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Historias de boxeo

“Torito” del ring: Justo Suárez, primer ídolo criollo

Amado por la clase obrera, marcó una época en los años 30; aunque una derrota marcó su carrera. Falleció a los 29 años.


El 5 de enero de 1909 no fue una noche más para la familia Suárez. Si bien el bebé que llegaba era el decimoquinto para doña María Luisa Sbarbaro, la felicidad de un nuevo miembro ocupaba la modesta casa de la calle Guaminí, en el porteño barrio de Mataderos. Lo bautizaron: Justo Antonio Suárez.

En un hogar donde aprendió a esquivar el hambre, se modeló haciendo todo tipo de trabajos. Había que acercar pesos a la mesa diaria. Sus comienzos en un frigorífico de la zona fueron de mucanguero. Trabajo duro y mal oliente que consistía en juntar la grasa liviana, la mucanga, que bajaba por las canaletas del matadero. Le pagaban 10 centavos por cada jarro lleno. A los 10 años lo vieron a puro coraje definir una discusión en una confitería de la calle Florida. Quizás, ese encuentro con el rigor de los puños haya sido el envión de una carrera profesional que llegaría. Corta, pero intensa. Una ráfaga. Con una etapa de mucho brillo y un final miserable. A los 19 años, era un profesional definido. Los que lo vieron y dejaron testimonios fidedignos, cuentan que se movía con velocidad extrema y cerraba sus combates con puños picantes y precisos. Comenzó a convertirse en ídolo de mucha gente. En especial de los marginados. Estos, desde el costado de la sociedad, veían en Suárez a uno de ellos, que se abría camino al éxito. La gente de los barrios, aquellos que llenaban la popular, se subían a la caja de los camiones y en caravana iban a ver pelear a Justo Suárez. Un periodista lo bautizó deportivamente como “El Torito de Mataderos”.

El momento clave

La noche que hizo cumbre fue el 27 de marzo de 1930. En una pelea vibrante ganó el título argentino de los livianos. En la vieja cancha de River, ubicada en la coqueta esquina de Alvear y Tagle, las crónicas afirman que asistieron 40.000 personas. Estadio colmado.  Venció por puntos a Julio Mocoroa, un fino estilista.

En medio de la crisis que azotaba buena parte del mundo, Justo Suárez surgía como la figura que esquivaba la pobreza. Se abría un camino sólido a través de sus puños. Casi en secreto se casó con una hermosa joven: Pilar Bravo.

La oportunidad de ir a Estados Unidos no se hizo esperar. Viajó. Estuvo cuatro meses. Hizo cinco peleas. Todas ganadas. Los medios, en especial los gráficos, destacaban diariamente en sus columnas deportivas la trayectoria de Suárez. Su fama rozó las nubes, a tal punto que el maestro Modesto Papávero, autor de “Leguizamo Solo”, y Venancio Clauso le compusieron un tango: “Muñeco al suelo”. Decía: “De Mataderos al Centro, Del centro a Nueva York, seguí volteando muñecos con tu coraje feroz”.

A su regreso de Norteamérica se presentó en el Luna Park. Un estadio repleto le dio la bienvenida. Le ganó por puntos al chileno Estanislao Loayza, en lo que para muchos fue su mejor pelea. En primera fila asistieron José Félix Uriburu, presidente de la Nación, luego del golpe de estado dado a Hipólito Irigoyen; los príncipes de Inglaterra Eduardo de Windsor (padre de la reina Isabel II) y Jorge De Kent (futuro Jorge VI).

La chance de combatir por el título mundial no se hizo esperar. Lo que parecía la consagración fue el principio del fin. Antes de pelear por la corona, le pusieron un duro probador. Un recio y curtido obrero del ring: Billy Petrolle, al que le decían: “La Fargo Express”. Justo Suárez perdió por nocaut en nueve rounds. Fue su primera derrota profesional. Una sociedad, la argentina,  recibió con asombro, estupor y desesperanza el resultado. El ídolo había caído. Su chance mundialista con Tony Canzonieri quedó en el olvido. El regreso no fue sólo amargo desde lo deportivo, sino de lo personal. La temida tuberculosis empezó a afectarlo. El divorcio de su mujer, también le llegó. En 1932 perdió el título argentino ante Víctor Peralta.

Momentos difíciles acompañaron sus días. La última vez que subió a un ring fue frente a su amigo Juan Pathenay. La pelea fue abrumadamente favorable a Pathenay, a tal punto que el ganador en algunos pasajes esquivó pegarle. Pararon el combate. Justo Suárez no tenía fuerzas ni para intentar defenderse. El final fue de tristeza. Ni el rincón vencedor festejó. Esa noche todos lloraron en el Parque Romano del barrio de Palermo, en Buenos Aires.

Luego, envuelto en sombras y angustias que producen las derrotas, entró en un tobogán sin final. Sin dinero, sin ayuda, solo… se fue a Cosquín, en Córdoba, buscando aires nuevos y sanadores para sus enfermos pulmones. Murió el 10 de agosto de 1938. Apenas tenía 29 años. Cuando sus restos llegaron en tren a Retiro, se dispuso que se trasladaran inmediatamente al cementerio de Chacarita. Entonces, una multitud espontánea, los mismos que ocupaban la popular en sus grandes noches, levantó el ataúd y lo llevó a pulso hasta el Luna Park. El escenario que lo había visto triunfador, sonriente y ganador. El mismo donde por diferencias con los promotores le habían negado la entrada. El mismo estadio que lucía un flamante techo, construido por la empresa “Pace-Lectoure” con el dinero producido por sus peleas. Tuvieron que abrirlo. El pueblo lo exigió. Lo velaron ante un desfile de miles y miles de personas. Despidieron al ídolo.

Hoy en el barrio de Mataderos una calle lleva su nombre. Julio Cortázar, el notable escritor, lo inmortalizó en el relato “Final de Juego”, que comienza así: “Que le vas a hacer ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba”…

En 1995, Los Pericos le compusieron y grabaron “Torito” y finalmente el 27 de junio de 2002 se estrenó el documental: “I love… Torito”, dirigido por Edmund Valladares.

La historia tiene un protagonista llamado Justo Suárez, El Torito de Mataderos. Su simpatía, coraje, buena figura y pinta de galán se disolvieron en la bruma del recuerdo. El primer ídolo del deporte argentino dejó huellas. Transitó épocas de máximo brillo y luces maravillosas. Terminó en la más absoluta miseria y soledad, poniendo en relieve que la gloria y la fama no sólo es puro cuento, sino fugaz como una ráfaga de ilusión.

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