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Un barrio con pibes que mutan en soldados y pierden la vida

Por Agustín Shcoler.- Radiografía de un sector de Rosario coronado por un búnker que resurge cada vez que parece desaparecer.


barriodentro

Emaús es un barrio pobre de la zona noroeste, como buena parte de los barrios periféricos de Rosario. Está ubicado entre el coqueto Fisherton, caracterizado por las mansiones inglesas de principio de siglo XX, y el 7 de Septiembre, un sector de monoblocks construidos en la década del ‘70 para que la clase trabajadora pudiera tener acceso a su primera vivienda. En el medio está Emaús, de casas prefabricadas, de techos bajos y veredas de tierra, donde hasta hace unos quince años tenían residencia, en su gran mayoría, albañiles y changarines, que en las noches de calor, a falta de ventiladores, tomaban mate en la puerta para resistir la humedad y los mosquitos. Pero el agua de los zanjones de Emaús se fue enturbiando después de la última gran crisis que azotó al país. Es que, según vecinos, las familias que enseñaban oficios a sus hijos en edad primaria dejaron de existir como tales, se fueron desarmando. Los hermanos que antes se cuidaban entre sí y se enseñaban códigos a la fuerza, dejaron de vivir juntos; algunos fueron quedándose en casas de familiares ante las numerosas mudanzas a las que los exponía la falta de trabajos fijos y la inestabilidad económica de sus mayores; otros comenzaron a pasar temporadas cada vez más largas tras las rejas. Fue al ritmo de la desidia que Emaús se convirtió en territorio narco, donde el capo es El Tuerto F. –el transa del barrio, o sea quien maneja los búnkers de la zona que dependen de un narco, su jefe directo–, donde los adolescentes cobran tres veces más que sus padres por ponerse una gorrita, agarrar un arma y, transformados en soldaditos, meter miedo. Hoy, “uno de cada diez pibes tiene un trabajo fijo; los demás roban, hacen changas, venden medias, vuelven a robar y pasan un par de meses en cana”, contó un muchacho que los defiende a muerte, pero conoce como nadie sus miserias.

“Antes del 2000 o 2001 no se vendía droga en el barrio. Los adolescentes más grandes hacían una vaquita y se iban en bicicleta hasta Empalme Graneros o Ludueña para comprar marihuana; cuando la tenían la fumaban a escondidas, en alguna casa abandonada, de noche, y si se acercaba uno de los más chicos a pedir, lo cagaban a cachetadas”, contó a El Ciudadano un vecino a quien se nombrará como A. para preservar su identidad, relatando una imagen que hoy parece impensada. Es que los pibitos de Emaús ya no se cuidan de las miradas de las vecinas chismosas, y sus pares ya no los “acomodan” cuando se drogan a la misma edad en que los chicos de otros barrios cruzan las calles de la mano de sus padres. Los pibitos de Emaús caminan solos, van a la escuela solos, arreglan sus problemas solos y muchos de ellos ya trabajan en el comercio de la zona que más plata mueve, el búnker del Tuerto F., quien les da cocaína, un arma y 300 pesos por día para oficiar de seguridad de una casa que tiene sus ventanas cerradas con ladrillos.

Pero la situación que vive hoy el barrio de la zona oeste no surgió de un repollo, ni la trajo la cigüeña. Es un proceso brutal, que marcó con sangre la vida de todos y cada uno de los vecinos.

Al quiosco de Emaús los vecinos lo conocen como “el búnker de El Medio”. Apareció en 2005, en el mismo lugar donde está hoy. Cuenta con un gran hall central: un pasillo que tiene entrada por Tarragona al 1100 bis y una clientela que cualquier shopping podría envidiar.

“Unos años antes había una mujer que vendía en su casa. Era una situación tragicómica, porque la vendedora tenía arresto domiciliario y periódicamente le allanaban la casa. Lo gracioso es que en los procedimientos la Policía nunca encontraba drogas, ni tampoco a la señora”, contó A.

En 2005 el precario comercio fue reemplazado por un búnker organizado. Su regente era un viejo conocido en la zona noroeste, el Tuerto Boli. Un gordo grandote que tenía su par de ojos pero se había ganado el apodo por ser bizco. “El Tuerto Boli era un mito del barrio. Cuando alguno de los chicos aparecía con unas zapatillas nuevas todos los amigos le preguntaban «¿Y esas llantas? ¿Quién te las paga? ¿El tuerto Boli?». Era un personaje difícil, pero tenía una estrategia de marketing distinta a la que se estila ahora. Como no quería llamar la atención, se ocupaba de mantener el orden en el barrio. Tenía relación con los pibes de la zona e intentaba que estén tranquilos. En esa época no se escuchaban tiros por la calle y no había robos”, explicó A. a este diario.

De Tuerto en Tuerto

Cuando A. habla del Tuerto Boli, hace referencia a Roberto del Valle Padilla Echagüe, quien fue acribillado a finales de 2012, cuando tenía 43 años, a escasos 50 metros de la comisaría 17ª. La investigación judicial no avanzó. Nadie está acusado por su muerte. Padilla, en la etapa exitosa de su carrera delictiva, pesaba fuerte en la zona noroeste. Y fue protagonista del primer gran procedimiento antidrogas de Rosario en 2008, cuando personal de Policía de Seguridad Aeroportuaria allanó 5 viviendas de la ciudad y alrededores, en las cuales secuestró 10 kilos de cocaína, 800 mil pesos, 5 mil euros, dos armas de fuego, dos autos, pasta base y precursores químicos. En una vivienda de La República y Cullen, donde encontraron la droga y los elementos para su fabricación, fue arrestado el Tuerto, a quien la Justicia le imputó ser el líder una banda narco que no sólo comercializaba, sino que también elaboraba estupefacientes; y lo condenó a 6 años de prisión.

A las pocas semanas de su detención, una banda conformada por uniformados y civiles intentó sacarle unos pesos al capo narco con el secuestro de sus dos hijas adolescentes. Las chicas fueron obligadas a subirse a un auto, en el cual unos hombres las pasearon por la ciudad, mientras le exigían un millón de pesos a su madre. Doña Padilla Echagüe se negó a darles dinero, pero sus hijas fueron liberadas sanas y salvas horas más tarde. Un mes después del secuestro, personal de la URII detuvo a siete personas –cinco policías (tres mujeres) y dos civiles– acusadas de formar parte de una banda de extorsionadores.

Cuando el Tuerto terminó su condena, en Emaús reinaba otra persona; un muchacho al que sí le faltaba un ojo: el Tuerto F.

“Cuando llegó el segundo Tuerto la cosa se puso más pesada. Empezó a haber choreos en el barrio y las balas fueron más comunes, a cualquier hora; antes sonaban solamente de noche” contó el vecino.

Con el Tuerto F. como jefe (ya no como un narco que dominaba la zona, sino como encargado de un grupo de búnkers), el barrio empezó a tener otro tránsito y la boca de expendio otro público. En pocos meses, los autos de alta gama se hicieron habitués de las calles poco asfaltadas por las que antes solo pasaban motos y carros. Los empleados de El Medio abandonaron sus ciclomotores Zanella destartalados y empezaron a andar en motos de cilindrada gruesa. El Tuerto F., a diferencia de su antecesor, nunca caminó por la vereda y sólo se lo ve a bordo de autos importados, con los vidrios polarizados. El progreso llegó a Emaús. “Ahora hay gente que viene desde zona sur a comprar, porque la merca que se vende en El Medio es buena y para todos los públicos. Tenés de la cara, para los conchetos y la barata, para los laburantes”, contó hace algo más de un año a El Ciudadano un soldadito del lugar, durante un período de enemistad con su jefe.

Y con el desarrollo, aparecieron las víctimas fatales, una de las cuales llevó a que los vecinos se levantaran contra el búnker, que terminaron por tirar abajo. Pero, como el ave fénix, resurgió de los escombros.

“Lo duro no son solo las muertes, sino el mensaje que queda para los chicos más jóvenes. Hoy los que no son soldados, se juntan con ellos. No hay esperanza de un futuro diferente, se perdió la cultura de laburo. Ellos son hijos de padres que no tuvieron futuro y repiten su historia”, contó A.

La tarde del levantamiento contra El Medio, un vecino de la zona hizo un resumen desgarrador de cómo se vive en el barrio: “Acá a los pibes o terminan en cana, o los mata la cana, o los mata un enemigo, o los mata un vecino que no los banca más, o se dan vuelta solos”.

Muertes, drogas y un búnker que resurge cuando cae

El búnker de El Medio fue allanado varias veces y, sin embargo, siempre volvió a funcionar. Lo dicen quienes viven en el barrio, quienes vieron perder la vida a más de uno del entorno del punto de ventas de drogas. Entre los homicidios que se cuentan en Emaús en los últimos años sobresalen algunos.

En la madrugada del sábado 13 de agosto de 2011 fue asesinado Iván Bisbal, un adolescente que al momento de su muerte tenía apenas 13 años. El chico estaba con sus amigos en la esquina de Juan B. Justo y Tarragona, cantando cumbias con un celular a modo de karaoke, cuando apareció un grupo de matones que lo rociaron de plomos y lo liquidaron en el acto.

Según A., Iván estaba enemistado con El Tuerto F. desde hacía algún tiempo. El pibe no respetaba sus órdenes y mejicaneaba a los clientes de El Medio.

“Fue muy duro, sus amigos quedaron destruidos y no pudieron levantar cabeza. El Tuerto marcó los puntos de cómo eran las nuevas reglas: el que no está con él, es su enemigo”, dijeron allegados al caso.

Un año después, el jueves 20 de septiembre de 2012, mataron a Pedro Altamirano, conocido en el barrio como El Monito, tío de Iván, en la misma esquina que cayó su sobrino.

Pedro no trabajaba para El Tuerto, ni tenía problemas con él, pero le tocó estar en el lugar equivocado. Es que él era amigo de toda la vida de Juan, uno de los soldaditos del búnker, que estaba peleado con el Capo por una deuda por la compra de una moto. Juan, enojado con su jefe, decidió robarle a los clientes de El Medio para recuperar lo que le adeudaban, cuentan en el barrio.

Según esta versión, el Tuerto, siguiendo con su modo de trabajo, mandó a matar a Juan durante la tarde de aquél jueves de septiembre. Pero ese día los sicarios no tuvieron puntería y los proyectiles le dieron al Monito.

El asesinato de Pedro hizo que los vecinos de barrio Emaús se levantaran contra el narco y destruyeran El Medio, al día siguiente. Ese viernes, desde el pasillo de Tarragona al 1100 bis se podían ver los restos del búnker, muy bien equipado, que contaba incluso con un santuario para San La Muerte, decorado con azulejos negros y velas.

Pero el sueño de un barrio sin drogas duró poco y, ante la mirada de los familiares de las víctimas y los vecinos de la zona, El Tuerto F. rearmó su negocio y a las pocas semanas el búnker volvió a funcionar.

El día que destruyeron El Medio, Juan, el amigo de Pedro, estaba orgulloso de haber vengado a su amigo; hoy es el jefe de los soldaditos del búnker.

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