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¡Vamos, Gaubeca!

Por: Ricardo Caronni

Gaubeca sigue nadando. Porque lo sueño y me despierto y, sentado al borde de la cama entre la vigilia y los restos pegajosos del sueño, la imagen de Gaubeca nadando sigue colorida y plena de movimiento.

Ocurre allá lejos y en el pasado, por mi apenas balbuceante adolescencia, en la pileta de cincuenta metros de Newell’s Old Boys.

Lo sigo viendo en el andarivel del costado del Palomar, meta que meta, una brazada y la otra. Y otra más. Y sigue, toca la punta de la parte baja, da la vuelta, se empuja con los pies y encara los próximos cincuenta metros.

Yo estoy charlando un rato con Ronald Zabala, con Roberto Gastaldi, con alguno de los Beltrán, con Leo Rambaldi y con Alberto Gaubeca, que es mi contemporáneo y el hijo del nadador del que hablamos.

Vuelvo a mirar y el viejo sigue nadando. ¿Es que no va a parar nunca? ¿No descansa un rato y después sigue? ¿Para qué nada tanto?

Es tan vívido el recuerdo que escucho hasta el ruido del agua y lo veo respirando de costado, con esa morisqueta a que nos obliga la respiración del crawl, y vuelta la cabeza a empujar el agua y la nueva brazada. Y otra, y otra, hacia los próximos cincuenta metros.

La salud de Gaubeca, sin duda, mejora metro a metro y en cada brazada, y cuando salga del agua sus articulaciones y sus músculos serán más elásticos, su cuerpo entero estará agradecido de que aun a su edad, su dueño lo esté cuidando y ejercitando. Y ese cuerpo, seguramente, le retribuirá haciéndolo sentir más joven y más vital de lo que le podrían deparar sus largamente pasados sesenta años.

Esta noche, cuando ya ha pasado casi medio siglo desde aquel momento, cuando yo mismo debería estar tomando ejemplo de aquel Gaubeca de entonces, es él, sin embargo, el único que sigue nadando a diez mil kilómetros de distancia y a cincuenta años de aquellos momentos.

Así es en el sueño de esta madrugada que no se despeja, en la vigilia aún confusa de ese medio despertar de esta escritura de hoy.

Una brazada. Un recuerdo. Otra. Un amigo que no está más. Y otra. Una amiga que es feliz y sigue en vida.

El cuerpo y la voluntad –¿qué más tenemos al fin y al cabo?– entre el dolor y el agradecimiento, entre brazada y brazada. El corazón, tun-tun, tun-tun, joya perfecta y preciada, late su reconocimiento. Una frase más. Y otra. Un recuerdo más. Y otro. Una brazada más. Y otra. Y ensayar empujando con la punta del pie del sentido, desde lo más playo hacia lo más profundo. Tocás y empujás y empezás los próximos cincuenta metros, respirando de costado, con esa morisqueta rara de la boca. Y otra brazada más. Y la cabeza que vuelve a empujar adentro del agua, adentro del tiempo, adentro de la cabeza, con todo el cuerpo, hacia los próximos cincuenta metros.

¡Vamos, Gaubeca!

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