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Vidrioso regreso a casa

La nominada a seis Oscar “Camino a casa”, que tiene una aceptable primera parte y declina en la segunda, narra la historia de un niño extraviado que recupera su pasado gracias al Google Earth.


La primera mitad de “Un camino a casa”, que cuenta con seis nominaciones al Oscar, propone el peregrinaje de un niño que se extravía entre ese conglomerado de almas naufragando en la pobreza extrema, las calamidades sanitarias y los ritos ancestrales que es la India y que siguen hoy dibujando su realidad como el segundo país más poblado del planeta. Lo narra con eficacia, con recursos auténticos del drama de aventuras, y cuenta con un pequeño actor que presta un rico relieve de matices a su personaje. Y como se trata de una adaptación de un libro que describe la historia real vivida por su autor, llamado Saroo Brierley, el film vaga por otras ciudades, por los hormigueros de las estaciones de trenes de Calcuta, por las zonas miserables de esas urbes donde cada habitante sobrevive el día, como fue desprendiéndose del texto original.

El niño se perdió cuando se durmió dentro de un tren mientras aguardaba a su hermano mayor que fue a buscar trabajo como cargador de piedras, precariedad laboral que ya practica su madre para sostener mínimamente ese núcleo familiar en una humilde barriada de una ciudad del interior. 1.600 kilómetros recorre el tren que se cierra herméticamente con Saroo en su interior y lo deposita en las fauces del cosmopolitismo abrumador de Calcuta. Antes, el vagabundaje con su hermano mayor en una idílica comunión para hacerse de algo que les permita tener un alimento para el día –como robar carbón de un tren carguero, arriesgándose en las alturas y escapando de un guardia– en un singular universo donde caben las bromas y juegos para avanzar en esa cotidianidad adversa en la que viven.

Hasta aquí, con planos y travellings descriptivos de ese ritmo en ebullición constante que es la India, la épica de este niño que va zafando gracias a su intuición callejera –todo indica que desde que nació anda de ese modo y no conoce otro– de riesgos como caer en manos de organizaciones que se dedican a cazar pequeños para explotarlos de diversas maneras, que será el disparador y el verdadero corazón de Camino a casa, promete algo más. Pero un poco después, luego de que Saroo termine en un temible orfanato y sea más tarde adoptado por una pareja de acomodados australianos, el film va tornándose un drama lacrimógeno adaptado a gusto y piacere de un amplio público que suelta sus fibras sensibles sólo a través de la pantalla y, claro, del de los electores de la Academia que le dispensaron seis nominaciones a los Oscar, entre ellas la de mejor película.

No hay en la segunda parte, salvo mínimas excepciones, algo que reflote el drama inicial. Ya todo comienza a volverse irremediablemente destinado a herir sensibilidades, hasta la luz usada para la fotografía, que era opaca y pastel en las secuencias en la India, y que ahora se hace traslúcida, levemente etérea, en las que ocurren en Australia –flagrante dicotomía, una vez más, entre los paisajes del tercer mundo y los del civilizado y occidental– donde Saroo ya es un adulto que ingresa a la universidad y, en contacto con otros estudiantes emigrados de su país, descubre entre olores y conversaciones el lado oculto de su memoria, aquello que va a disparar su regreso a casa.

Para ello, y casi con la entidad de otro “objeto” protagonista, el navegador Google Earth tiene un lugar especial en este relato. Es a partir de sugerencias de ese entorno estudiantil y de su novia, que el otrora niño perdido comienza a buscar en internet cuál es el lugar donde se subió al tren de su desdicha y cuál podría ser el orbe donde vivía con su familia –dada su escasa edad y su habla dialectal nunca pudo registrarlo–. Pero ya Saroo es un joven guapo y fornido, su novia una discreta belleza, y los planos en esta segunda parte tienen más de clips publicitarios con tintes emotivos que de franca construcción dramática; escasean los pliegues desde donde los personajes y su relación extraigan otras motivaciones tan válidas como la búsqueda que iniciará el protagonista; el lazo con sus padres adoptivos está completamente sesgado y nadie se entera por qué andariveles transitó una relación de casi veinte años; y por último, luego de un encadenamiento de pasajes-postales de la naturaleza descripta, el joven Saroo –que hasta pronunciaba mal su nombre que se escribía levemente parecido y alude al título original del film– vuelve finalmente a casa y llora emocionado entre una corte de vecinos que parecían conocer al dedillo su historia y se abraza con su anciana madre, en una secuencia de la que el cine abusó hasta la saciedad.

Y más, sobre el final –junto a imágenes documentales del encuentro real del autor con su familia biológica– se lee en los créditos que la producción agradece la colaboración de las ONG que rescatan niños perdidos en la India –y en el mundo– y da cifras alarmantes de los casos en el populoso país asiático. Prácticamente, todo empaquetado para que el tránsito de esta película, como la de su protagonista, sea un camino… a la sensibilidad de los electores de los Oscar.

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