Edición Impresa

Historias de acá

Mago de trapo: Y una vez nos llovieron pelotas…

La Pulpo, tan difícil y quisquillosa, era la única bocha con la que aceptábamos jugar. Hasta que llegó él…


Tener la Pulpo, la auténtica; con rombito de calidad amarillo sellado a fuego, constituía un obsequio de los dioses. Era una pelota deseada y como todo lo necesario en mi barriada de extramuros, cara y ajena. Pero de algún modo siempre aparecía alguna.

¿Su defecto? Picaba mucho, tal era su sanguíneo humor pedestre, sus patas invisibles de yegua ganadora que buscando el disco, terminaba en algún techo de fábrica o masacrada bajo las ruedas de un Siam Di Tella.

¿Su virtud? La ligereza, el peso exacto para darle de chanfle; infalible en su dimensión de planetoide de goma con que jugar a las cabezas. Claro, como toda belleza se extinguían sus días penosamente y un pinche o algún fierrito malo la mataba del todo para culminar cuarteada, oliendo mal, como si de sus entrañas brotara el aroma de las tripas de un animal, ahora devenido en derrotado cadáver sin honra.

Con las de cuero ni soñar. Las otras no servían. Eran como de aire. No tenían potencia y se requería paciencia para llevarlas sobre el empeine, siempre dispuestas a que algún viento las levantara, a que alguna piedra las desviara de su camino hacia la pared del gol.

Sobre el revoque veíamos las marcas de la Pulpito cuando era una victoriosa pelota-galgo que nos hacía tan felices, salvajes y amados por tan sólo aquella cosita bordó, con rayitas amarillas.

Extrañábamos. Estábamos ahí sin nada que patear, cuando desde la Casa de los Higos saltó algo marrón que vino a dar cerca de nosotros. “Una de trapo”, juzgó el Bichi desdeñoso. Pero fue Maravilla quien la toqueteó y empezó a hacer jueguitos: “Está rebuena”, anotició sin dejar de llevarla.

Todos la probamos. Y ahí descubrimos lo que habíamos olvidado, cebados por la hidalguía de reina que ostentaba La Pulpo: aquella pelota que había caído como un fruto de aquella casa era, había sido, nuestro  primigenio juguete, el que escondíamos en el guardapolvo, con el que jugábamos bajo la lluvia en nuestros patios, el  que nuestra madre nos confeccionara en  minutos porque no quería vernos tristes y éramos tan pobres.

Jugamos hasta la noche. Y se mantuvo erguida, levemente achatada hasta que salieron las estrellas y concluimos. Se la llevó Tardetti prometiendo que al otro día la traería.

La estudiamos: estaba cosida a la perfección, tan durita que casi picaba y era bella, compacta y terrible. Su impacto era de temer.

El Flaco se la olvidó al día siguiente, entonces, en el mismo sitio volvió a caer desde el muro interior una más, mejor que la otra .Y así casi todos los días: repartimos pelotas perfectas por todo el caserío. Empezaron hasta sobrar.

Un día, como brotadas de un manantial, vimos que desde la Casa de los Higos saltaban hasta nosotros como en cascada. Una escena de circo, de puro ilusionismo. Fueron cincuenta  exactamente. Y las rompimos a goles, las jaqueamos, las gozamos, las amamos, las gastamos, las llevamos como mascotas, como aliadas, como entes mágicos.

Un día decidimos agradecerle a la Guillermina, la dueña. Nos pusimos en fila. “Señora, le queremos dar las gracias por las pelotas que nos tira desde su casa”, dijo muy serio el Alacrán. Ella, sonriente en su dentadura amarilla se carcajeó. “!Ah…esas…denle las gracias al Sergio, él se las hace con mi máquina de coser”.

Su hijo entonces…el exiliado, el escondido en los fondos, el de las leyendas ignominiosas, quien era citado siempre en las conversaciones bajas de los adultos. El desviado, el cincuentón que solo salía de noche, con su trajecito entallado, su gomina y su perfume de señorita. Nunca le agradecimos: en nuestras casas nos decían que nos cuidáramos porque era un pervertido. Hoy, a quien me hable mal de un mariquita, tal vez le pague el entierro.

Comentarios