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Una asepsia peligrosa


Algo que asombra de movida en El Candidato, segunda película como realizador del actor uruguayo Daniel Hendler, es la catadura de ese personaje que se rodea de un grupo de creativos publicitarios para forjar una imagen acorde a lo que él cree que puede ofrecer a la política como práctica. Se trata de un empresario terrateniente con un aire volado y unos modos entre circunspectos y ridículos que resulta clave en el tono general que adquiere el relato; es decir, es el motor impulsor de un desencadenamiento de sucesos porque está equidistante de todos quienes orbitan a su alrededor. Y porque no es difícil imaginar en esa catadura muchas de las figuras que pululan en el escenario actual de la política nacional –y también antes, como durante el proceso como gran inventor de estos prototipos que fue el menemismo– pero que inevitablemente remiten a esa asepsia malsana de buena parte del hoy partido gobernante y de los que con él comulgan.

En sintonía con ese vivir en el mejor de los mundos inútiles donde se mueve el estanciero –puesto que eso es en esencia el candidato–, los personajes que integran el staff de comunicación contratado median también entre un entusiasmo edulcorado e interesado y el limbo insustancial de quienes se acomodarán a la sarta de imbecilidades aparentemente inocuas que va desplegando el cliente en tren de sincerar su imagen. Este “coro griego envuelto en túnicas discordantes” es el ideal para el tono de comedia absurda y levemente ácida que transita un film también envuelto en un sesgo misterioso y amenazante en la observancia –una vigilancia discreta pero intencionada– que hacen su secretario y su relacionista en redes sociales a los huéspedes mientras se lleva a cabo la idea general para lanzar al candidato al mundo público.

Hay que decir que Hendler maneja sobriamente y con atinados recursos expresivos ese caldo de cultivo de una historia que podría durar eternamente porque Martin Marchand –cualquier relación de sus iniciales con las del mandamás argentino correrá por cuenta del espectador–, el caballero de regordeta estampa, va sorteando sus paradigmas acerca de cómo piensa y actúa un hombre con sus características, pasando de una ridiculez a una tontería con el ánimo entorpecido y banal de quienes creen que el resto de los mortales es deudor de su antojo y que la política bien puede ser el ejercicio de un poder para decir y hacer cualquier cosa, casi como un mandato divino (el mandato, claro, proviene de su padre, que parece digitar a distancia su futuro).

En El Candidato también hay cierta intriga que nunca se devela del todo en pos de sostener ese andarivel donde las posibilidades son infinitas: parte de los comunicadores que asisten a Marchand pueden ser también militantes ecologistas que creen que una parte de las tierras del estanciero son usurpadas y que allí se lleva a cabo la caza furtiva de especies en extinción; las redes sociales son el cauce por el que intentarán dirimirse los dilemas que van surgiendo y trastornan al candidato; un desganado pero sin ambages diseñador gráfico –es parte del equipo– que seducirá a Marchand con sus cross de opinión y una irritativa inocencia, todas cuestiones que van surtiendo un efecto de compresión siempre a punto de hacer saltar su tapa. Ese clima, esa tonalidad permite a Hendler ir siempre un poco más allá de lo que las secuencias y sus escenas enuncian, porque en la creación de un candidato para la arena política contemporánea puede apelarse sin pudor alguno al oscurantismo de ideologías lavadas, sin tradición ni pertenencia, basada fundamentalmente en una aquiescencia conformista y cínica, puesto que el votante muere por un cambio, por cualquier cosa que irradie una luz nueva y le dé una razón a su vida dependiente.

Todo entonces puede decirse y hacerse para que surja esta flamante figura a la vida política y esta figura estará dispuesta a mutar en lo que convenga sin perder jamás sus privilegios de clase. El acento puesto de manifiesto en la farsa nunca derrapa y sostiene su verosímil sin inconvenientes a la vista; la comedia absurda lo permite a condición de que personajes y situaciones sean herramientas que ensamblen la trama, la tensen y desarrollen sin fisuras. Y en esto el realizador se maneja con solvencia ya que construye dramáticamente desde allí, poniendo en evidencia, por ejemplo, que la forja de ese candidato se producirá cuando quede claro todo lo que en su conformación debe permanecer oculto. Los momentos con el coach profesional que sugiere movimientos y posturas, los de la charla íntima con el diseñador son de una eficaz elocuencia. A lo que debe sumarse la composición de algunos personajes que prestan un relieve de magnitud insoslayable en tanto recursos expresivos del relato: el criado-secretario con su voz aflautada y su mirada conspirativa y presencia ubicua; el diseñador y su novia, dos respiradores insufribles porque el aire es gratis; la madrina política –como ella misma se nombra– del candidato, que lo había posicionado en el puesto quinto en una lista que ella encabezaba y que ahora puede resultar su adversaria; el asesor de imagen que ofició de nexo con el equipo y su suficiencia ladina, y por supuesto, el propio candidato –en la inmejorable performance de Diego De Paula–, cuya forma de caminar y sentarse y hamacarse, nada más, ofrece una formidable credencial del pelotudo con ínfulas y poder y por lo tanto, sumamente peligroso.

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