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Esto que nos ocurrió

Romero, el santo del pueblo

Se cumplieron 35 años del asesinato del arzobispo salvadoreño, célebre por su prédica en defensa de los derechos humanos.


“La misión de la Iglesia es identificarse con los pobres, así la Iglesia encuentra su salvación”. La frase es del ex arzobispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero, célebre por su prédica en defensa de los derechos humanos y de cuyo asesinato se cumplieron esta semana 35 años. Considerado “la voz de los sin voz”, Romero fue ultimado por un sicario que le disparó al corazón mientras oficiaba misa en un hospital para enfermos de cáncer de San Salvador, la tarde del lunes 24 de marzo de 1980, en un crimen por encargo de la ultraderecha que aún sigue impune.

“Y si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”, había profetizado Romero cuando decidió enfrentar al poder de turno. Y no se equivocó. Esta semana, en el aniversario número 35 de su muerte, miles de personas se movilizaron por las calles de la capital de El Salvador para recordarlo. Desde distintos puntos del país centroamericano, los devotos peregrinaron hasta la capilla del Hospital de la Divina Providencia, en cuyo altar Romero fue asesinado mientras celebraba la eucaristía, a las cinco y cuarto de la tarde de aquel lunes 24 de marzo de 1980.

¡Romero vive! fue la consigna de quienes marcharon hasta la Catedral de San Salvador, donde están enterrados los restos del arzobispo, cuya vida fue llevada al cine en la película Romero, dirigida por John Duigan en 1989.

En tanto, a 35 años de su crimen, el Vaticano reconoció por estas horas que desde algunos sectores se intentó denigrar a monseñor Romero tildándolo de “desequilibrado”, “marxista” o “títere de la teología de la liberación”.

Y fue Francisco, el primer Papa americano, quien firmó hace pocas semanas el decreto que reconoce el martirio de Romero, lo que equivale a decir que fue asesinado por “odio a la fe”. Así, después de una época de paralización de su proceso de canonización, el “Santo de América” será declarado beato el próximo 23 de mayo en la plaza de El Salvador.

Culminará así el lento proceso que se inició en 1994, cuando el sucesor de Romero como arzobispo salvadoreño, Arturo Rivera y Damas, abrió una causa para la canonización de don Óscar. Y fue el papa argentino Jorge Mario Bergoglio quien lo destrabó.

Según parece, a la misma Iglesia que santificó en tiempo récord al fundador del oscuro Opus Dei –sostenedor del franquismo y de sangrientas dictaduras como la del chileno Augusto Pinochet–, don Josemaría Escrivá de Balaguer, no le resultaba tan grato canonizar a Romero. Quizá haya sido porque el salvadoreño pensaba que “el gobierno no debe tomar al sacerdote que se pronuncia por la justicia social como un político o elemento subversivo, cuando éste está cumpliendo su misión en la política de bien común”. O tal vez porque sostenía: “La Iglesia no debe meterse en política, pero cuando la política toca el altar de la Iglesia, ¡A la Iglesia le toca defender su altar!”. O por expresar: “Si denuncio y condeno la injusticia es porque es mi obligación como pastor de un pueblo oprimido y humillado. El evangelio me impulsa a hacerlo y en su nombre estoy dispuesto a ir a los tribunales, a la cárcel y a la muerte”. O por decir que “ningún soldado está obligado a cumplir una ley en contra de la ley de Dios, pues una ley inmoral nadie tiene por qué cumplirla”.

El arzobispo que se comprometió

Óscar Arnulfo Romero y Galdámez nació en Ciudad Barrios, departamento de San Miguel, el miércoles 15 de agosto de 1917 y fue ordenado sacerdote el sábado 4 de abril de 1942. Su labor como sacerdote comenzó en la parroquia de Anamorós, y se trasladó poco después a San Miguel, donde permaneció durante 20 años. En esa época, su trabajo fue el de un sacerdote dedicado a la oración y la actividad pastoral, pero todavía sin un compromiso social evidente. Mientras, El Salvador se sumía en un caos político y se sucedieron varios golpes de Estado en los que el poder quedó casi siempre en manos de militares.

Sin embargo, en 1966 fue elegido secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador y comenzó una actividad pública más intensa que coincidió con un período de desarrollo de los movimientos populares que se concretaría un año más tarde con la primera huelga general obrera.

En junio de 1975 se produjeron los denominados “hechos de Tres Calles”, en los cuales la Guardia Nacional salvadoreña asesinó a cinco campesinos. Monseñor Romero llegó al lugar para consolar a los familiares de las víctimas y a celebrar la misa. No hizo una denuncia pública de lo ocurrido, como le habían pedido algunos sectores, pero envió una dura carta al presidente salvadoreño, el coronel Arturo Armando Molina.

En ese marco, el nombramiento de Romero como cuarto arzobispo metropolitano de San Salvador, el 23 de febrero de 1977, fue una sorpresa negativa para el sector renovador, que esperaba el nombramiento de monseñor Arturo Rivera y Damas, y una alegría para el gobierno y los grupos de poder, que veían en este religioso de 59 años un posible freno a la actividad de compromiso con los más pobres que estaba desarrollando la arquidiócesis.

Sin embargo, un hecho ocurrido apenas unas semanas más tarde, que será decisivo en la escalada de violencia en El Salvador, dejó en claro la futura línea de actuación de Romero: el 12 de marzo de 1977 fue asesinado el padre jesuita Rutilio Grande, hombre progresista que colaboraba en la creación de grupos campesinos de autoayuda y buen amigo de Romero. Éste instó al presidente Molina a que investigara las circunstancias de la muerte y, ante la pasividad del gobierno y el silencio de la prensa a causa de la censura, amenazó incluso con el cierre de las escuelas y la ausencia de la Iglesia católica en actos oficiales.

Mientras tanto, la postura de Romero, cada vez más “peligrosamente” comprometida con el pueblo, comenzó a ser conocida y valorada por el contexto internacional: el 14 de febrero de 1978 fue nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad de Georgetown, Estados Unidos; en 1979 fue nominado al premio Nobel de la Paz y en febrero de 1980 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Lovaina, Bélgica. En ese viaje a Europa visitó al papa Juan Pablo II en el Vaticano y le transmitió su inquietud ante la terrible situación que vivía su país.

En efecto, en 1980 El Salvador transitaba una etapa muy violenta en la que el gobierno era uno de los máximos responsables. La Iglesia calcula que, entre enero y marzo de ese año, más de 900 civiles fueron asesinados por fuerzas de seguridad o grupos paramilitares bajo control militar. Era sabido por todos que el gobierno actuaba en estrecha relación con el grupo paramilitar de ultraderecha Orden y los escuadrones de la muerte dirigidos por el mayor Roberto D’Aubuisson, fundador de la Alianza Republicana Nacionalista (Arena).

En ese marco, el cerco sobre el arzobispo se iba cerrando: a fines de febrero de 1980 arreciaron las amenazas de muerte contra Romero y a comienzos de marzo fue volada una cabina de locución de la emisora radial que transmitía sus homilías dominicales.

Los días 22 y 23 de marzo, las religiosas que atendían el Hospital de la Divina Providencia, donde vivía el arzobispo, recibieron llamadas telefónicas anónimas que lo amenazaron de muerte. Finalmente, el 24, Romero fue asesinado a balazos por un sicario mientras oficiaba misa en la capilla del hospital. Los funerales del arzobispo, celebrados en la Catedral Metropolitana de San Salvador el 30 de marzo, terminaron en una batalla campal cuando las fuerzas de seguridad acometieron contra miles de salvadoreños concentrados en la plaza de la catedral: hubo 40 muertos y 200 heridos.

La Comisión de la Verdad, creada por las Naciones Unidas para aclarar las atrocidades cometidas en la guerra civil salvadoreña (1980-1992), identificó al mayor D’Aubuisson como uno de los líderes de los temibles escuadrones de la muerte y lo acusó de haber sido el autor intelectual del asesinato de Romero. Pero tal como denunció el informe de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el gobierno salvadoreño no realizó ninguna investigación seria sobre el crimen del arzobispo.

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