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Crítica cine

Un amor condenado por la fatalidad

Actor consumado, Mathieu Amalric se destaca como director con una historia de amantes clandestinos empujados a la tragedia por sus propios actos.


cineCon El cuarto azul, el actor mimado del cine francés de la década pasada y uno de los más sólidos de la escena actual, Mathieu Amalric, consigue un lugar destacado también en las lides de la dirección, esta vez adaptando una novela del belga Georges Simenon, donde, como era habitual en el prolífico escritor de dramas policiales, una relación encendida entre amantes irá, como destino cantado, desembocando en una muerte que los envolverá y terminará incinerando a la manera de un rito, por lo profano de alterar las buenos hábitos del pueblo chico.

Algo de lo sublime del juego erótico se sustancia en varias de las novelas de Simenon, y esta versión fílmica no es la excepción. Amalric se contagia del estado picante y distante en el que es posible la alta temperatura de la lúdica amorosa y la observa con la elegancia de una estética que la hace crecer a cada plano. Los amantes de El cuarto azul se solazan en comunión pasional en la secuencia de apertura y una mordedura de labios –de ella hacia él–, en un plano demorado sobre la sangre que se vierte, será la llave de entrada a lo que luego devendrá incontrolable en una relación –como también buena parte de las planteadas por Simenon– condenada no ya al fracaso sino a la disolución por la fuerza de los hechos que esa misma relación desató y que nada ni nadie evitará.

Los amantes –interpretados por el propio Amalric y Stéphanie Cléau, quienes fueron también los guionistas– tienen cada uno su propia familia y es en esas células donde el conflicto surgirá con una fuerza tan intempestiva como muda, amén de los corrillos de los habitantes de la ciudad donde se ambienta el relato, que funciona como un coro que azuza el drama irremediable.

Julien es un gerente de una compañía que vende tractores y cosechadoras y tiene una hija con su mujer; Esther es la esposa del  farmacéutico de la ciudad donde viven, y es vox populi que ambos sostienen una relación clandestina. Por eso, a poco de iniciada la historia y con el escenario contextualizado, la escena siguiente es la de Julien siendo interrogado por la policía local respecto de su aventura paralela con Esther, puesto que un cadáver encontrado los tiene como principales sospechosos.

A partir de allí la historia de los amantes se va reconstruyendo desde dos miradas distintas pero complementarias. Este aspecto otorga puntos suspensivos a la intriga del relato; vidas paralelas atravesadas por un romance tórrido en la que los deseos de los protagonistas tienen un peso específico que hace eclosionar cualquier atisbo lineal; el devenir trágico aparece de una forma que siembra dudas respecto del rol de cada uno, acentuadas por actitudes, requiebros y renuncia a las posibilidades de que esos deseos se correspondan con el latir profundo que, al mismo tiempo, no termina de definir el modo de llegar a buen término. Es que en El cuarto azul la fuerza transformadora de los hechos está siempre en lo ajeno a los protagonistas; en aquello que la vasta suma de los acontecimientos desatados hará funcionar como la contracara irracional de una acción encubierta de alto impacto emocional y, por lo tanto, igual de irracional. El contrapunto entre el interrogatorio a Julien y las escenas en el juzgado y las secuencias donde ese amor pasional se explaya desde un primer encuentro fortuito prestan la dimensión colectiva e íntima e impregnan de una curiosa intensidad el relato. La misma intensidad que exhiben las paredes azules donde se consuma la ceremonia de ese amor fatal.

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