a un vecino que le pidió que lo reemplace por un momento. En la fila, Walter tiene un cruce con uno de los chicos que estaba allí, supuesto sobrino de una de las encargadas de la Unidad Descentralizada donde estaban haciendo los repartos de comida. Con la tensión creciente, las autoridades del lugar llamaron a la Policía para que desalojaran a las más de mil quinientas familias que se agolparon en la puerta desde la madrugada. En la represión a esas familias que sólo buscaban comida, un tiro certero del sargento de las TOE Omar Iglesias, francotirador especializado, atravesó el cráneo del adolescente.

El joven Walter tenía tirria con la monja María Jordán, debido a la estafa a los primeros vecinos que habitaron lo que hoy se conoce como parte del barrio Empalme Graneros, entre los cuales estaba su mamá. Jordán había señalado al chico ante los oficiales de Policía como problemático, lo cual le generó una cruz a los ojos de los uniformados. 

Sara Campos, hoy de 33 años, entiende que es importante no olvidar. “No quedarse con el ruido de las ollas, o el helicóptero que se fue volando, sino recordar que hubo tiranos que, no conformes, tuvieron que derramar sangre para ocultar su incompetencia, y así no responder a las necesidades o reclamos del pueblo. De todas maneras se manejaron con total impunidad”.

La represión de diciembre del 2001 se cobró la muerte de 38 personas en todo el país, específicamente de 9 santafesinos.

 

Sara no tiene televisor, por lo que no pudo ver la transmisión del partido. “Pero podía escuchar a mis vecinos alentar, cantar, gritar, tirar cohetes. Me sorprendí de ver un nene de 11 años llorar de la emoción y la alegría que le provocaba la situación de ser campeones del mundo. En el 2001 yo me acuerdo de mi hermano Walter, que se alejaba de mi casa sonriendo, jugando, doblando a la esquina, y ése fue el último día que lo vi con vida, porque minutos después me enteré de que lo habían asesinado”. 

A Sara no le parece raro que diferentes comunicadores hayan comparado las manifestaciones populares que tuvieron lugar en diciembre de 2001 con el masivo recibimiento en Capital Federal a los jugadores de la Selección Agentina de fútbol: “La mayoría tenía hambre de la Copa y era la misma hambre que tenían muchos en el 2001. Y al consagrarnos campeones hubo un estallido de alegría de haber conseguido lo que tanto se esperó”, dijo Campos, y agregó: “Nosotros todavía esperamos esa alegría de ver a los asesinos tras las rejas. Walter hoy en día tendría 35 años y si hubiera estado acá seguramente festejaría y celebraría por el Mundial, porque cada vez que podía, él iba a la cancha del barrio a ver cómo jugaban los pibes, y de vez en cuando iba a la cancha de Rosario Central”, equipo cuya camiseta tenía puesta el día que murió.

La familia Campos tiene la triste distinción de haber llevado la primera causa archivada de los expedientes que investigaban la represión en el país: Ángel Iglesias, un tirador de élite de la Tropa de Operaciones Especiales, patrullaba la zona del supermercado donde Walter Campos había oído que repartirían mercadería. El tirador declaró en el juicio que, advertido de la situación, a través de la mira telescópica de su fusil vio que el chico hacía “cuerpo a tierra” en un lugar que dejaba expuesto al agente que lo perseguía. Y que le disparó a un bulto: un impacto certero en la cabeza del adolescente. El efectivo estuvo detenido y procesado, pero lo sobreseyeron con el argumento de que obró en legítima defensa. La causa fue finalmente archivada en 2004.

La solidaridad como sutura de las heridas

El 21 de diciembre, Yanina García tenía 18 años y una hija llamada Brenda, de apenas meses de vida. En la tarde escuchó disparos en la vereda de su casa. La beba estaba en la casa de una vecina, jugando con otros chicos del barrio, y en el susto salió a la calle a buscarla. Afuera había corridas porque cerca había un saqueo. Un impacto de bala de plomo en el abdomen mató a Yanina. Brenda, su hija, quedó a cargo de su abuela. Supieron, en la autopsia, que fue un tiro de escopeta. Nunca dieron con el asesino.

La investigación judicial por el asesinato de Yanina estuvo repleta de irregularidades que terminaron cerrando la causa de forma impune: absolvieron a los 11 policías involucrados. De hecho, al día de hoy no se sabe quién efectuó el disparo de escopeta que terminó con su vida.

Yanina era la única mujer de 7 hijos, y su asesinato a manos de la Policía provincial sigue generando mucho dolor: “Nunca pensé que le iba a pasar algo así. Siempre uno piensa que le puede pasar a los varones, algo, viste, pero le tocó a ella sin hacer nada”, dijo Lila Mansilla, madre de Yanina. La joven estaba en su casa, esperando a su marido Ramón, con quien planeaba ir al centro para comprar un cochecito para su hija, nieta de Lila. Mientras esperaba, un grupo de vecinos se convocó en la puerta de un supermercado que estaba en cercanías de la casa, luego de que un rumor que había corrido durante la mañana sostuviera que iban a repartir mercadería. Pasadas las seis de la tarde, la Policía llegó al lugar con la orden de reprimir, y lo único que se repartió fueron los disparos.

Foto: Boletín enREDando

 

Con el bullicio, los disparos y los gritos, Yanina salió a la calle a buscar a su hija y un disparo impactó en su pecho. Ramón primero entendió que se trataba de una bala de goma, pero un momento después, la madre de su hija se desvaneció. Familiares y amigos lograron llevarla al Hospital Carrasco, pero la joven sufrió dos paros cardiorrespiratorios y finalmente perdió la vida esa noche. “Ella estaba en su casa, mirando todo el desastre que había en ese tiempo, mucha miseria, mucha pobreza”, contó su mamá a El Ciudadano.

Yanina cuidaba mucho de su padre y de sus hermanos, y temía por lo que pudiera pasar debido a la constante tensión que se vivía en los barrios: “Me acuerdo que mi marido trabajaba por 200 pesos por día. Cuando su papá se iba a trabajar ella le decía: «¿Dónde va papá, con todo lo que está pasando?»”. Siguiendo el ejemplo de su hija, tanto Lila como su nuera, su nieta y sus vecinas cocinan dos veces a la semana para 40 familias del barrio donde vive, en el comedor que lleva por nombre la actitud que les da fuerza: “Solidaridad”: “Hay mucha necesidad. La comida no se le puede negar a nadie”, declaró al boletín EnREDando.

Antes también daban la leche tres veces por semana para los chicos de la zona, pero con la pandemia debieron cambiar la modalidad y empezaron a repartir bolsones con leche, azúcar, yerba y algún cacao como para preparar chocolatada. Desde la provincia reciben una ayuda que se divide en parte para armar los bolsones y parte para el comedor. Pidieron recursos al municipio en distintas oportunidades, pero la respuesta fue que estaban saturados. “Por ahí hacemos algunas rifas como para comprar la garrafa y no tener que prender el fuego”, contó Lila en una entrevista para el boletín.

Lila, mamá de Yanina García. Foto: Boletín enREDando

 

Llevar adelante el comedor la ayudó a salir adelante tras la muerte de su hija: “Me sacó de un pozo depresivo en el que yo estaba. Empecé a trabajar con la gente”, recordó Lila, y agregó: “Yanina iba a todos los comedores que había. Hacía teatro, cursos, estaba en todas. Había un centro comunitario que está acá cerca y ella colaboraba en todo lo que podía”. El comedor tuvo distintas sedes y ahora tiene intenciones de volver a mudarse. Esta vez, a unos pocos metros, apenas cruzando la calle, donde de a poco fueron levantando un galponcito para terminar de institucionalizar el lugar.

“El gobierno nunca se hizo cargo de nada, no tuvimos ayuda de nadie”, se lamentó Mansilla, quien a veintiún años del asesinato impune de su hija, aún busca justicia. “El otro día fui a la marcha el 19 (de diciembre), un día antes de la fiesta de la Selección Argentina. El pueblo necesitaba esta alegría”, afirmó a El Ciudadano.

“Argentina se mejoró un montón”, sostuvo, pero a su vez se preguntó: “Por qué, a pesar de todas esas muertes que hubo, después llegaba la fiesta, el gobierno arreglaba a la gente con bolsones de comida, viste… para que no lleguen a saquear de vuelta. Pero por qué tuvo que pasar eso para que no haya toda esa cantidad de muertos. Tuvo que haber muertos para que tuviéramos que tener algo en nuestra mesa de las Fiestas”. Mansilla destacó la existencia de las asistencias estatales y las ayudas sociales, acompañamientos a los comedores sociales como el que ella hoy dirige: “Si se podía arreglar así también antes, no hacía falta matar tanta gente”.

La Comisión Investigadora No Gubernamental de Crímenes de Diciembre Negro denunció en reiteradas oportunidades la falsificación de pruebas con la intención de ocultar la participación policial. Según los informes policiales sólo intervinieron en el lugar agentes de la comisaría 13ª y del Comando Radioeléctrico, cuando según la reconstrucción hecha a partir de los testimonios de los vecinos y las propias filmaciones televisivas, la participación de otras seccionales es un hecho fáctico y demostrado.

La represión policial del 19 y 20 de diciembre de 2001 dejó un saldo de 39 muertos en todo el país. En la provincia de Santa Fe fueron nueve: Yanina García (18 años), Graciela Acosta (35), Juan Alberto Delgado (24), Rubén Pereyra (20), Walter Campos (15), Ricardo Villalba (16), Graciela Machado (35), Claudio “Pocho” Lepratti (36) y Marcelo Passini (35).

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